La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad, reunida en Canadá, alcanzó un acuerdo de 30.000 millones de dólares para ampliar al 30% las áreas naturales protegidas. Sin embargo, la solución enfocada en la financiarización no avanza en un cambio socioproductivo y continúa marginando a pueblos originarios y comunidades campesinas en el cuidado de la vida y el alimento.
Es por muchos reconocido —apoyado y también cuestionado— el hecho que la Revolución Verde en la agricultura por un lado contribuyó a aumentar la productividad de algunos cultivos, pero por el otro, generó un conjunto de externalidades (costos sociales y ecológicos), que aún seguimos evaluando. Por un lado, se terminaron con hambrunas brutales (por lo menos hasta ahora) que resguardaron las vidas de millones de seres humanos. Pero a más de 77 años de continuo batallar, la FAO aún no ha podido resolver el más crucial de los problemas humanos luego de la guerra: el hambre.
En las últimas tres décadas hemos asistido a una aceleración de los flujos globales de mercancías, especialmente de materias primas alimenticias, que de una forma contribuyeron a resolver el hambre más urgente, pero poco o nada hicieron —y a veces operaron en forma adversa— en detrimento de los sistemas locales de producción de alimentos.
Incluso la demanda por nuevas tierras para la satisfacción de los pedidos mundiales contribuyó sistemáticamente a un cambio de uso de los suelos, que derivó en el aumento de la deforestación, la desertificación y las migraciones masivas e impulsó una virtual línea roja sobre la vida de cientos de miles de especies.
Increíblemente, la humanidad parece estar de espaldas a la biodiversidad y es mucha la gente que piensa que los alimentos vienen en forma directa del mercado o peor aún, del supermercado.
Esta falta de ligazón con las bases naturales de la vida y sus servicios nos está poniendo en un callejón sin salida, al menos como civilización. La alerta que la ONU pone tanto de forma extensiva como científica parece no ser escuchada. O a veces, manipulado. Y si con el cambio climático, como bien indican, vamos hacia el infierno climático; en términos de biodiversidad y su relación con la alimentación puedo decir que avanzamos en forma acelerada comiéndonos lo poco que nos queda del mundo.
En las Américas, la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (Ipbes, según su sigla en inglés) reportó en su informe de 2019 que la pérdida de biodiversidad es producida por la presión por el uso de los recursos biológicos, la agricultura, el cambio de uso del suelo, la expansión urbana, la minera y otras acciones vinculadas. En la mayoría de los casos tienen directa o indirecta relación con las demandas humanas, pasadas y actuales.
La COP15 de Biodiversidad y los acuerdos sobre protección y financiamiento
La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad (COP15) del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) acaba de terminar en la ciudad de Montreal, Canadá. La conferencia tenía entre sus objetivos la adopción de un Marco Global de Biodiversidad posterior al que concluyó en 2020. El marco que proporciona una visión estratégica y una hoja de ruta global para la conservación, protección, restauración y gestión sostenible de la biodiversidad y los ecosistemas para la próxima década.
La presidencia de la COP15 —en manos del ministro de Ambiente de China, Huang Runqiu— se planteaba como objetivo principal el adoptar el marco mundial de la diversidad biológica para la próxima década (CBD 2022). El primer borrador del marco, publicado en julio de 2021, se basaba en las lecciones aprendidas del Plan Estratégico para la Biodiversidad 2011-2020 y las Metas de Aichi para la Biodiversidad.
En las premisas generales de la COP15 se ponía el énfasis en una acción política urgente a nivel mundial, regional y nacional para transformar los modelos económicos, sociales y financieros y para que las tendencias que han exacerbado la pérdida de biodiversidad se estabilicen en 2030 y permitan la recuperación de los ecosistemas naturales, con mejoras netas para 2050.
Cuando en Montreal, Huang Runqiu golpeó su martillo en la sesión plenaria para indicar “el acuerdo está aprobado”, se cerró un ciclo de negociaciones en el que se habían escuchado, más fuerte que otras, voces que impulsan miradas y perspectivas distintas con respecto a las formas de protección de la biodiversidad mundial.
Ahora, el llamado Acuerdo de Kunming-Montreal (CBD 2022) será una hoja de ruta que apunta a proteger las tierras y los océanos y evitar la extinción masiva de especies, emergentes de las presiones humanas sobre la naturaleza. La idea que expone es, por un lado, conservar a la naturaleza y, por el otro, derivar e invertir una ingente cantidad de fondos para ello.
El acuerdo establece proteger el 30 por ciento del planeta para 2030 y proveer 30.000 millones de dólares en ayuda anual para los esfuerzos de conservación de los países en desarrollo. La propuesta se plantea la creación de áreas protegidas en, al menos, el 30 por ciento de las tierras y las aguas del planeta. Actualmente, a nivel global, el 17 por ciento de las tierras y el 8 por ciento de los mares se encuentran protegidos.
Este fue uno de los más conocidos de los objetivos planteados y ha sido presentado por quienes lo promueven como el mellizo en biodiversidad al objetivo de calentamiento global 1,5 °C, planteado desde la COP de Cambio Climático de París en 2015.
Según el Informe “Planeta Protegido 2020” del Centro de Monitoreo de la Conservación del Ambiente (PNUMA-WCMC), el mundo cuenta con 22,5 millones de km² de ecosistemas terrestres y aguas continentales y 28,1 millones de km² de aguas costeras y el océano dentro de áreas protegidas y conservadas.
América Latina y el Caribe cuentan con más de la mitad de los países y territorios que cumplen con el objetivo planteado por la Convención de Diversidad Biológica respecto de alcanzar un 17 por ciento de su superficie terrestre protegida. En ese sentido, Martinica, Guadalupe, Venezuela y Guayana Francesa se posicionan como líderes con más del 50 por ciento de su superficie terrestre protegida.
En tanto, Ecuador, Nicaragua, Guatemala, Brasil, Costa Rica, Colombia y Bolivia van desde casi un 50 por ciento de su superficie protegida a un 20 por ciento, mientras que Cuba, El Salvador, Argentina, Paraguay y Uruguay registran menos del 10 por ciento. En los últimos lugares, Perú, Honduras, Chile, Panamá y México rondan el 15 por ciento.
Por otro lado, Brasil, México, Colombia, Venezuela, Chile y Argentina son los países que cuentan con la mayor cantidad de parques nacionales. Pero la convención, además de protección, indica que las áreas deben garantizar una buena conectividad, una integración balanceada de parches de paisajes que permitan el flujo de material biológico y el correcto balance genético y la garantía de una estabilidad funcional de todo el ecosistema.
Financiamiento para conservación o reconocimiento a pueblos indígenas y campesinos
No se trata solamente de conservar especies emblemáticas y endémicas que actúen como bandera, sino de ecosistemas enteros. Y a veces, ni siquiera es suficiente, al estilo que lo hacen las grandes corporaciones ambientales mundiales: determinan más de 36 hotspots de conservación de la biodiversidad, que capturan cada vez mayor cantidad de fondos mundiales, mientras la tierra en su conjunto se debilita cada día más.
Y ello relacionado, y aquí está el dilema, con las comunidades, sus entornos productivos y la estabilidad socioambiental. Lo mismo o más complejo aún, radica en el respeto por los pueblos indígenas, el conocimiento campesino indígena y la valoración de los servicios dados por la recuperación de servicios ecosistémicos, la biodiversidad y la generación de recursos locales propios.
Y allí es donde entra por otro lado, el dinero en las actuales COP. Las negociaciones avanzaron en un momento y luego se frenaron, para luego encaminarse a una intensa discusión por lograr más o menos apoyo financiero. Los países ricos, por un lado. Los países pobres por el otro. Los países africanos encontraban limitados los recursos ofrecidos. Y otros, liderados por Brasil, junto a decenas de otros países, usaban el argumento de la explotación de los recursos del sur global para presionar por fondos que superaran en diez veces a los aportados actualmente. La cuestión parecía más de números (30.000 o 100.000 millones), que de reconocimiento relevante de los servicios de la naturaleza.
La Argentina —uno de los países que, en el sur de América, más ha impulsado el avance de la agricultura industrial en la región, junto al Brasil, Paraguay, el oriente de Bolivia y las cuchillas uruguayas— pidió un resarcimiento por “ser el pulmón verde del planeta”. “Es necesario que se reconozcan los servicios ecosistémicos que brindan los ecosistemas de los países en desarrollo, porque sin nuestros bosques, humedales, glaciares y mares, el mundo no sería el mismo”, sostenía la posición llevada por la Argentina y agregaba: “Es hora de que los principales responsables de esta crisis empiecen a pagar la deuda que tienen con nuestro planeta y con toda la humanidad”. Mientras tanto, Argentina se está incendiando hace un año en distintas de sus ecorregiones, pagando un elevado costo por la permisividad de su modelo agrícola industrial.
Agroecología o intensificación sostenible, otro debate sobre la financiarización de las soluciones
El objetivo 10 del acuerdo de Montreal indica que se debe “garantizar que las áreas dedicadas a la agricultura, la acuicultura, la pesca y la silvicultura se gestionen de forma sostenible, en particular mediante el uso sostenible de la biodiversidad, incluso mediante un aumento sustancial de la aplicación de prácticas respetuosas con la biodiversidad, como la intensificación sostenible, la agroecología y otros enfoques innovadores”. Y agrega que “contribuyan a la resiliencia y la eficiencia y productividad a largo plazo de estos sistemas de producción y la seguridad alimentaria, conservando y restaurando la biodiversidad y manteniendo las contribuciones de la naturaleza a las personas, incluidas las funciones y servicios de los ecosistemas”.
A pesar de la importancia del fortalecimiento de capacidades y la relevancia del trabajo en la escala local, combinaciones ya cuestionadas entre la intensificación sostenible u ecológica y la agroecología, parecen no llevarse en un todo de acuerdo.
En las prácticas locales de producción y la agricultura sostenible basada en los principios de la agroecología, priman mucho más la estabilidad de la producción y del agroecosistema que la propia productividad. La productividad este año puede ser muy alta y el año siguiente no darnos nada. Para la economía global se resuelve el problema con más dinero e intensificación, pero para la economía campesina se enfrenta un dilema de supervivencia: abandono o migración.
La financiarización de la discusión global sobre la biodiversidad, puede ser un aporte a la utilización de recursos, siempre que lo que se apoye funcione en el plano local y bajo una perspectiva integral. Y no sólo de demandas sectoriales por la captura de fondos y su orientación, hacia fines a veces – quizás ya muchas veces – manipuladas por el Norte Global o los nuevos actores mundiales.
La financiarización de la biodiversidad conlleva a otros riesgos que emergen de cuestionamientos desde algunas voces en el sur global. Por un lado, la preocupación genuina por la reorientación tanto de procesos productivos como de la propia agenda de desarrollo, una imposición cultural discutible y hasta un colonialismo ideológico, cuestionado por grupos variopintos que van desde ONGs, agrupaciones campesinas e indígenas hasta científicos relevantes en el sur global.
La crisis del Covid 19, las catástrofes climáticas y ambientales, nos han enseñado algunas cosas sobre el papel que tiene el dinero. Quizás pudiéramos reflexionar sobre la importancia de prepararnos a nivel local para enfrentar las nuevas crisis. Y aquí o desde aquí, posicionarnos para una revalorización integral de la biodiversidad y los servicios ecosistémicos relacionados especialmente con los sistemas alimentarios.
La influencia es ya mutua. Sociedad y Naturaleza. Y lo que concierne a la alimentación, el cambio de uso del suelo y la intensificación de la producción agropecuaria y sus impactos está ya fuertemente demostrado. Y claramente debe cambiar, la pregunta sigue siendo aún hoy el cómo. Y posiblemente allí, la llamada intensificación sustentable de la agricultura no sea suficiente.
A 30 años del Convenio sobre la Diversidad Biológica, las cumbres siguen sin rumbo
La propuesta que se acaba de cerrar en Montreal, el “objetivo 30-30”, parece ser un avance para algunos, mientras que para otros ha quedado corto. Entre éstos últimos, lo consideran un mal acuerdo, más riesgoso aún, que el hecho de que no haya habido acuerdo. Una preocupación genuina y similar a lo planteado en la COP27 de Cambio Climático, también finalizada hace poco más de un mes en Egipto.
También parece un interesante revival de otros momentos vividos. “Conservacionismo” versus “Desarrollismo”. “Restauración ecológica” versus “Estabilidad socioambiental”. “Ecología Profunda” versus “Ecología Política”. Pues bueno, la danza de la fortuna para ver a quienes tocaran más fondos está empezando a funcionar.
Treinta años atrás, el 5 de junio de 1992, la comunidad internacional aprobaba el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB por sus siglas en inglés) en Río de Janeiro durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y Desarrollo, conocida como “Cumbre de la Tierra”.
En aquellos tiempos, la preocupación por un ambiente sano y condiciones adecuadas para la vida humana complejizaban la discusión ambiental y el andarivel que llevaba adelante la humanidad. En esos momentos, desde América Latina, se levantaban voces que empujaban por un cambio intenso en la matriz productiva global y regional sobre la necesaria transformación.
No sólo se hablaba de ajustes, transición o de más dinero. He hablado sobre esto y sobre el riesgo de ir de cumbre en cumbre sin rumbear claramente hacia ningún lado. Es notable y preocupante, que lo alertado y propuesto hace tres décadas, aún no haya sido superado sino vilipendiado. Triste al menos, si no fuera por el riesgo en el que nos meten a todos y la falta de perspectiva por una transformación radical del sistema socioproductivo mundial.
Algo en esta nueva COP de la Biodiversidad, al menos en los papeles y el esfuerzo de algunos, intentó acercarse un poco, a algo del pensamiento complejo. Un ejemplo fue que el marco del encuentro en Montreal estuvo elaborado en torno a la teoría del cambio “que reconoce que se requieren medidas normativas urgentes a nivel mundial, regional y nacional para lograr el desarrollo sostenible, a fin de reducir y/o invertir los efectos de los cambios indeseados que han exacerbado la pérdida de diversidad biológica, con miras a permitir la recuperación de todos los ecosistemas y hacer realidad la visión del Convenio (CBD) de vivir en armonía con la naturaleza antes de 2050”.
En los temas alimentarios, los subsidios a la agricultura en los países desarrollados están haciendo estragos hace décadas. Por un lado, la vieja Europa vuelve con sus Políticas (antes las PAC) de promover apoyos específicos a sus productores y mantener tranquilos a sus consumidores. El programa “de la granja a la mesa” (o “farm to fork”), sigue subsidiando mucho de lo que indica o promete que se debería abandonar.
El actual Acuerdo firmado en Montreal, en su meta 18, hace una crítica velada a estos procesos. Dice que para 2025 sería necesario “eliminar gradualmente o reformar los incentivos, incluidas las subvenciones perjudiciales para la diversidad biológica, de manera proporcionada, justa, efectiva y equitativa, reduciéndolas sustancial y progresivamente en, al menos, 500.000 millones de dólares de los Estados Unidos al año para 2030, empezando por los incentivos más perjudiciales e intensificar los incentivos positivos para la conservación y la utilización sostenible de la diversidad biológica.”.
La cuestión de los subsidios a la agricultura industrial y el pasamanos en que se han convertido desde los Estados a las corporaciones, claramente deberían regularse o cambiarse. Directamente, eliminarse. Lo liviano de estos acuerdos, pueden finalizar en cuestiones aún más complicadas que las que se quieren enfrentar o solucionar. Mientras los países ricos subsidian a una agricultura que está muerta, los países pobres y productores de alimentos, intensifican la producción por todos los medios y sí, utilizan un subsidio también: la explotación de la naturaleza.
La situación es compleja. Y es difícil dirimir valores con enfoques monocriteriales. El del dinero. Los análisis multicriterial y multidimensional podrían aportar a la reflexión y la necesidad de una integración aún mayor de cuestiones de valoración de la naturaleza y sus servicios ecosistémicos.
Un buen trabajo sobre los Múltiples Valores de la Naturaleza del Ipbes así lo ha mostrado recientemente. Lo riesgoso por el otro lado es que, a veces, los esfuerzos de años de científicos e investigadores (trabajando cientos de horas ad honorem), terminan siendo parcial o pobremente escuchados en las cumbres mundiales donde parece primar más sólidamente el lenguaje del dinero. La palabra clave tanto en la COP27 (Egipto, Clima) y la COP15 (Canadá, Biodiversidad) pareció ser la de financiarización.
En una reciente entrevista al escritor Arturo Pérez-Reverte, autor de la novela Revolución, resaltaba que el mundo occidental está perdiendo las bases culturales de las cuales proviene. La imposición cultural de algunas formas mediáticas de hoy día confunden humanitarismo con humanismo. Nos alejan de las bases sociales por las que el mundo avanzó hasta hace poco tiempo. Dilapidar todos esos esfuerzos y sentarnos sólo a reclamar meramente por lo crematístico será peligroso y hasta definitivo.
La ciencia ambiental ha venido produciendo interesantes y útiles documentos que alertan, tal como lo hace la ciencia climática sobre los brutales efectos y los impactos desastrosos sobre la sociedad y el ambiente. Quizás, humildemente lo pienso, el error subyace en considerar que, dando datos, números y límites a este desarrollo enfermo, podríamos poner luz sobre el camino que deberíamos seguir y así llevarnos a una transformación sustantiva.
Quizás esto no haya sido suficiente. O pobremente comprendido. O peor aún, entendido, pero con informaciones que, por lo apabullantes, quieran ser negadas. O sus datos, aprovechados sólo parcialmente en un sentido u otro. Los miles de millones de dólares que apuntan a la financiarización y son promovidos por la banca internacional, la cooperación global, las ONGs internacionales y los grupos corporativos, se muestran como una zanahoria para una transformación improcedente.
Son varios los grupos que han denunciado un proceso de colonización de la conservación (Survival International 2022) que considera cuestiones poco sustantivas en detrimento de soluciones integrales que no solo se focalizan en el dinero, sino en el reconocimiento de los territorios, el desarrollo endógeno y la relevancia que tienen los pueblos originarios, el conocimiento local y las poblaciones campesinas que protegen, conviven, se nutren y nos nutren con los productos de la biodiversidad de forma sostenible.
La escasa consideración que nos enfrentan a un cambio ambiental global imparable preocupa, al menos a algunos, sobre las formas en que se plantearán estos procesos de conservación y de asignación de fondos. De hecho, claramente, cómo enfrentar esta crisis mundial, que tensiona particularmente a la producción de alimentos y lo que llega al plato de pobres y ricos.
Y entendiendo que si, a pesar de lo invertido, se sigue destruyendo “la otra parte de la naturaleza” –la que no será protegida, la que no recibirá fondos o apoyo especialmente vinculada a la gestión sostenible de agroecosistemas sensibles– la ecuación no podrá cerrarse y los objetivos planteados no serán alcanzados. El ambiente no se logrará gestionar adecuadamente tanto para la generación actual como las futuras y la humanidad descubrirá – quizás un poco tardíamente – que no se puede comer el dinero.
Walter A. Pengue. Ingeniero Agrónomo con formación en Genética Vegetal. Es Máster en Políticas Ambientales y Territoriales de la Universidad de Buenos Aires. Doctor en Agroecología por la Universidad de Córdoba, España. Es Director del Grupo de Ecología del Paisaje y Medio Ambiente de la Universidad de Buenos Aires (GEPAMA). Profesor Titular de Economía Ecológica, Universidad Nacional de General Sarmiento. Es Miembro del Grupo Ejecutivo del TEEB Agriculture and Food de las Naciones Unidas y miembro Científico del Reporte VI del IPCC.