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Cosas que aprendí en La Habana

Fuentes: Rebelión

La primera vez que vine a Cuba fue en 1980. Me había propuesto grabar varios programas de televisión con destino a la 2ª Cadena de TVE, una vez que se me permitió hacer el viaje con todos los miembros del programa que yo dirigía en aquel entonces, y que, mira por dónde, hoy tiene un […]

La primera vez que vine a Cuba fue en 1980. Me había propuesto grabar varios programas de televisión con destino a la 2ª Cadena de TVE, una vez que se me permitió hacer el viaje con todos los miembros del programa que yo dirigía en aquel entonces, y que, mira por dónde, hoy tiene un hermano en la TV cubana con el mismo título: «Música, maestro». El planteamiento del espacio no era otro que dar a conocer esos sonidos que en el mundo existen, pero que no tienen la posibilidad de ser escuchados y vistos en ningún otro medio de comunicación, excepto en los públicos. Y buena parte de la música cubana, exceptuando los casos puntuales de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, seguía siendo bastante desconocida para el gran público de la península ibérica.

Ya sabemos que la televisión privada, inexistente en aquella época, tampoco se distinguiría mucho de la de hoy, que se encuentra a mil años luz de cumplir siquiera sus propios estatutos, sobre todo en lo referente a la obligación de realizar programas culturales. Los directivos prefieren abonar una pequeña multa al gobierno de turno (si es que les sancionan, cosa bastante extraña a pesar de los incumplimientos constantes), que emitir algo que pueda tener sabor a cultura o educación. Programar sí, dicen los mercaderes, pero que huela a mierda. Trillones de moscas (así se trata a los telespectadores en España y buena parte de Europa) no pueden estar equivocadas.

Estaba pues seguro de que aquella aventura nunca se hubiera podido llevar a buen puerto sin contar con mi añorada y querida Segunda Cadena. Con dos operadores de cine, dotados con cámaras de 16 milímetros y película de baja calidad (no nos proporcionaron otra), dos ayudantes, un sonidista, un realizador, un productor, un guionista, un director (el que firma), un jefe de fotografía y tres luminotécnicos, nos plantamos en la capital de la mayor de las Antillas, donde previamente las impagables gentes de EGREM nos habían prestado una más que inestimable ayuda a la hora de contactar con los artistas y grupos, cuya imagen y sonido deseaba llevarme a España, para demostrar la increíble potencia y capacidad creativa de muchos profesionales de la música.

Todo fue absolutamente maravilloso: hasta las demoras en las citas, los carros (coches) ponchados (pinchados), los cortes de fluido eléctrico, el aguijón de un mosquito o un jején (mucho más molesto), la lluvia torrencial, el calor y la humedad, los fallos de micrófonos y mesas de mezcla (de fabricación checa o de la Alemania del Este, húngara o rusa). Nada de eso nos desanimó; más bien al contrario, reíamos mientras los expertos arreglaban el desaguisado, ya fueran médicos, enfermeras, chóferes, mecánicos o especialistas en sonido, porque estábamos seguros de que todo se iba a «resolver» (verbo más que imprescindible). El personal que nos echaba una y dos manos era tan amable, tan colaborador, que lo primero que comentábamos al llegar extenuados al hotel era: «Yo me quedaría aquí a trabajar, aunque sólo fuera por estar entre ellos». Veinticinco años más tarde, he logrado ese objetivo.

Desde que filmara para la historia de la TVE esos documentos rodados en La Habana, con la participación inolvidable de Santiago Feliú, Anabel López, Amaury Pérez, Emiliano Salvador, Irakere (¡ en Tropicana, además ¡) y otras muchas figuras de la canción, la trova, el jazz, etc., juré regresar cada año a la isla, me prometí no perder jamás el contacto con un pueblo absolutamente único en el que hay dosis más que enormes de heroísmo, solidaridad, sacrificio y cultura apabullantes. Y, para colmo, como musicólogo y periodista, tenía que reconocer que ningún país podría ofrecerme un plantel de figuras de esa categoría en todo el continente latinoamericano. Tal vez Brasil sería la única nación donde pudiera haber rodado algunos programas de tanta calidad, pero yo no quería entrar en contacto, ni siquiera a nivel cultural, con una dictadura tan brutal como la que asolaba a los cariocas en aquellos años. Y afirmo esto poniendo el anzuelo a los anticastristas, a esos que siguen intentando convencernos de que Cuba también es una dictadura. No, queridos, nada más lejos de la realidad. Las leyendas negras caen como castillos de naipes.

Tras más de un cuarto de siglo viniendo de forma continua y calculada, y dos años trabajando en mi nueva patria, puedo asegurar que el régimen de Fidel Castro, el sistema que la Revolución ha diseñado, en circunstancias tan dramáticas como tener que soportar un bloqueo brutal del mayor enemigo de la paz (Gobiernos USA), es desde el punto de vista democrático, un ejemplo de coherencia e independencia de poderes.

A pesar de los fallos y errores absolutamente lógicos, disculpables e inherentes a cualquier sistema político (y mucho más tras el derrocamiento de un asesino como Fulgencio Batista), no hay un país comparable a Cuba, donde el término democracia adquiere una dimensión clásica, donde los cauces de participación popular son mil veces más justos y útiles que lo que nosotros europeos llamamos pomposamente «estado de derecho». El ejemplo constante de Cuba en la lucha antiterrorista debería ser calcado por esos gobiernos que, como todos los de la Comunidad Europea, dicen combatir esa terrible plaga, pero rinden tributo y callan de forma repugnante ante los desmanes de Bush: el primer terrorista del mundo, el Corleone protector de Posada Carriles y demás alimañas de la mafia de Miami.

La democracia occidental, la del llamado primer mundo, es cada día más parecida a una férrea dictadura confeccionada a gusto de los empresarios, de los consejos de administración de las multinacionales. Y esos sistemas, bipartidistas en la mayor parte de los casos, están lejos de dar ejemplos de libertades a la bloqueada Cuba. ¿Acaso van a merecer Panamá y Honduras, Guatemala o El Salvador, Bolivia y Ecuador, Chile o México, una mejor calificación política que la Cuba revolucionaria?.

Revolución es también Re-Evolución, y por ello la sociedad cubana avanza inexorable y cabezona a la conquista de la justicia total, subvencionando todos los bienes, la sanidad, la cultura, la vivienda, el agua, la luz, el teléfono, hasta los pequeños electrodomésticos, poniendo como objetivo para alcanzar esa justicia al cien por cien de la población, al alcance de sus más de 10 millones de habitantes, incluso para aquellos que no están de acuerdo con el sistema político actual. (Otro anzuelo más que lanzo a los escépticos). Los verdaderos disidentes (no los mercenarios al servicio de Bush o los fans de José María Aznar «El caballerito terrorista» ) pueden ser elegidos en Cuba diputados de la Asamblea Nacional, y discutir cualquiera de las medidas que se planteen en ella, con plena confianza en que sus opiniones serán respetadas. Repito: cualquier ciudadano, por muy descontento que esté, puede y debe presentarse a las elecciones. Unos sufragios en los que participa (ojo, que el voto no es obligatorio en Cuba) más de 95 por ciento de la población.

Y es eso, el respeto a las ideas lo que asegura que un disidente se halle en el disfrute pleno de sus condición de demócrata. Porque no son los intereses de las multinacionales lo que se defiende en Cuba, sino algo bien diferente: son los verdaderos derechos humanos, la oportunidad de convertirte, si así lo quieres, en profesional del arte, la ciencia o la milicia, en la seguridad de que tu salud está protegida, tu trabajo garantizado, como tu vivienda, tu educación y la de tus hijos, su escuela, alimentos, cultura y ¿por qué no? diversión y entretenimiento.

En España, sólo en el País Vasco, más de ciento cincuenta mil habitantes se hallan bajo sospecha, amenazados de cárcel sólo por sus ideas independentistas, jóvenes condenados a decenas de años de cárcel por quemar un contenedor de basura, etc., etc. A eso yo le llamo democracia bajo fianza, bajo vigilancia de centenares, de miles de cámaras de televisión colocadas en calles, hoteles y casas particulares, democracia fundamentalista, donde si te mueves un poco a la izquierda das con tus huesos en una ciudad llamada ostracismo, cuando no en una celda. Sin embargo, los nostálgicos del mayor asesino de la reciente historia española, Francisco Franco, campan a sus anchas por las ciudades, apaleando a los verdaderos demócratas, agrediendo con su saludo fascista, sin que la policía haga otra cosa que mirar cómo vuelan las golondrinas o defecan las cigüeñas. ¿Democracia?. Esperen: me acaba de dar un ataque de risa.

Por eso, en su día, solicité asilo político en la Cuba de Fidel, en La Habana revolucionaria, con sus incontestables aciertos y sus comprensibles errores; pero son muchos más los primeros. Porque cuando me levanto cada mañana para acudir a mi centro laboral, aprendo cada día una lección de participación ciudadana, una clase magistral de solidaridad, un máster en humanidad.

Soy una persona afortunada porque puedo aún ser alumno, refunfuñón, viejo y cascarrabias, fumador y poco bailón, pero alumno que tiene a su alrededor miles, millones de catedrátic@s y maestr@s que me miman y animan, con una sempiterna sonrisa en los labios, en verdadera democracia. En plena libertad. ¡ Qué más se puede pedir ¡…