El próximo 10 de febrero se celebrarán elecciones generales en Israel. El sistema político de ese país vive desde hace varios años una crisis de liderazgo que se asocia también a un hastío creciente de la población frente a la política. Según una encuesta del Israel Democracy Institute, un tercio de los israelíes expresa sentimientos […]
El próximo 10 de febrero se celebrarán elecciones generales en Israel. El sistema político de ese país vive desde hace varios años una crisis de liderazgo que se asocia también a un hastío creciente de la población frente a la política. Según una encuesta del Israel Democracy Institute, un tercio de los israelíes expresa sentimientos de «náuseas, rechazo, depresión o desesperación» cuando se les pregunta lo que sienten o piensan acerca de la palabra «política», mientras que otro tercio la asocia instintivamente con «corrupción, traición o engaño». No es de extrañar entonces que la presente campaña electoral tenga un carácter tan gris.
El Primer Ministro en funciones Ehud Olmert, se despide poniendo término a una gestión que será recordada por tres factores fundamentales: haber llevado al país a un fracaso político y militar en 2006, no haber tenido voluntad política para avanzar en el proceso de paz y por los bochornosos escándalos de corrupción, que obligarán al Primer Ministro a enfrentar varios juicios apenas deje el poder. Pero es muy posible que la crisis de liderazgo se prolongue después de la salida de Olmert. A sucederle, aspiran dos desprestigiados ex primeros ministros -Benjamin Netanyahu y Ehud Barak- así como la novata y poco carismática Tzipi Livni, actual Ministra de Relaciones Exteriores. Pese a lo desteñido de las alineaciones políticas, este proceso electoral debe considerarse también en cuanto a las consecuencias que un cambio de mando pueda tener sobre la relación de Israel con sus vecinos y especialmente con los palestinos.
Quien luce como favorito según las encuestas es el conservador Partido Likud. Su líder Benjamin Netanyahu, a quien el periodista Gideon Levy llama «la versión israelí de George W, Bush», se ha manifestado a favor de un ataque militar preventivo contra Irán, apoya los asentamientos judíos ilegales en Cisjordania y se opone a reconocer el derecho de los palestinos de tener a Jerusalén como capital de su Estado. Netanyahu ha dicho que negociar una solución al conflicto palestino-israelí no está dentro de sus prioridades, «porque ahora es el tiempo de la batalla entre el Islam radical y el mundo occidental». El número tres de la lista parlamentaria del Likud es Gilad Erdan, que apoya la colonización incondicional de los territorios árabes y hace poco sugirió usar a prisioneros políticos palestinos como escudos humanos contra los cohetes Qassam, que son lanzados desde la Franja de Gaza. En la lista también figuran extremistas como el colono Moshe Feiglin, un declarado admirador de Hitler que apela a la expulsión de los palestinos, la anexión de Cisjordania y que estuvo preso por haber llamado al amotinamiento contra el gobierno de Itzjak Rabin. Una victoria del Likud, que permanece fiel a una ideología nacionalista afín a la expansión territorial del Estado judío hasta sus «fronteras bíblicas», representaría un severo golpe a cualquier posibilidad de negociar una paz justa y duradera con los árabes.
Pero sí una victoria del Likud augura pocas oportunidades para la paz, tampoco de quienes le siguen en las encuestas cabe esperar mucho. Tzipi Livni, candidata del Partido Kadima, es señalada como la más proclive a continuar «negociando» con los palestinos, sin embargo, la radicalización que vive la sociedad israelí parece también hacer que la «moderada» Livni sucumba a la intolerancia y el extremismo. Refriéndose a los casi 1.4 millones de árabes que cuentan con nacionalidad israelí, Livni dijo hace poco: «una vez creado el Estado palestino, podremos decir a los ciudadanos palestinos de Israel, aquellos a los que llamamos los árabes de Israel: la solución a vuestras aspiraciones están en otro lado».
Estas desafortunadas declaraciones, en las que se vislumbra una transferencia masiva (expulsión) de todos los palestinos desde su patria, comprometen severamente el carácter democrático del Estado Hebreo, en donde la intolerancia y los ánimos fundamentalistas parecen cobrar más ímpetu día a día. Ejemplo de esto han sido las recientes acciones de colonos judíos extremistas en ciudades como Acre o Hebrón, quemando campos de cultivo, casas de palestinos y disparando contra niños, algo que hasta el mismo Ehud Olmert califico como un «progrom» (palabra Yiddish que significa «masacre»), o el cerco ilegal e inhumano que ejerce Israel contra la población palestina de la Franja de Gaza, que el Arzobispo sudafricano Desmond Tutu (Premio Nobel de la Paz) llamó recientemente una «abominación».
Para los israelíes, ensimismarse en el extremismo y el fundamentalismo no sólo recrudecerá las profundas contradicciones internas que viven, también perpetuará su inseguridad y comprometerá -aun más- la integridad moral de su sociedad. El tren de la historia no se detiene a esperar a nadie.
Sergio I. Moya Mena es profesor de Política Internacional en la Universidad de Costa Rica.