Para Carlos Jiménez Villarejo y Miguel Ángel Rodríguez Arias. Para Martxelo Otamendi Un hierro en la sien que hizo clic. Cinco días incomunicado, tres de ellos sin dormir. Obligación de hacer flexiones vestido y desnudo. Vejaciones homofóbicas. Dos veces le colocaron un plástico en la cabeza que le obturaba la nariz y la boca. Así […]
Un hierro en la sien que hizo clic. Cinco días incomunicado, tres de ellos sin dormir. Obligación de hacer flexiones vestido y desnudo. Vejaciones homofóbicas. Dos veces le colocaron un plástico en la cabeza que le obturaba la nariz y la boca. Así cuenta Martxelo Otamendi [1] algunas de las torturas a las que fue sometido por la Guardia Civil, «un Estado dentro de un Estado», una organización que en la causa contra el diario vasco añadió un informe a última hora en el que sostenía que la promoción del euskera era admisible si se realizaba desde y en la Administración pero que si se generaba desde los movimientos sociales entonces llevaba siempre implícita la marca ETA.
La denuncia de Otamendi sigue pendiente en el Tribunal de Derechos Humanos… de Estrasburgo. La de Iñaki Uria está cerrada. La de Xavier Oleaga sigue su lento proceso en el Tribunal Constitucional y la de Txema Auzmendi «en un limbo judicial en Madrid».
Me detengo en este punto; enlazo más adelante.
Un reciente editorial de La Jornada [2] hablaba de Garzón y «el contexto de un personaje poliédrico». Al gran diario mexicano no se le escapaba que el personaje estaba «lleno de contrastes y claroscuros». Sería necio desconocer, apuntaba, el papel del magistrado «en los avances internacionales de la justicia para casos de terrorismo de Estado y crímenes de lesa humanidad, su participación centralísima en la detención de Augusto Pinochet en Londres en octubre de 1998» y su decisión de dar cauce a la investigación penal de los crímenes franquistas. Por estas y otras actuaciones destacadas, el juez español merecería «un reconocimiento histórico».
Esta trayectoria positiva, proseguía el editorial, tiene otras caras. La más deplorable: «la del perseguidor implacable y arbitrario de la lengua y la cultura vascas en nombre de la lucha antiterrorista». Garzón, recuerda La Jornada que acuña bien las monedas en su memoria, obró de forma parecida al juez Del Olmo con Egunkaria, y en forma igualmente injustificada, con las publicaciones Egin y Ardi beltza. «Incluso llegó a perseguir judicialmente al coro musical Euskaria, al que acusó de vínculos con la banda armada. En este contexto, se ha señalado que Garzón permitió torturas contra vascos acusados de terrorismo y que nunca atendió las denuncias correspondientes».
Sin olvidar, además, que Baltasar Garzón es magistrado de la Audiencia Nacional, y que esta instancia jurídica es heredera del TOP, del Tribunal de Orden Público del franquismo, un tribunal de excepción que, en razonable opinión de Martxelo Otamendi, es «un tribunal ad hoc para los vascos», una institución perversa.
No se trata, pues, de elevar un elogio desmedido del magistrado Garzón. No es este el punto. En absoluto. Tienen razón las asociaciones de ex presos, de presos y de derechos humanos cuando apuntan a las caras ocultadas del poliedro garzonista. Sin embargo, el punto político esencial, que no exige ninguna manifestación de apoyo, sin fisuras y matices, a la trayectoria del juez, es otro. El que La Jornada describe en los siguientes términos: «(…) la causa iniciada por el Tribunal Supremo contra Garzón es una aberración que evidencia hasta qué punto el fascismo sigue vivo e incrustado en la moderna institucionalidad española».
Miguel Ángel Rodríguez ha señalado el mismo nudo, el mismo vértice que está en la mente (y en el corazón) de amplios sectores de nuestra ciudadanía [2]: «el caso Garzón» es el caso de los derechos humanos de las decenas de miles de familiares de los desaparecidos de Franco que continúan siendo impunemente violados hoy en nuestro país. En opinión de este admirable y combativo jurista y profesor, «no sólo representaba el «ser o no ser» de nuestro entero sistema de justicia, CGPJ y todo lo demás, sino de nuestro mismo Estado de Derecho monárquico». Tampoco el editorial del diario mexicano transitaba por sendero puesto: «El proceso por prevaricación que el Tribunal Supremo de España inició contra el juez Baltasar Garzón ha puesto al descubierto la honda fractura social que divide a España a 79 años de proclamada la II República Española, a 71 de concluida la guerra civil, y a 35 de la muerte de Francisco Franco».Carlos Jiménez Villarejo ha arrojado luz sobre la misma cara.
No hay que olvidar el caso Gurtel. Los herederos del franquismo, las familias que bebieron de sus fuentes y de su dictadura militar-clerical, las nuevas familias y sectores sociales que en él se reconocen complacidas y que tienen en el PP y en sus alrededores sus fuerzas y organizaciones más representativas, siguen creyendo que el país es un cortijo extenso que está y debe estar en sus manos for ever y que gobernar aquí o allá no es sino una forma de sacar fruto pro doma sua. Real como la vida misma, lógico como un teorema gödeliano. A ellos nadie les tose. ¡Qué se han creído esos magistrados que ponen las narices donde no deben! Basta mirar con atención los semblantes del señor Fabra, del señor Correa, del belicoso señor Aznar o de la señora Aguirre y Gil de Biedma para darse cuenta de la seguridad, y nulidad de límites y control sobre procedimientos, con la que ejercen su poder.
Así, pues, el combate continúa, recién empieza si se prefiere. Y hay que seguir hasta «enterrarlos en el mar» que decía Alberti y cantaba Paco Ibáñez. No puede haber dudas sobre lo que se ventila en esta ocasión. Que es mucho y esperado durante más de tres décadas.
Por ello, para evitar confusiones y pasos equivocados, o metas a medio camino, hay que insistir en que el tema no es sólo, aunque también, los crímenes del fascismo español sino también las torturas y prolongaciones del fascismo en la actualidad. El caso Egunkaria es de libro y la denuncias de Martxelo Otamendi sobre las torturas a las que fue sometido deben ser apoyadas y consideradas por toda organización democrática de izquierdas que se precie de serlo. Desde luego, independientemente de su posición y consideración respecto al nacionalismo vasco. Tampoco es este en absoluto el nudo de este zapato.
Sin olvidar que las actuaciones de la Guardia Civil en el proceso contra Egunkaria no son fruto de una dirección política neofranquista en manos de Acebes o del mismísimo Aznar. No es eso tampoco. Otamendi ha señalado que la Guardia Civil ha hecho acusaciones más duras en la época de Rubalcaba, el actual e incombustible ministro de Interior del señor Zapatero, que con Acebes. En 2003, con Acebes, les acusaron de ser colaboradores de ETA. La Guardia Civil ha acabado diciendo que los encausados eran miembros de ETA «en grado de dirección».
Por cierto, ¿el fiscal general del Estado no tiene nada que decir ni hacer sobre las torturas de los acusados en el caso Egunkaria?
PS: Sabedor de que el argumento roza las turbulentas aguas de las falacias irresponsables, el infame, impúdico y neoliberal The Wall Street Journal ha arremetido sin compasión contra Baltasar Garzón. Es cierto, el New York Times, que no es desde luego la vanguardia del frente democrático y popular, lo ha defendido. No hay por qué tomar partido en estas disyuntivas adversarias. Es cierto. Pero la cuestión, una vez más, es ver, o intentar ver, lo que se ventila detrás de la escena. Y en esta ocasión, la trama parece clara: estamos enjuiciando críticamente -no digo por primera vez, pero sí de forma más masiva-, con neto apoyo de la ciudadanía, la transición monárquica, las leyes de punto final y el carácter criminal del fascismo hispánico y sus prolongaciones.
Notas:
[1] «Entrevista a Martxelo Otamendi». Guillermo Malaina. Público, 15 de abril de 2010, p. 19.
[2] http://www.jornada.unam.mx/
[3] http://www.rebelion.org/
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