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Cronopiando

Cronología de un intolerante vasco a los 50 años

Fuentes: Rebelión

Primero fueron mis padres, tolerantes ellos, que no pudiendo esperar por mi opinión, a los tres días de nacido, decidieron bautizarme católico, apostólico y romano. La tolerancia religiosa desde entónces se empeñó en amenazar mis mejores sueños con el fuego eterno, enseñándome a temer, a mentir y a recelar. Más tarde, la escuela y el […]

Primero fueron mis padres, tolerantes ellos, que no pudiendo esperar por mi opinión, a los tres días de nacido, decidieron bautizarme católico, apostólico y romano. La tolerancia religiosa desde entónces se empeñó en amenazar mis mejores sueños con el fuego eterno, enseñándome a temer, a mentir y a recelar.

Más tarde, la escuela y el maestro intensificaron sus tolerantes enseñanzas instándome a copiar 500 veces en la pizarra que la patria, la de ellos, era única e indivisible; que el monarca, su monarca, era también el mio; y que Dios, su Dios, era el único verdadero.

Ni siquiera pudieron los tolerantes permitirme el pelo largo. Yo jamás pretendí que, por decreto, todo el mundo tuviera que dejarse crecer los cabellos más allá de los hombros. Pensaba que la largura de mi pelo era algo personal, cosa mía, algo que quedaba entre mis cabellos y yo, pero los tolerantes tenían otra idea.

Pasaron los años entre nuevas tolerantes tolerancias hasta que descubrí el amor y, por un momento, me creí libre, libre de ser, de compartir, de amar. Los tolerantes, sin embargo, tenían otra opinión al respecto y a mis sentimientos hubo que adjuntarles una póliza, dos sellos, tres certificados, una licencia, cinco copias y algún que otro permiso y bendición.

Llegó más tarde el desamor, porque también suele venir, pero los tolerantes me indicaron que tal palabra no estaba en el diccionario, no existía. Mi sentido del respeto por la gente y por la vida siempre me hizo ver inaceptable que toda pareja, al año de consumado el matrimonio, tuviera por ley que divorciarse, y por ello me irritaba que, por ley, la tolerante sociedad me obligara a vivir y compartir el desamor todos los días, en un lamentable círculo de apariencias y disimulos.

Fue por el mismo tiempo en que los tolerantes decidieron que uno tenía que aprender a disparar y matar, que uno tenía que interrumpir su vida en un obligatorio servicio militar. Yo tampoco era entonces partidario de que los soldados por vocación, que de todo hay en la viña del Señor, fueran, a la fuerza, obligados a incorporarse a la vida civil, pero ni antes  ni después, a nadie le importó nunca mi opinión.

Quise entónces votar, depositar mi opinión en una urna junto a las opiniones de todos los demás, pero, en ese tiempo, los tolerantes no veían con buenos ojos ni las elecciones ni la democracia.

Después, harto de fraudes y mentiras, cansado de engaños, decidí que jamás depositaría mi confianza en una urna, pero entonces los tolerantes volvieron a corregirme porque votar pasó a ser una obligación.

Resuelto a votar, años depués, quise hacer valer mis decisiones y ejercer el derecho a elegir pero, otra vez, los tolerantes habían resuelto que ni yo tenía derecho al voto, ni eran mis opciones políticas, las mismas que comparten decenas de miles de vascos, merecedoras de ser contadas o tenidas en cuenta.

Y así sigo viviendo desde entónces, numerario de una religón que no es la mía; súbdito de una monarquía que no he aceptado; gobernado por un partido que no he votado; miembro de una alianza atlántica que he rechazado; vecino de un país que no reconozco; ciudadano sin derechos ciudadanos que ni puede elegir ni  ser elegido…y la culpa es mía por ser un intolerante.

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