Desde que las armas tomaron el control de la resistencia pacífica de la revolución siria, no han dejado de sucederse las predicciones desde ambos bandos de la lucha sobre la proximidad del final; cada uno afirmando que este sería a su favor. Dichas predicciones se vienen repitiendo desde hace tres años, pero siempre acaban siendo […]
Desde que las armas tomaron el control de la resistencia pacífica de la revolución siria, no han dejado de sucederse las predicciones desde ambos bandos de la lucha sobre la proximidad del final; cada uno afirmando que este sería a su favor. Dichas predicciones se vienen repitiendo desde hace tres años, pero siempre acaban siendo frustradas, y así seguirá siendo lo más probable, porque la situación en Siria ya no permite un final decisivo, pues ninguna parte tiene un control real sobre la lucha, y el contexto político y militar no se desarrolla a favor de uno u otro.
Las fuerzas islamistas extremistas encabezan el enfrentamiento contra el régimen gracias a su potencial militar, unas fuerzas que se encuentran en la misma situación de bancarrota política que el régimen. Si el horizonte político del régimen no se sitúa más que en el retorno de los sirios a la situación contra la que se levantaron (algo que no puede hacer), el de las fuerzas militares activas sobre el terreno no supera la promesa de un despotismo islámico que no tendrá razón de ser en Siria. Ambos bandos activos e influyentes sobre el terreno se apoyan en su «legitimidad» militar y no política. Ambos apoyan su delgadez política en un fuerte brazo militar, el mismo que ha desterrado y aplastado a los revolucionarios sirios que tenían legitimidad política y que se han desperdigado por el mundo. Las fuerzas con legitimidad política no se reunieron en Siria más que al principio de la revolución, y por eso su revolución tropezó después, a la par que tropezaron los que la portaban.
Más allá de eso, el volumen del capital político exterior que ha sido invertido en esta lucha tampoco permite que termine, aunque se interviniera directamente para apoyar a un bando retrógrado como sucede hoy en Yemen.
Con la evaporación de la energía revolucionaria y la caída del pueblo sirio a un fondo que se ha convertido en el eco de la «continuación de la ola de la primavera árabe» para el resto de pueblos árabes, la lucha siria toma su energía hoy del exterior. Con ello me refiero a los que han seguido en otros Estados o regiones del mundo intentando lograr sus intereses en este país que se ha convertido en un mercado abierto a las políticas de todo Estado que tenga alguna aspiración.
Esto no es nuevo, y era lógico presumirlo con la militarización de la revolución y la entrada de las fuerzas de organizaciones islamistas extremistas en escena. Lo nuevo, no obstante, es llamar revolucionarios a quienes tienen la misma relación con la revolución que los leñadores con la botánica, como dice un amigo inteligentemente. Eso es lo que ha deformado en la realidad y en la conciencia el concepto de revolución, y ha reforzado la extrema y estéril polarización de la sociedad.
Cuando uno observa hoy el cuadro sirio, a la luz de las transformaciones regionales e internacionales, busca un horizonte liberador en que dejar descansar a su optimismo; pero no lo encuentra. Las fuerzas opositoras no islamistas están entre la espada y la pared: el régimen y las fuerzas islamistas extremistas. Algunos ven en Irán una fuerza de liberación, y otros esperan que algo bueno venga del despertar saudí. Lo triste y llamativo es que esta situación es la misma que vimos en Siria en los ochenta del siglo pasado, con el estallido del enfrentamiento entre el régimen sirio y los Hermanos Musulmanes, sin que la realidad política haya registrado ningún progreso de la izquierda o los laicos no despóticos. Siempre han sido incapaces de crear una fuerza independiente y activa, por lo que no tienen otra opción, cuando la lucha se encarniza, que ponerse de parte de uno de la espada o de la pared, ninguna de las cuales valora en absoluto los objetivos políticos liberadores.
En realidad, la polarización de la izquierda siria hacia uno u otro no entra en el mapa de alianzas, pues una alianza exige una capacidad mínima de mantener la propia independencia; en caso contrario, la parte débil de la alianza acaba siendo un apéndice y no un aliado. Así, vemos que el sector de izquierdas sirio que ha elegido, por la razón que sea, ponerse de parte de este u aquel, no puede independizarse o hacer una crítica seria a su «aliado», así como participar en el diseño y delimitación de sus políticas. En consecuencia, cada sector queda a expensas de las políticas de su «aliado» fuerte, sin poder desmarcarse. Esto significa que la política de «alianzas» (que no es más que una mera anexión, repito) anula la independencia de la izquierda, y la responsabiliza de sus actos y políticas del bando con el que han elegido «aliarse», sin conseguir ningún logro político. El único cambio posible, que ya tuvo lugar hace décadas, durante los sucesos de los ochenta del siglo pasado en Siria fue el aumento de teorías que buscaban justificar la «anexión» a la espada o la pared, como si estuviera prohibido que los laicos demócratas sirios formaran una fuerza independiente.
Si la victoria de la revolución en Siria, y en otros países árabes, depende de las fuerzas de la izquierda laica y demócrata, la política de «alianzas» izquierdistas con el régimen o los islamistas supone asesinar a la revolución. Y la pregunta sigue siendo: ¿dónde radican las razones que hacen que la izquierda siria esté siempre dividida y, por tanto, algunos consideren que «la espada» les es más afín que la pared?
Publicado por Traducción por Siria