Una multitud de paraguas naranjas y máscaras blancas se agolpaban bajo el sol el pasado 22 de junio a las puertas de la sede del PSOE, en la calle Ferraz de Madrid. Pancartas que rezaban “Ni víctimas ni esclavas. Nosotras lo decidimos. Tenemos derecho a trabajar” y “Nací libre. Ahora me quitáis ese derecho” dejaban evidencias de que dentro del feminismo existen distintas voces sobre un mismo asunto. Trabajadoras sexuales –como se hacen llamar–, mujeres en situación de prostitución –como las nombran desde los ámbitos abolicionistas–, o putas –como usan algunos coloquialmente–, se manifestaban en contra de la propuesta de ley firmada por el PSOE en el Congreso. Advertían que las medidas que introducirá –entre ellas, el castigo a la clientela y a las personas que se lucran destinando espacios para el ejercicio de la prostitución–, empeorarán sus condiciones de vida y de trabajo, forzándolas a ejercer en ambientes más inseguros y marginales. Los gritos de “¡Sois peores que Franco!”, impactaban contra los muros de la sede de Pedro Sánchez.
La consigna, hiperbólica o realista, objetiva o subjetiva, establecía una comparación entre los socialistas y el dictador Francisco Franco. De aquel PSOE clandestino queda poco; de la huella del franquismo, en cambio, no se puede decir lo mismo. Desde que el dictador obtuvo el poder definitivo, tras el final de la Guerra Civil, la prostitución ha estado presente en su doctrina política. Pero ¿cómo actuó Franco frente la prostitución? ¿Cuál fue su política y doctrina moral respecto al comúnmente llamado empleo más antiguo de la humanidad?
En 1935, mediante la aplicación de las ideas del higienismo social, el gobierno de la II República declaró la prostitución como una forma de vida “no lícita” e “incompatible con la dignidad humana”. Al mismo tiempo, empezaba a aplicar la noción de “delito de contagio venéreo” y aplicaba la reclusión forzada de las mujeres contagiadas. Tras la victoria del ejército sublevado y el ocaso del periodo republicano, el recientemente constituido Estado franquista se dedicó a diseñar mecanismos jurídicos con los que imponer su corpus moral. Quizá sorprenda que este proceso incluyó que la puritana dictadura que conocemos legalizara la prostitución durante más de una década.
Entre 1941 y 1956, la prostitución en España fue legalizada y regulada por el régimen de Franco. Para el Estado franquista, la vida sexual del pueblo era un asunto de primer orden, ya que concebían la impudicia y la actitud pecaminosa como atentados directos contra la patria. Así, como sabemos –y algunas han padecido–, se estableció un fortísimo régimen moral vertebrado por los valores cristianos. Pero, tanto ayer como hoy, las normas de conducta nunca fueron igualmente concebidas para hombres y mujeres. Mientras a ellas se les exigía llegar vírgenes al matrimonio, el único espacio en el que se consentía la sexualidad femenina, ellos debían mostrar vigorosidad y experiencia. Pero ¿cómo iban a ganar experiencia los jóvenes antes de casarse sin mancillar el honor de sus novias? Ahí es donde entraban en juego las chicas consideradas impúdicas, las jóvenes dedicadas al trabajo doméstico y las prostitutas. Puede decirse que la prostitución para el franquismo fue una pieza clave en el orden moral de las familias cristianas. En palabras de un jurista de la época: “La supresión de la prostitución crea un problema sexual mucho mayor que su reglamentación”.
No obstante, no toda la prostitución fue tolerada por el franquismo. La prostitución callejera, la de menores de 23 años –la mayoría de edad femenina estaba establecida en 25– y la llamada “trata de blancas” estaban prohibidas. No había ningún problema en que las mujeres ejercieran en burdeles, de forma invisible, oculta y sometidas a controles policiales constantes. Pero cualquier “manifestación externa de vicio” era duramente reprimida. Así, se decidió que el lugar lícito para el ejercicio de la prostitución debía ser –como es habitual–, en los márgenes.
Ir a burdeles de forma ocasional o con frecuencia era algo común para los hombres de este momento desde edades muy tempranas. Era habitual que en los talleres los capataces recolectaran fondos para llevar al aprendiz a que tuviera su primera experiencia sexual en uno de ellos. El diario La Varguardia estimaba, en 1941, que el número de prostitutas en Madrid superaba las 20.000. Las memorias de un viajero norteamericano dan otra cifra:
“Madrid de por sí, según las estimaciones de los oficiales católicos, cuenta con más de cien mil prostitutas, entre las cuales unas cuarenta mil no tienen cartillas ni reciben ninguna visita médica. Barcelona y Sevilla hormiguean literalmente de mujeres hambrientas que están listas para entregar su cuerpo a cambio de un poco de pan o equivalente”.
El mismo viajero no se avergüenza a la hora de señalar que no ha visto antes a “chicas tan jóvenes y hermosas a precios tan bajos” como en Sevilla. Por su parte, un ciudadano francés narraba lo siguiente acerca de los burdeles barceloneses de la década de los 40: “No son ni rutilantes ni divertidos, como lo eran los nuestros […] No tiene sala para café. Hay que tocar el timbre para entrar, subir al primer piso y sentarse en una sala de espera”.
Aunque existía una forma de prostitución consentida por el régimen, muchas mujeres prefirieron ejercer en la clandestinidad. Ellas fueron uno de los objetivos de la política moralizadora del franquismo. Cuando se encontraba a una de estas prostitutas ejerciendo en el espacio público, era arrestada y sancionada con una multa, que normalmente era conmutada con estancias en la cárcel de quince días, por lo que se las empezó a apodar como “quincenarias”.
No debemos pensar que, porque la estructura social y familiar premiada por el régimen argumentara que necesitara de la prostitución para que los “vigorosos varones descargaran sus instintos sexuales”, concebidos en este momento como irreprimibles; las prostitutas no fueran objeto del paternalismo en el marco de la misericordia cristiana. La Iglesia, Acción Católica y la Sección Femenina de la Falange, en pos de mantener los valores sacros que caracterizaban al régimen, encabezaron campañas con el objetivo de recristianizar y redimir a las que se conocían como “mujeres caídas”.
Encierro para las “mujeres caídas”
Por su parte, el Estado franquista, al que le pareció insuficiente el sistema de quincenas, creó un procedimiento represivo particular para las mujeres reincidentes en delitos relacionados con la prostitución clandestina. Así, un año después de la legalización de la prostitución, se puso en marcha el Patronato de Protección de la Mujer. Aunque el objetivo principal del Patronato fueron las “mujeres caídas”, muchas otras que manifestaron actitudes irreverentes hacia las normas sociales del régimen también pasaron por este sistema represivo. Se trataba de una red de reformatorios y prisiones especiales, destinados a la reeducación moral de las mujeres en los valores del régimen. Cuando una mujer acumulaba varias detenciones por ejercer la prostitución clandestina era llevada a uno de estos centros en los que pasaba de entre seis meses a dos años.
Estos centros, dependientes de la Dirección General de Prisiones, buscaban alejar a las prostitutas del espacio público y segregarlas del resto de presas, por considerarlas una mala influencia. Muchas de ellas llegaban a los reformatorios embarazadas y daban a luz en estos mismos centros, que normalmente estaban a cargo de órdenes religiosas. El pensamiento que orientaba la actuación del Patronato consistía en que el rezo y los trabajos manuales considerados femeninos, como la costura, conseguirían redimir a estas mujeres.
Putas, “mujeres caídas”, “mujeres de vida alegre”, “quincenarias”, trabajadoras sexuales… La prostitución siempre fue una cuestión que captó la atención social, política y moral. Corresponde a otro texto dilucidar el motivo. Virgine Despentes apuntaba que “las prostitutas forman el único proletariado que conmueve a la burguesía”. La cuestión es que ellas nunca formaron parte de lo visible, del foco, de la página clara y blanca de la historia. Y la legislación regulacionista del franquismo no cambió esto. Las prostitutas continuaron siendo objeto de la represión y el enclaustramiento moral de la dictadura. Siguieron habitando el margen, lo ilícito, en el no-lugar.