Tras la muerte del magnate de los casinos, recuperamos este extracto del libro ‘Off the Road’ en el que se detalla la competición entre las autoridades catalanas y madrileñas para hacerse con Eurovegas.
Mientras trataba de localizar a un piloto en la comunidad vallada de Waterfall, leí en mi teléfono una noticia que llegaba desde España. Estaba firmada por mi colega Jaume Aroca, que diseccionaba en su blog Post-Barcelona-shu los desesperados proyectos urbanísticos en boga en la ciudad condal en tiempos de crisis. Aquella noticia me dejó atónito. “Sheldon Adelson, el magnate de los casinos de Las Vegas, se reúne con el presidente de la Generalitat Artur Mas”. El hombre más rico de Las Vegas “visitará los terrenos que el gobierno catalán ha ofrecido para alojar el macrocomplejo de Eurovegas”. Al leer esto, de repente, la guerra contra el terror pasó a un segundo plano en mi jerarquía de noticias bomba. Adelson, de ochenta años de edad y con un patrimonio aproximado de 40.000 millones de dólares, era uno de esos ricachones estadounidenses que se jactaba hasta la saciedad de ser un hombre hecho a sí mismo, si bien, en la construcción de su emporio global, –dos megacasinos en Las Vegas y un enorme complejo del juego en Macao–, colaboraba gran parte de la clase política de Washington y Nevada y no se sabe cuántas tríadas de la mafia china. Antiguo miembro del Partido Demócrata, de acuerdo con sus orígenes de hijo de taxista de un humilde barrio judío de Boston, Adelson había evolucionado políticamente de forma paralela al crecimiento de su patrimonio. Ya era el padrino más poderoso de la dolarocracia estadounidense, en la que, gracias a una reciente sentencia del Tribunal Supremo, una nueva clase de empresarios multimillonarios podía comprar el apoyo de los políticos a golpe de talonario. El emperador del Venetian se había convertido en el principal banquero de los candidatos presidenciales republicanos, dispuesto a gastar lo que hiciese falta para garantizar la presencia en la Casa Blanca de un hombre de ideología ultra e incondicional en el apoyo a Israel. Desde su silla de ruedas, y siempre acompañado por su mujer israelí, Miriam Ochsorn, íntima amiga del primer ministro Benjamín Netanyahu, el magnate se calificaba a sí mismo de filántropo y era un abanderado de las causas que consideraba nobles. Estas incluían la aniquilación de todos los derechos laborales en Estados Unidos, así como la de todos los derechos de ser palestino en Palestina. Otro de sus caballos de batalla era la desregulación de toda actividad empresarial en nombre de la libertad de mercado, con la salvedad, por supuesto, del juego online, que debía ser terminantemente prohibido para impedir que compitiera con sus casinos.
Adelson había aprovechado uno de sus frecuentes viajes a Israel (donde pactaba estrategias con los directores de su periódico, Cirio, y despachaba con los elementos más fanáticos de la colonización de Palestina) para hacer escala en Barcelona. Posteriormente haría lo mismo en Madrid, pues resultaba que se había desatado la madre de todas las batallas entre las dos maltrechas ciudades españolas. Ambas competían por ganarse los favores del magnate, propietario del delirante megacasino y hotel estilo “cinquecento rococó berlusconiano”, The Venetian, en el Strip de Las Vegas. Yo había tenido la oportunidad de visitar el Venetian el día anterior, ya no en busca de pilotos de drones, sino de los famosos gondoleros (vestidos al puro estilo de Veneto, con canopies y camisetas a rayas, pero oriundos de Nueva Jersey o Kansas City) que recorren los canales ersatz del hotel cantando arias de Puccini mientras transportan a los turistas desde una sala de máquinas tragaperras a otra. Era exactamente el tipo de empleo que iba a crearse en las ciudades del “nuevo paradigma económico” español tras el colapso del ladrillo. Eso es al menos lo que debían de pensar los equipos de asesores de los respectivos presidentes de Cataluña y Madrid, Artur Mas y Esperanza Aguirre. El premio para la ciudad que lograra convencer a Adelson sería una inversión de más de 30.000 millones de euros, decenas de rascacielos con hoteles y casinos llenos hasta rebosar con hasta 20.000 tragaperras. Se anunciaba también que se lograría entre 500 y 50.000 puestos de trabajo, en función de quién hubiese encargado el estudio de impacto económico.
Barcelona ofrecía a Adelson y a su empresa, Las Vegas Sands, un terreno estupendo en el Baix Llobregat con vistas al Mediterráneo, grandes ventajas fiscales y, gracias a la participación en el proyecto del reputado chef catalán Ferrer Adrià, la posibilidad de hacer un descanso de las tragaperras para comerte, por ejemplo, un sándwich de pastrami deconstruido con aromas de erizo del Ampurdán. El magnate dio una vuelta por el puerto para contemplar[1] el perfil de Barcelona: las dos torres gemelas en la Villa Olímpica, el imponente hotel W, réplica del edificio vela de Dubai, y el icónico edificio con forma de pepino del arquitecto Jean Nouvel, que pronto iba a ser reconvertido en el Gran Hyatt Barcelona. “¡Pero si eso no es un rascacielos!”, exclamó Adelson antes de esbozar su visión de un nuevo ensanche de la ciudad condal con hoteles casino de sesenta y nueve plantas.
Madrid no podía competir con la dolce vita barcelonesa. Sus terrenos en Valdecarros y Alcorcón recordarían de forma inevitable a Adelson las desoladoras afueras desérticas de Las Vegas, abandonadas y polvorientas tras el gran pinchazo de la burbuja. Pero Esperanza Aguirre, la dama de hierro del Partido Popular, que venía además de ser nombrada amiga de Israel por la embajada del país en España, sabía cómo compensar la falta de ese chic barcelonés. Ofrecería un nuevo marco laboral que permitiría hacer contratos basura al estilo del que tenían muchos estados autodenominados “right to work” (derecho a trabajar, es decir, antisindicales) en el sudoeste estadounidense. Puede que Aguirre no lo supiera, pero, como veremos más adelante, Las Vegas es una de las ciudades más organizadas sindicalmente de Estados Unidos, siendo Adelson la excepción. Así mismo, Madrid ofrecía incentivos fiscales, un recorte drástico del impuesto sobre ganancias del juego y la construcción, si Adelson lo creía oportuno, de una nueva línea de tren de alta velocidad que comunicaría los terrenos con la capital. Se instalarían tres campos de golf en el complejo, obedientemente regados en el secarral de la meseta castellana, al igual que los que enverdecían el desierto de Las Vegas. Sin embargo, ni el Madrid del Partido Popular iba a poder aceptartodos los requisitos que los abogados de Las Vegas Sands habían incluido en la lista que formaba parte de un documento secreto que, más tarde, iba a acabar en mis manos. Exponiéndose a la temible ira de Aguirre, algún valiente funcionario de la Comunidad de Madrid se había atrevido a escribir “inviable” en bolígrafo junto a algunos de los requisitos expuestos en el documento. Estos incluían un permiso para aterrizar los catorce Boeing 747 y Lockheed de la flota privada del magnate en el aeropuerto de Barajas; la revocación de leyes europeas sobre el blanqueo de dinero; y el fin de restricciones sobre la concesión de créditos a jugadores con diagnóstico de ludopatía. Por mucho que quisiera, Aguirre tampoco iba a poder autorizar los junkets, los programas de incentivos basados en jugosas comisiones cuyo uso en el complejo de Adelson en Macao estaba siendo investigado por el departamento anticorrupción del FBI. Pero aunque sabía que no podría complacerle en todo, la presidenta de Madrid estaba dispuesta a usar todos sus encantos y sus exquisitas relaciones con los mismos bancos y constructores que financiaban al PP para crear un régimen especial dentro de Eurovegas que permitiera sortear la ley antitabaco, puesto que el derecho a fumar en los casinos era una condición sine qua non para la inversión de Adelson. Es más, Barcelona no iba a poder cumplir con el deseo de Adelson de construir rascacielos como Dios manda, ya que la ciudad mediterránea iba a limitar la altura de las decenas de hoteles por miedo a que un avión se empotrase en una de ellas, interrumpiendo así una partida de Black Jack. Esperanza, en cambio, garantizaba a Sheldon casinos de dimensiones desde Madrid al cielo, sesenta o setenta plantas, hoteles de dos mil a tres mil habitaciones, cada una –según fantaseaba algún asesor del gobierno madrileño– con derecho a un servicio de habitación que incluyera jamón ibérico pata negra, percebes de Vigo y, siguiendo el modelo impuesto por Adelson en Las Vegas, chicas rusas o latinoamericanas “directas a tu habitación”. Ante esa competencia, ¿Barcelona flexibilizaría su normativa sobre la altura máxima permitida de los edificios? ¿Cedería ante la insistencia de Adelson en plantar palmeras y no pinos mediterráneos a lo largo de la calle principal del nuevo complejo? ¿Se le ofrecería al magnate una estatua en la Plaza Catalunya al estilo Llimona, quizá, librándole en mármol de su silla de ruedas? Todo estaba por ver.
Días después hablé con Jaume por teléfono y me avisó que se había programado un gran casting en Las Vegas para el mes de abril en el que ambas ciudades tenían previsto ampliar su número de irresistibles ofrendas al magnate. Según me contó, volarían al desierto de Nevada sendos equipos de políticos, abogados y economistas de las orgullosas urbes de Barcelona y Madrid para participar en un gran concurso, tipo El aprendiz, solo que con Adelson en el papel de Donald Trump. “¡Pero si es el mundo al revés!”, le comenté horrorizado a Jaume. “¡En Las Vegas son los mafiosos quienes pagan a los políticos!”.
Resultaba aún más chocante lo que me comentaron mis compañeros de la prensa española que se habían desplazado a Las Vegas en abril del 2012 para cubrir el gran concurso español en el desierto de Nevada. Los gobiernos de Madrid y Barcelona, ya iniciada la travesía del desierto postcrisis, se sentían tan desesperados en su búsqueda de alguna fuente de vida económica, que ni tan siquiera pedían dinero al nuevo capo de la mafia de Las Vegas, Míster Adelson. En la nueva España, la fórmula del reparto de sobornos sería algo así como: cuatro dólares para el hotel, tres para el dueño y nada para el gobierno. Es más, los españoles se mostraban mucho menos respetuosos con los derechos laborales que las autoridades de Las Vegas. Cuando los equipos de políticos, altos funcionarios, abogados y arquitectos de las dos ciudades españolas aterrizaron en el desierto, parecían dispuestos a llegar hasta el final en la subasta de ofrendas al magnate. Más que una bajada de pantalones, se trataba de un striptease en barra fija como los que se veían en el Crazy Horse de Rick Rizzola, famoso por contar con unas bailarinas dispuestas a enseñarlo absolutamente todo a cualquiera que insertara un par de billetes verdes en su tanga o escote. El gran concurso, de una rivalidad más intensa que cualquier “clásico” entre el Barcelona y el Real Madrid, se celebró –¿dónde, si no?– bajo los frescos del barroco paint-by-numbers de los techos del Venetian. Al igual que Jeb Bush, Marco Rubio y los otros candidatos republicanos a la presidencia, los líderes de las dos ciudades españolas hicieron cola pacientemente para sus respectivas citas con el magnate. “Venía a ser como una especie de concurso de belleza”, me contó Marc Bassets, mi antiguo compañero de La Vanguardia, que estuvo en Las Vegas aquel fin de semana. “Nosotros esperábamos cerca de los gondoleros y ellos entraron; primero Barcelona, luego Madrid”. En la sala, el panel de jueces que valoraría la calidad del baile erótico que ambas delegaciones estaban dispuestas a dar incluía a Adelson, a su mujer Miriam y a otros miembros de la dirección de Las Vegas Sands. Barcelona arrancó desplegando todos los poderes de seducción de la gran encisadora que es. Si “el Sheldon” no estaba dispuesto a reducir el tamaño de sus torres de cristal, se le ofrecería otro terreno más alejado del aeropuerto. Pero cuando salieron, “los catalanes no parecían muy convencidos”, me explicó Marc. Adelson pedía el número completo y a Barcelona aún le quedaba algo de pudor. A continuación, Madrid efectuó un full monty inmediato delante de Adelson. No habría sindicatos molestos ni convenios colectivos, merced a una legislación laboral ad hoc que el gobierno del PP estaba elaborando. “Los sindicatos caerán como el muro de Berlín”, había prometido Esperanza Aguirre. Por si a Míster Adelson no le bastara con un mercado de trabajo de casino, el equipo madrileño ofreció también generosas desgravaciones fiscales. No habría leyes antitabaco. Habría transporte público, palmeras y restaurantes de chefs estrella que ofrecerían un magnífico cocido madrileño con langostinos picantes, tal y como a Don Sheldon le gustan.
Bassets ya había estado en Las Vegas dos meses antes para entrevistarse con los directivos de la empresa Las Vegas Sands. Mientras hablaban, Adelson irrumpió en la entrevista en su silla de ruedas. “Me dijo que había visto en su bola de cristal una enorme ciudad casino levantada en algún lugar de España”, recordó Marc. Mostrando un admirable atrevimiento periodístico, Bassets le preguntó al magnate que acababa de donar diez millones a Mitt Romney, si haría lo mismo en España. “¡Jamás pondría dinero en la política española!”, respondió indignado el magnate. Lo cierto era que no hacía falta que Adelson sacase la cartera en las reuniones con los políticos de Madrid y Barcelona. El talonario, con firma del contribuyente, lo sacaban ellos.
[1] No me han confirmado lo del yate pero su comentario sobre los rascacielos sí.
Andy Robinson fue corresponsal de La Vanguardia en Nueva York y hoy ejerce como enviado especial en América Latina para este periódico. Su último libro es Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina (Arpa 2020)