Traducido por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.
Hace casi setenta años, durante la Segunda Guerra Mundial, se cometió un crimen atroz en la ciudad de Leningrado. Durante más de mil días, una banda de extremistas llamada el «Ejército Rojo» mantuvo secuestrados a sus millones de habitantes y provocaron las represalias del ejército alemán en el interior de los núcleos poblados. Los alemanes no tuvieron otra alternativa que bombardear a la población e imponer un bloqueo total que causaron la muerte de cientos de miles de personas.
Algún tiempo antes se cometió un crimen similar en Inglaterra. La banda de Churchill se ocultó entre la población de Londres usando malévolamente a millones de ciudadanos como escudos humanos. Los alemanes se vieron obligados a enviar su Luftwaffe, muy a su pesar, y redujeron a ruinas la ciudad. Lo llamaron el Blitz.
Esta es la descripción de lo que aparecería ahora en los libros de historia si los alemanes hubieran ganado la guerra.
¿Absurdo? No más que las descripciones diarias que nuestros medios de comunicación están repitiendo hasta la náusea: los terroristas de Hamás utilizan a los habitantes de Gaza como «rehenes» y explotan a mujeres y niños como «escudos humanos», no nos dejan otra alternativa que llevar a cabo bombardeos masivos en los que, con nuestro profundo pesar, miles de mujeres, niños y hombres desarmados resultan muertos y heridos.
En esta guerra, como en cualquier guerra moderna, la propaganda juega un importante papel. La disparidad de fuerzas entre el ejército israelí -con sus aviones, helicópteros, barcos de guerra, aviones no tripulados, artillería y tanques- y unos pocos miles de combatientes de Hamás con armas ligeras, es de uno a mil, quizás de uno a un millón. En el terreno político la brecha entre ellas es todavía mayor. Pero en la guerra de la propaganda la brecha es casi infinita.
Casi todos los medios de comunicación occidentales repitieron inicialmente la línea de la propaganda israelí. Ignoraron casi totalmente la parte palestina del relato, por no mencionar las manifestaciones del campo israelí de la paz. El razonamiento del gobierno israelí, «el Estado debe defender a sus ciudadanos contra los cohetes Qassam», se aceptó como una verdad absoluta. El punto de vista del otro lado, que los Qassam son una represalia por el asedio que condena al hambre al millón y medio de habitantes de la Franja de Gaza, no se ha mencionado en absoluto.
Sólo cuando empezaron a aparecer las horribles escenas de Gaza en las pantallas de televisión occidentales, empezó a cambiar gradualmente la opinión pública mundial.
Ciertamente, los canales de televisión occidentales e israelíes mostraron sólo una pequeña fracción de los hechos terribles que aparecen 24 horas al día en la cadena árabe Aljazeera, pero la imagen de un niño muerto en brazos de su aterrado padre es más poderosa que mil frases elegantemente construidas por el portavoz del ejército israelí. Y esto es lo que, al fin, es decisivo.
La guerra -cualquier guerra- es el reino de las mentiras. Ya se llame propaganda o guerra psicológica, todo el mundo acepta que es adecuado mentir por un país. Cualquiera que diga la verdad se arriesga a que lo señalen como traidor.
El problema es que la propaganda es lo más convincente para los propios propagandistas. Y después de que uno se convence de que la mentira es la verdad y falsifica la realidad, ya no puede tomar decisiones racionales.
Un ejemplo de este proceso rodea la atrocidad más conmovedora hasta ahora de esta guerra: el bombardeo de la escuela Fakhura, de la ONU, en el campo de refugiados de Jabaliya.
Inmediatamente después de que el ataque se conociera en todo el mundo, el ejército «reveló» que los combatientes de Hamás habían disparado morteros desde los alrededores de la entrada de la escuela. Como prueba entregaron una foto aérea en la que, ciertamente, se mostraban la escuela y los morteros. Pero en poco tiempo el oficial mentiroso tuvo que admitir que la foto tenía más de un año de antigüedad. En resumen: una falsificación.
Más tarde, el mismo oficial mentiroso afirmó que «a nuestros soldados los dispararon desde el interior de la escuela». Apenas pasó un día antes de que el ejército tuviera que admitir ante el personal de la ONU que eso también era una mentira, no había combatientes de Hamás en el interior de la escuela, que estaba llena de refugiados aterrados.
Pero el hecho de admitirlo no cambió nada. Para entonces, el público israelí ya estaba completamente convencido de que «dispararon desde el interior de la escuela», y los presentadores de televisión afirmaban que éste era un simple hecho.
Así ha ocurrido con las demás atrocidades. Cada niño ha sufrido una metamorfosis, cuando muere es un terrorista de Hamás. Cada mezquita bombardeada se convierte instantáneamente en una base de Hamás, cada edificio de apartamentos en un escondite de armas, cada escuela en un puesto de mando terrorista, cada edificio gubernamental en un «símbolo del gobierno de Hamás». Así, el ejército israelí mantiene su pureza como el «ejército más moral del mundo».
La verdad es que las atrocidades son un resultado directo del plan de guerra. Reflejan la personalidad de Ehud Barak, un hombre cuyas acciones y manera de pensar son una clara evidencia de lo que se denomina «enfermedad moral», un trastorno patológico social.
La intención real (aparte de ganar escaños en las próximas elecciones) es acabar con el gobierno de Hamás en la Franja de Gaza. En la imaginación de los planificadores, Hamás es un invasor que ha conquistado el control de un país extranjero. La realidad, por supuesto, es completamente diferente.
El movimiento Hamás ganó la mayoría de los votos en unas elecciones eminentemente democráticas que tuvieron lugar en Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza. Ganó porque los palestinos llegaron a la conclusión de que el planteamiento pacífico de Fatah no había obtenido nada concreto de Israel: ni una congelación de asentamientos, ni la liberación de presos, ni ningún paso significativo hacia el fin de la ocupación y la creación de un Estado palestino. Hamás está profundamente arraigado en la población -no solamente como un movimiento de resistencia que combate al ocupante extranjero, como el Irgun y el Grupo Stern en el pasado- sino también como una entidad política y religiosa que proporciona servicios sociales, educativos y médicos.
Desde el punto de vista de la población, los combatientes de Hamás no son un cuerpo extraño, sino los hijos de las familias de la Franja y otras regiones palestinas. No se «esconden tras la población», sino que a población los ve como sus únicos defensores.
Por lo tanto toda la operación está basada en hipótesis erróneas. Convertir su existencia en un infierno viviente no originará que la población se levante contra Hamás sino que, al contrario, la unirá más a este movimiento y fortalecerá su determinación de no rendirse. La población de Leningrado no se levantó contra Stalin, como tampoco los londinenses se levantaron contra Churchill.
El que dio la orden para semejante guerra con tales métodos en un área densamente poblada sabía que causaría una espantosa masacre de civiles. Aparentemente esto no le afecta. O creyó que «cambiaría sus formas» y «secará su concienciación», de forma que en el futuro no osen resistir ante Israel.
Una prioridad para los planificadores era la necesidad de reducir al mínimo las bajas entre los soldados, sabiendo que el ánimo de una gran parte del público favorable a la guerra cambiaría si llegaban informaciones de tales bajas. Es lo que pasó en la primera y segunda guerras de Líbano.
Esta consideración desempeña un papel especialmente importante porque toda la guerra forma parte de la campaña electoral. Ehud Barak, que ganaba en las encuestas en los primeros días de la guerra, sabia que sus resultados se vendrían abajo si las imágenes de soldados muertos llenaban las pantallas de televisión.
Por lo tanto se ha aplicado una nueva doctrina: evitar pérdidas entre nuestros soldados mediante la total destrucción de cualquier cosa a su paso. Los planificadores estaban dispuestos no sólo a matar a 80 palestinos para salvar a un soldado israelí, como ha sucedido, sino también a 800. Evitar bajas en nuestro lado es el mandamiento supremo, lo que está ocasionando un récord de bajas civiles en el otro lado.
Esto significa la elección consciente de una clase especialmente cruel de guerra; y éste ha sido su talón de Aquiles.
Una persona sin imaginación, como Barak (su lema electoral es: «No un buen tipo, sino un líder») no puede imaginar cómo reaccionará la gente decente de todo el mundo a acciones como la matanza de toda una extensa familia, la destrucción de casas sobre las cabezas de sus moradores, las filas de niños y niñas en blancos sudarios listos para los funerales, las informaciones de personas desangrándose hasta morir durante días porque no se permite que las ambulancias lleguen hasta ellos, las matanzas de médicos y socorristas en su camino para salvar vidas, las de conductores de la ONU transportando alimentos. Las imágenes de los hospitales, con los muertos, los moribundos y los heridos yaciendo juntos en el suelo por falta de espacio, han conmocionado al mundo. Ningún argumento tiene fuerza alguna al lado de la imagen de una niña herida que yace en el suelo retorcida de dolor y gritando: «¡Mamá! ¡Mamá!»
Los planificadores pensaron que podrían detener la emisión de esas imágenes en el mundo mediante el impedimento forzoso de la cobertura informativa. Los periodistas israelíes, para su vergüenza, aceptaron que se conformarían con los informes y las fotografías que les facilitaba el portavoz del ejército, como si fueran verdaderas noticias, mientras ellos mismos permanecían a varias millas de los sucesos. A los periodistas extranjeros tampoco se les permitió, hasta que protestaron y los han llevado a giras rápidas en grupos seleccionados y supervisados. Pero en una guerra moderna, esa estéril visión prefabricada no puede excluir totalmente a las otras; las cámaras están dentro de la Franja, en medio del infierno, y no se pueden controlar. Aljazeera emite las imágenes a todas horas y llegan a todas las casas.
La batalla en las pantallas de televisión es una de las batallas más decisivas de la guerra.
Cientos de millones de árabes desde Mauritania a Iraq, más de mil millones de musulmanes desde Nigeria a Indonesia ven las imágenes y están horrorizados. Esto tiene un fuerte impacto en la guerra. Muchos espectadores ven a los gobernantes de Egipto y Jordania y a la Autoridad Palestina como colaboracionistas de Israel en la comisión de estas atrocidades contra sus hermanos palestinos.
Los servicios de seguridad de los regímenes árabes están detectando un peligroso fermento entre los pueblos; Hosny Mubarak, el líder árabe más expuesto debido a su cierre del paso fronterizo de Rafah en las narices de los aterrorizados refugiados, comenzó a presionar a los que toman decisiones en Washington, que hasta ese momento habían bloqueado todos los llamamientos para un alto el fuego. Éstos comenzaron a entender la amenaza para intereses vitales estadounidenses en el mundo árabe y repentinamente cambiaron de actitud, causando consternación entre los complacientes diplomáticos israelíes.
La gente moralmente enferma realmente no puede entender los motivos de la gente normal y debe adivinar sus reacciones. «¿Cuantas divisiones tiene el Papa?», preguntó Stalin con sorna. «¿Cuantas divisiones tiene la gente de conciencia?» podría perfectamente preguntar Ehud Barak.
Mientras suceda, tienen algo. No numeroso. No de rápida reacción. No muy fuerte ni organizado. Pero en cierto momento, cuando las atrocidades desborden y las masas de manifestantes vayan juntas, es lo que puede decidir una guerra.
El fracaso de entender la naturaleza de Hamás ha causado un fracaso para entender los resultados predecibles. No solamente Israel es incapaz de ganar la guerra, sino que Hamás no puede perderla.
Incluso aunque el ejercito israelí tuviera éxito en matar a todos los combatientes de Hamás hasta el último de sus hombres, incluso así, Hamás vencería. Los combatientes de Hamás aparecerán como ídolos de la nación árabe, los héroes del pueblo palestino, modelos a imitar por toda la juventud del mundo árabe. Cisjordania caería en las manos de Hamas como una fruta madura, Fatah se ahogaría en un mar de desdén, los regimenes árabes estarían amenazados de derribo.
Si la guerra acaba con Hamás todavía en pie, ensangrentado pero invicto frente a la poderosa maquinaria militar israelí, parecerá una fantástica victoria, una victoria de la mente sobre la materia.
Lo que quedará marcado en la conciencia del mundo será la imagen de Israel como un monstruo manchado de sangre, dispuesto a cometer crímenes de guerra en cualquier momento y nunca dispuesto a acatar restricciones morales. Esto tendrá grave consecuencias para nuestro futuro a largo plazo, para nuestra permanencia en el mundo, para nuestra oportunidad de lograr paz y tranquilidad.
Al final, esta guerra también es un crimen contra nosotros mismos, un crimen contra el Estado de Israel.
Original en inglés:
http://zope.gush-shalom.org/