Hace cerca de un año, en un coloquio fértil -y celebrado en Cuba, no en otros lares- oí una ponencia que ahora rozaré levemente. Si quien la presentó, persona joven y de notable inteligencia, solo se hubiera propuesto enaltecer las edificaciones de utilidad pública hechas construir antes de 1959 en Cienfuegos -también pudieran ponerse ejemplos […]
Hace cerca de un año, en un coloquio fértil -y celebrado en Cuba, no en otros lares- oí una ponencia que ahora rozaré levemente. Si quien la presentó, persona joven y de notable inteligencia, solo se hubiera propuesto enaltecer las edificaciones de utilidad pública hechas construir antes de 1959 en Cienfuegos -también pudieran ponerse ejemplos de otras ciudades cubanas- por la alta burguesía local, que tenía los recursos para ello, habría poco o nada que discutir. El valor social, masivo y sin racismo, de tales edificaciones creció con una revolución que triunfó en el año mencionado y las puso verdaderamente en función de intereses nacionales y populares que -¿saldrá sobrando recordarlo?- no caracterizaban a los millonarios, por muy grande que fuera o se considere su filantropía.
Pero la ponencia iba más allá de sostener que aquella burguesía en particular era buena, generosa, aparte de encantadora y democrática: según el texto, a tal punto lo era que integrantes suyos hasta iban a los entierros de sus empleados. En algún momento brotó lo que pudiera tenerse como tesis central: dando por sentado lo antes dicho, el caso de esa urbe mostraba que un hijo suyo, Carlos Rafael Rodríguez, cuyo centenario se cumpliría apenas unos días después del coloquio en el cual se presentó la ponencia, había errado al calificar de conservadora y antinacional a la alta burguesía cubana.
Era difícil que tales criterios pasaran inadvertidos. Entre quienes les salieron al paso estuvo el autor de un texto dedicado poco antes a la recordación de aquel eminente intelectual y político a quien no habrá que perdonar las imprecisiones o errores que hubiera cometido (hasta donde sabemos, no era un dios ni pretendió serlo). Pero más injusto aún sería responsabilizarlo por el hecho de que hoy el marxismo y los ideales comunistas en general no estén de moda en el mundo. Lo más probable es que esta circunstancia figure entre revisiones como la dirigida a su obra en aquel encuentro.
La aludida refutación a la ponencia recordó que entre las grandezas históricas y culturales de las que puede blasonar Egipto, e incluso sacar dividendos de ellas por la vía del turismo, sobresalen las famosas Pirámides. Solo que sería por lo menos tan cuestionable afirmar que los faraones allí sepultados las concibieron con ese fin, como olvidar que ellos ordenaron su construcción, no las hicieron. Con ese trabajo corrieron incontables seres humanos cuyos nombres hoy nadie conoce, y a quienes habitualmente se pasa por alto, aunque muchos de ellos habrán muerto en el esfuerzo hecho para levantar obras que hoy siguen desafiando la imaginación y mereciendo que se les considere maravillas.
Tal vez aquellas personas creían que acataban un mandato divino, o simplemente cumplían el papel que «les tocaba», pero nada echa por tierra esta verdad: fueron brutalmente explotadas, condenadas a trabajar para erigir tumbas que ratificarían como imagen y realidad el poder político y económico, asegurado por la ideología dominante, de monarcas que, de paso, procuraban asegurarse, o hacer ver que se aseguraban, la perpetuidad y el bienestar de su alma, ya fueran ellos el poetizado Tutankamón o cualquier otro.
No hay que retacearles a los burgueses cienfuegueros ni de ningún otro sitio las virtudes personales que tuvieran, ni olvidar que sus «pirámides» -de etiqueta y encanto que constituían evidencia de sus riquezas- se construían con mano de obra explotada, un hecho que no debemos ignorar cuando la explotación de unos seres humanos por otros sigue siendo realidad generalizada en el planeta. Tampoco se necesita ignorar la posible sinceridad de gestos como el de ir a entierros de empleados fieles, para suponer que acciones como esas podían figurar entre los recursos extraeconómicos válidos para ganar la lealtad de los siervos, sobre todo en ciudades relativamente pequeñas, donde resultaba o resulta más factible exhibir relaciones patriarcales de signo feudal.
No insistamos más en una ponencia que no carecía de aciertos en otros órdenes, ni ha de verse como un hecho aislado, sino como expresión de tendencias contemporáneas en las cuales se trenzan marcas diversas: como las del repliegue de las izquierdas y la propensión de representantes suyos a perpetuar códigos de poder nacidos de las desigualdades sociales, y como la euforia de las derechas exitosas, que tienen de su lado aquel repliegue, cuyo significado se refuerza con la extendida resignación que los medios dominantes cultivan con abarcadora eficacia. En ello los auxilia la desprevención de algunos, sin descontar el posible servilismo voluntario de otros, ni ignorar el peso de la realidad.
El culto a los valores del llamado Occidente cristiano -dígase con mayor exactitud: del capitalismo dominante, concentrado en un imperio que explícitamente revalida la guerra entre civilizaciones- lo fomentan los centros de poder con el concurso de sus potentes recursos mediáticos. Procuran que la lucha ideológica parezca demodé, cosa del pasado, mientras ellos mantienen una incesante campaña -enmascarada por imágenes diversas incluso cuando se trata de acciones bélicas genocidas- para que su ideología sea la única o, por lo menos, se acepte con pasividad como si no hubiera otra posible.
El imperio ha impuesto la imagen de una globalización con arreglo a la cual el mundo es una aldea homogénea, a pesar de las abismales diferencias que hay entre unos países y otros, y dentro de cada país, por poderoso que sea. A la vez, difunde la idea de que se ha llegado a una modernidad que representa los valores e intereses imperiales, y a la cual no es razonable, en caso de que sea posible, oponerse.
Ambos extremos o rostros de una misma realidad se apoyan en la colonización cultural, y en las últimas décadas el centro de influencia «académica» se trasladó a los Estados Unidos. Lo que huela a violencia revolucionaria es calificado de terrorismo, y la violencia imperial es un recurso para defender o imponer la democracia, intereses civilizados, aunque los frutos conseguidos sean los que están a la vista en Irak y en Libia, por ejemplo.
Si en tal urdimbre hay textos que cuenten con la propulsión en medios dominantes, no son los que tengan visos de defender ideales comunistas, sino los que se enfilen a devaluarlos. Es algo que se puede hacer, o se hace, a propósito de sucesos identificables con los excesos del llamado estalinismo, y si en medio de eso se puede citar el asesinato de un intelectual y político víctima de la persecución soviética, mejor. Similar rasero se aplica para devaluar realidades como la Segunda República Española, proyecto democrático y fundador derrocado por un bando fascista que durante décadas sumió a España en el terror. Cualquier hecho puede ser sometido a lentes de tal índole, siempre que hacerlo invite a la parálisis social, y refutar esas maniobras puede ser tenido por acto inculto, de muy mal gusto.
La desmovilización de las izquierdas en gran parte del mundo es el mayor aliado que en su afán de perpetuarse puede tener el imperio, cuyo poderío mediático ni remotamente supone la exclusión del uso de la fuerza militar. A las personas honradas podría servirles de brújula, para orientarse en hechos y pensamiento, saber qué defiende el imperio. No coincidir con él no necesariamente garantizará abrazar siempre lo más acertado, pero será una guía para no caer en el bando de los mayores errores y horrores. Parézcalo o no lo parezca, el imperio mete su hocico en todas partes, o tiene quienes lo metan por él.
Si un país conoce esa realidad es Cuba, que lleva más de medio siglo enfrentándola con firmeza, y debe seguir haciéndolo: en primer lugar, para bien de su pueblo, y también porque es objeto de la mirada expectante o inquieta de quienes en el mundo siguen buscando en su resistencia pabilo para la esperanza. Por tanto, debe proponerse, para alcanzarlo, el mayor acierto en sus decisiones de toda índole, y su prensa debe contribuir con eficacia a señalar peligros, vengan del asedio enemigo o de errores propios.
Los planes enemigos incluyen sembrar confusiones y cizaña. Recientemente un despacho aparecido en un sitio digital contrarrevolucionario anunció que el águila yanqui volverá al monumento que frente al Malecón de La Habana recuerda a las víctimas del hundimiento del acorazado Maine. El mismo sitio, que afirma haber recibido la supuesta información de cubanos bien enterados sobre el programa de restauración constructiva de la capital del país, sostiene -como dando voz a presuntos estados de opinión- que unos reaccionan ante la noticia «con sorpresa y otros con la esperanza de que Cuba vuelva a la normalidad».
Así, según la nota, se rectificaría un «disparate»: el cometido en mayo de 1961, días después de la victoria del pueblo cubano sobre mercenarios del imperio en Playa Girón, dato que el texto pasa por alto, al derribar «el águila norteamericana» que coronaba el monumento, y -añade el texto- «los bustos de Leonard Wood, William Mc Kinley y Theodore Roosevelt».
Llama la atención que, al reclamar la vuelta a su estado original, no se mencionen las más de doscientas cincuenta víctimas del hundimiento del Maine, en cuya memoria se inauguró el monumento en 1925, como expresa una de las dos tarjas centrales, que se conservan hoy. Reclaman, aunque no sabemos que formaran parte del monumento -no aparecen en fotos ni se mencionan en textos consultados anteriores a mayo de 1961, ni los recuerdan personas que lo conocieron antes de esa fecha-, la restitución de los bustos de tres representantes conspicuos del imperio directamente vinculados, dos de ellos, con la intervención en la guerra que los patriotas cubanos libraban contra el colonialismo español, y, el tercero, con la instauración en Cuba de una república maniatada por la Enmienda Platt, contexto en el cual se construyó el monumento, y que algunos quisieran restablecer junto con el águila.
Los contrarrevolucionarios dejan ver su orientación: «Si los Estados Unidos se hubieran apoderado de Cuba, algo que fácilmente habrían logrado al finalizar la guerra de independencia», los cubanos no sufrirían «una dictadura militar de más de medio siglo, ni el país estuviera destruido». Anexionistas -y autonomistas- de hoy son continuadores de aquellos a quienes José Martí repudió a lo largo de su vida, como ratificó en carta a Manuel Mercado el día antes de caer en combate para frenar los planes de los Estados Unidos desatados con su intervención militar de 1898, que frustró la independencia de Cuba.
Según investigaciones -alguna de ellas hecha incluso en la Cuba revolucionaria- el hundimiento del Maine, suceso utilizado como pretexto por los gobernantes de los Estados Unidos para desatar la intervención que Martí quiso impedir, no fue el resultado de una operación española ni de un autoatentado de los Estados Unidos, sino de un accidente. Ahora bien, cualquiera que haya sido la causa del desastre, los marinos estadounidenses muertos en él fueron víctimas físicas de la explosión, y víctimas morales del imperio que usó su muerte como pretexto para consumar sus planes injerencistas. El siglo XX traería nuevas evidencias de cómo actúa ese imperio: ahí están los sucesos de Pearl Harbor; y el XXI casi se estrenó con el derribo de las Torres Gemelas, que aún genera graves sospechas.
A diferencia de otras, la Revolución Cubana no se caracterizó precisamente por la iconoclasia que en otros lares derribó monumentos. Para la vocación independentista del pueblo cubano, derribar de aquel monumento el águila imperial -no la tarja que recuerda a las víctimas del hundimiento del barco, ni la que cita la Resolución en que el gobierno de los Estados Unidos supuestamente se comprometía a reconocer la plena independencia de Cuba- era un acto más legítimo que perpetuar aquella insignia. No hay por qué restablecerla para obedecer un sentido acrítico de la restauración urbana, y menos aún por aceptación de una «normalidad» que negaría la historia revolucionaria del pueblo cubano y de su lucha, pasada y presente, y futura en un plazo que se prevé largo, contra el imperio encarnado en fuerzas que Martí calificó de ultraaguilistas.
El monumento sería fiel a la historia, y a la voluntad del pueblo cubano si en vez de restituir el águila imperial se añade adecuadamente una placa en la cual se informe sobre su derribo, y se expliquen, para quienes no las conozcan, las razones. Incluso, dado que no llegó a hacerse realidad la ilusión de que su lugar lo ocupase una paloma de la paz, obra de Picasso, tal vez lo más acertado sería poner al pie del monumento, como símbolo de rotundo rechazo al imperio, la que se derribó en 1961, esté como esté.
Un proverbio latino en el que se valora ese animal, genéricamente, como símbolo de grandeza, sostiene: «águila no caza moscas». Pero la imperial, que representa la voracidad ajena a toda norma ética, caza cuanto convenga a sus intereses. La dificultad para ello, en este caso, no radica en el instinto de la voraz ave, sino en que Cuba no es un insecto.