Hace unos días leía una noticia de El País que comenzaba de esta manera: «El creciente -y por ahora imparable- calentamiento global supone una amenaza ecológica». No habría nada que objetar a esta advertencia ominosa si no fuese porque el periodista añadía enseguida: «Pero (es) también una oportunidad de negocio». ¿Un negocio la carrera hacia […]
Hace unos días leía una noticia de El País que comenzaba de esta manera: «El creciente -y por ahora imparable- calentamiento global supone una amenaza ecológica». No habría nada que objetar a esta advertencia ominosa si no fuese porque el periodista añadía enseguida: «Pero (es) también una oportunidad de negocio». ¿Un negocio la carrera hacia el apocalipsis? Así es: «muchas empresas», dice el texto, «mutan para tratar de encarar la subida de las temperaturas. Las farmacéuticas investigan sobre enfermedades tropicales; las empresas de moda cambian sus colecciones y los colores de sus vestidos; las vinícolas buscan tierras más altas para plantar las vides y las compañías de seguros subirán las tarifas ante el previsible aluvión de catástrofes e incendios». El titular de la noticia declara: «Las empresas mutan por el cambio climático». Y la entradilla del encabezamiento aventura una fórmula de este tenor: «Las farmacéuticas, la moda y las compañías de seguros se adaptan a las nuevas temperaturas».
Es difícil ignorar la liviandad nihilista de esta pieza que, en realidad, describe muy bien la realidad. El capitalismo, máximo responsable de la erosión radical de nuestras condiciones de vida, busca y encuentra en el temblor del aire «nichos de mercado» muy alegres desde los que salvar a corto plazo sus beneficios mientras socava aún más las condiciones de nuestra supervivencia como especie. El periodista, como vemos, traslada a la actividad empresarial la terminología evolucionista («adaptación», «mutación»), en una expresión obscena de «darwinismo social»: el cálculo, la inteligencia, la riqueza, la fuerza, el poder -se sobreentiende- siempre hallan el modo de sobrevivir en las situaciones más adversas. El problema es que el «darwinismo social» siempre fue falso e injusto; mucho más ahora que su defensa es incompatible, más allá de la igualdad y la democracia, con los límites mismos del planeta y la supervivencia de la humanidad. «Adaptarse» al cambio climático para producir vino en Islandia es como «adaptarse» -en una postura cómoda- al asiento del avión que se precipita, con el motor averiado, al vacío.
El «darwinismo empresarial» no sólo no prueba sino que contradice radicalmente el darwinismo biológico. No hay ningún paso posible del uno al otro. Darwin nunca sostuvo que la selección natural seleccionase a lo más listos o a los más hijos de puta; la selección natural se limita, en efecto, a seleccionar a «los más aptos». ¿Qué quiere decir eso? Pondré un ejemplo casi «tendencioso». El neuropsicólogo inglés Nicholas Humphrey, especialista en nuestros primos primates, nos habla de una raza de simios entre cuyos miembros solo algunos, los más inteligentes, son capaces de abrir unas nueces particularmente duras y resistentes. Esos monos privilegiados manejan las manos -sede física de las ventajas neuronales- con una destreza inigualable que probablemente sus congéneres, mientras los ven maniobrar con éxito, envidian desde lejos. Aunque solo durante ese minuto de gloria. Porque hay un problema: resulta que esas nueces son venenosas; y precisamente los más listos y hábiles, a causa de su habilidad misma, perecen sin remedio mientras que los más «vagos» y «tontos» sobreviven.
Así ha sido la historia de la vida en nuestro planeta. El tamaño y la fuerza de los dinosaurios, que los convertían en dueños absolutos de la Tierra en el Jurásico, los hizo mortalmente frágiles durante la extinción cretácica. Por lo demás, ninguna criatura viva demuestra mayor capacidad de adaptación y mutación que las bacterias, las únicas que sobrevivirán a la superior «inteligencia» de los humanos. Me gusta la historia de esa bacteria -citada por Christopher Potter- que vive a mil metros bajo tierra, digiriendo lentamente, sin ayuda de oxígeno, la materia orgánica y dividiéndose una vez cada mil años: «es», dice, Potter, «la existencia más relajada del planeta».
El caso de los simios de Humphrey es ejemplar y puede trasladarse, en sentido contrario, al «darwinismo empresarial» de la nihilista supervivencia capitalista, pues es la «inteligencia» de los humanos -más de unos que de otros, desde luego- la que está poniendo en peligro la continuidad de la especie. Parafraseando al lúcido y agorero Jorge Riechmann, el capitalismo -expresión colosal de la máxima riqueza, fuerza, poder y cálculo- se «adaptará» de tal modo a las condiciones apocalípticas que él mismo ha generado que morirá, en plena aceleración, al mismo tiempo que sus beneficiarios y sus víctimas.
Ni los más tontos sobreviviremos. Pues no somos lo bastante tontos como para no morder también -adanes del fin del mundo- las nueces venenosas de la «inteligencia». El árbol del principio estaba prohibido; el árbol del final se nos ofrece, al contrario, obligatorio y apetitoso en la lámpara deslumbrante de la publicidad. Seguiremos abriendo nueces, alegres y diestros, hasta el apagón final.
Fuente: https://www.ara.cat/es/opinion/Santiago-Alba-Rico-Darwin-nueces-venenosas_0_2259974158.html
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