Miguel Alfonso Martínez murió el pasado día 1 de febrero, fue un ser extraordinario, pero eso, para quienes no le conocieron, no dice gran cosa, y para aquellos que le conocimos apenas es un adjetivo aplicable a muchos otros revolucionarios cubanos de su generación. Su curriculum profesional es un pálido retrato del compromiso que asumió […]
Miguel Alfonso Martínez murió el pasado día 1 de febrero, fue un ser extraordinario, pero eso, para quienes no le conocieron, no dice gran cosa, y para aquellos que le conocimos apenas es un adjetivo aplicable a muchos otros revolucionarios cubanos de su generación. Su curriculum profesional es un pálido retrato del compromiso que asumió con su país desde el triunfo de la revolución y no recoge su perfil humano alejado del oficialismo de la diplomacia.
Ese otro curriculum, el que cuenta de su humanidad, su espíritu combativo, su generosidad con los amigos, su disposición permanente a hacer suyas las causas de los pueblos, está todavía por escribir, no podía ser de otra forma para un hombre que tuvo que bregar en la arena internacional como vocero de la Cancillería cubana (entre 1994 y 1997), que se especializó, como jurista, en Derechos Humanos y representó al Gobierno de Cuba en comisiones, encuentros y conferencias internacionales dentro del marco del sistema de Naciones Unidas. En ese contexto de la diplomacia queda poco espacio para que brillen las cualidades más humanas, las más próximas al espíritu de los pueblos: la ternura, la capacidad para la sorpresa y la indignación ante el sufrimiento ajeno. Pero para una persona como Miguel, que hizo suyos, los valores de la revolución cubana, que supo traducirlos a hechos políticos concretos en el campo de batalla que le asignó su país, defender a Cuba no podía ser sino defender la causa de la justicia para los pueblos, incluso en ese terreno tan hostil y complejo. Siempre pensó que había que dar la batalla en los Organismos Internacionales porque todavía hoy, decía, era posible ponerle freno al imperio, y porque no se debía dejar ningún espacio de lucha.
A pesar de sus funciones de diplomático, o precisamente por ser un diplomático cubano, nunca desatendió el contacto directo con los movimientos de solidaridad. Así le conocimos en España explicando, informándonos, haciéndonos entender, desde la teoría del derecho internacional -campo en el que era una eminencia-, y desde el posicionamiento ético, cuál era el papel de Cuba en los organismos internacionales, cómo funcionaban éstos, cual era el margen de maniobra. Participó en encuentros de solidaridad, conferencias, talleres de debate sobre los más dispares temas: sobre la democracia, los derechos humanos, los movimientos sociales…. Amaba profundamente nuestro país, no por supuesto su clase política, sino a las gentes, los lugares, la historia revolucionaria truncada. Los recuerdos de su niñez empapados de las costumbres de la península se mezclaban a menudo con una curiosidad insaciable por conocer sobre los usos lingüísticos, lo que de español había en lo cubano y a la inversa. También indagaba con pasión sobre los acontecimientos políticos de nuestro país, nacionales y locales. No es que estuviera mal informado y buscara en nosotros cubrir esta carencia, todo lo contrario, era un lector voraz de la prensa internacional, políglota y culto hasta el extremo su interés se centraba en conocer nuestra interpretación de los hechos, nuestros análisis. Era un gran orador pero también sabía escuchar.
Miguel era realista, lo que no está reñido con el espíritu utópico que debe impulsar la acción política. Gran conocedor de Naciones Unidas y del laberinto jurídico con el que, a menudo, se trata de acallar a los pueblos, nunca renunció a su deber de dar voz a través de la representación de su país, a los pueblos silenciados, así, aceptó formar parte de Comisiones de Naciones Unidas para la defensa de los derechos humanos de los pueblos indígenas, y nunca rechazó la petición de asesoría hacia diplomáticos de otros países con menor experiencia y formación.
Miguel pasaba a menudo por Madrid de camino a Ginebra o de Camino a La Habana. Nunca podremos olvidar las tertulias nocturnas poniéndonos al día de los avatares de la Comunidad Internacional ni la inyección de optimismo y dignidad con la que nos dejaba. Tampoco podremos olvidar la sonrisa con la que por las mañanas nos pedía chocolate con churros para desayunar porque, más allá del gusto culinario, había que conservar las buenas costumbres.
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Para un breve resumen de su trayectoria profesional ver: http://www.granma.cubaweb.cu/2010/02/02/nacional/artic04.html
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa de la autora, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.