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De Damasco a Gaza, la doctrina de dominación de Israel tiene un defecto fatal

Fuentes: Voces del Mundo

El último ataque de Israel contra Damasco no fue un ataque aéreo aislado. Fue una doctrina en acción.

El miércoles pasado [16 de julio de 2025] aviones de combate atacaron el Ministerio de Defensa sirio, el cuartel general del ejército y las inmediaciones del palacio presidencial. No cerca del frente ni de la frontera, sino en el corazón simbólico y soberano de la capital siria.

La excusa era endeble: un supuesto esfuerzo por proteger a la minoría drusa de Siria. Pero nadie debería dejarse engañar. No se trataba de protección. Se trataba de una demostración de poder y arrogancia.

No se trataba de los drusos, que son árabes sirios y forman parte del tejido nacional de Siria, sino de imponer una doctrina israelí de fragmentación regional que se remonta a mucho tiempo atrás, una doctrina que se extiende desde los escombros ensangrentados de Gaza hasta los ministerios bombardeados de Damasco y la desestabilización de naciones enteras más allá de sus fronteras.

Israel, que ha asesinado a más de 60.000 palestinos -la mayoría de ellos mujeres y niños- en Gaza, ha herido a más de 130.000 y ha destruido casi el 80% de los edificios del territorio, no puede ahora hacerse pasar por protector de las minorías.

Un Estado que está construyendo lo que se está convirtiendo rápidamente en el mayor campo de concentración al aire libre del mundo, que utiliza el hambre como arma, que comete diariamente apartheid en la Cisjordania ocupada y que consagra la discriminación en su Ley Fundamental, no puede pretender tener ninguna autoridad moral.

No la tiene. Y menos aun cuando se trata de fingir preocupación por los drusos de Siria, cuyo destino explota para enmascarar intenciones mucho más siniestras.

Un acto de humillación televisado

La elección del objetivo no fue estratégica. Fue simbólica.

La plaza de los Omeyas no es solo un cruce de calles, es el alma de Damasco. Es un monumento al orgullo sirio y a la dignidad árabe. Alberga la espada damascena y se hace eco del legado del califato omeya, que en su día se extendió desde los Pirineos hasta las estepas de Asia Central. Fue en esta misma plaza donde los sirios, hace solo ocho meses, celebraron el fin de seis décadas de dictadura.

Y fue allí, en medio de una jornada laboral, donde Israel atacó, sabiendo que la plaza está rodeada de cadenas de televisión internacionales y árabes, y que las imágenes se repetirían sin cesar en los canales por satélite y en las redes sociales.

No se trató solo de un bombardeo. Fue un acto de humillación televisado. El ministro de Defensa israelí, Israel Katz, lo dejó claro cuando compartió con orgullo un vídeo en el que se veía a una presentadora siria aterrorizada abandonando su puesto en directo mientras el Ministerio de Defensa ardía al fondo.

Fue un espectáculo diseñado para conmocionar a los sirios y atemorizar a los árabes.

Este ataque no solo fue ilegal e inmoral, sino que fue un paso más en una estrategia a largo plazo -una doctrina- que tiene como objetivo imponer la hegemonía israelí en una región fragmentada, debilitada y dividida.

No es nueva ni fruto de reacción alguna. Es un pilar de la estrategia israelí, aplicada a lo largo de décadas, gobiernos, fronteras y guerras. Desde la revolución en Siria y la caída del régimen de Asad, Israel ha llevado a cabo más ataques contra Siria que en todas las décadas anteriores juntas.

Ha destruido sistemáticamente la infraestructura militar, ha lanzado cientos de incursiones y ha profundizado su ocupación de terrenos estratégicos, incluidas cordilleras vitales en el sur de Siria.

Sus ataques aéreos se han convertido en algo rutinario, incluso banal, con el objetivo de normalizar las violaciones, borrar la soberanía y desmantelar la posición regional de Siria.

Pero esto va más allá de las acciones: es una mentalidad, una mentalidad que los líderes israelíes han expresado cada vez con mayor claridad. Gideon Saar, ministro de Asuntos Exteriores israelí, declaró solo un día después de la huida de Asad: «La idea de una Siria soberana única es poco realista».

El profesor militar israelí Rami Simani fue aún más lejos: «Siria es un Estado artificial […]. Israel debe hacer desaparecer a Siria. En su lugar habrá cinco cantones».

Y en una declaración de intenciones inequívoca, el ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, proclamó: «Los combates no terminarán hasta que cientos de miles de gazatíes se vayan… y Siria sea dividida».

No se trata de retórica, es una política. Y se está aplicando.

Socavar la unidad árabe

Las raíces de esta estrategia se remontan a más de siete décadas, a la llamada Doctrina de la Periferia, elaborada por David Ben-Gurión y Eliahu Sassoon en los primeros años de la existencia de Israel.

Su lógica era simple y despiadada: dado que Israel no podía integrarse en el mundo árabe, lo rodearía, forjando alianzas con potencias no árabes (Turquía, Irán, Etiopía) y explotando las divisiones internas de los Estados árabes mediante el empoderamiento de las minorías étnicas y religiosas.

Su objetivo era triple: forjar alianzas con Estados no árabes alineados con Occidente; socavar la unidad árabe alimentando la fragmentación desde dentro; y contrarrestar la oposición colectiva árabe a Israel.

Esta estrategia ayudó a Israel a sobrevivir y prosperar en sus primeros años. Pero nunca fue defensiva. Siempre fue expansionista. El propio Ben-Gurión lo dijo: «Nuestro objetivo es aplastar el Líbano, Transjordania y Siria… Luego bombardeamos y avanzamos y tomamos Port Said, Alejandría y el Sinaí». Y añadió: «Tenemos que crear un Estado dinámico, orientado hacia la expansión». Y volvió a insistir: «No existe tal cosa como un acuerdo definitivo… ni en lo que respecta al régimen, ni en lo que respecta a las fronteras, ni en lo que respecta a los acuerdos internacionales».

En otra ocasión, fue aún más directo: «Los límites de las aspiraciones sionistas son asunto del pueblo judío y ningún factor externo podrá limitarlos».

No se trataba de meras reflexiones ociosas. Eran principios fundamentales. Y siguen animando la política israelí en la actualidad.

A medida que cambiaba la dinámica regional, también lo hacían los objetivos de Israel. Egipto firmó la paz. El sha de Irán cayó. Turquía se acercó a los palestinos. La doctrina tuvo que evolucionar.

Pero el objetivo principal, la fragmentación, se mantuvo constante. Israel ha aplicado la fórmula en el Líbano, en Iraq, en Sudán. Sin embargo, Siria sigue siendo la joya de la corona de esta estrategia.

¿Por qué? Porque Siria es el Estado árabe más poblado que limita con Palestina y los sirios no ven Palestina como una causa extranjera, sino como parte de su propio territorio histórico, geográfico y espiritual. Además, Bilad al-Sham es más que geografía: es una memoria compartida y, sencillamente, porque Israel ocupa territorio sirio.

Esta es la razón por la que Israel se ha pasado la última década cultivando relaciones con las comunidades kurda y drusa, preparándose para utilizarlas como palancas en una futura fragmentación. Y ahora, con la desaparición de Asad, ese futuro está aquí.

Un error de cálculo fatal

Pero Siria ya no es el punto final. Es solo el punto medio.

Las ambiciones de Israel se extienden ahora más profundamente hacia la «periferia» de la región, con Irán y Pakistán firmemente en su punto de mira.

Durante la reciente guerra contra Irán, voces israelíes -en particular las vinculadas al Jerusalem Post y a los think tanks neoconservadores- pidieron abiertamente la partición del país. Un editorial instaba a Trump a: «Aceptar el cambio de régimen […]. Forjar una coalición en Oriente Medio para la partición de Irán[…]. Ofrecer garantías de seguridad a las regiones suníes, kurdas y baluchis dispuestas a separarse».

La Fundación para la Defensa de las Democracias argumentó que la composición multiétnica de Irán debería tratarse como una vulnerabilidad estratégica que hay que explotar.

Incluso Pakistán forma parte ahora de esta visión. Las voces afiliadas a Israel hablan de remodelar la región «desde Pakistán hasta Marruecos».

Los Acuerdos de Abraham, lejos de ser acuerdos de paz, son instrumentos para normalizar esta ambición, posicionando a Israel como el centro económico, de seguridad y tecnológico de la región.

Los altos cargos israelíes se han vuelto cada vez más abiertos al respecto. Smotrich esbozó una visión de Israel en el centro de un nuevo orden regional -en la práctica, un imperio protectorado- y dejó claro que los Estados árabes «tienen que pagar» a Israel por su papel de protegerlos de amenazas como Irán y Hamás.

El mensaje implícito es inequívoco: Israel proporciona la violencia y los vecinos pagan el tributo. No se trata de una asociación, sino de dominación disfrazada de diplomacia.

Steven Witkoff, enviado del presidente estadounidense Donald Trump para Oriente Medio, lo expresó de forma más suave: «Si todos estos países trabajaran juntos, podrían ser más grandes que Europa[…]. Están en la inteligencia artificial, la robótica, el blockchain[…]. Allí todos son empresarios».

Esto no es integración, es anexión: de economías, de política, de soberanía. Es un plan para crear un bloque liderado por Israel que pase por alto a Europa y desafíe a los centros de poder mundiales.

Pero aquí radica el fatal error de cálculo de Israel: cuanto más se expande, más enemigos se crea. Empieza buscando alianzas en la periferia y termina convirtiendo a la periferia en un enemigo existencial.

Irán, Turquía, Pakistán, que antes eran rivales lejanos, ahora ven a Israel no como una molestia, sino como una amenaza directa.

En todo el mundo árabe el genocidio de Israel en Gaza, su profanación de Damasco, sus ataques a Beirut, Saná y Teherán han unificado los corazones como ninguna cumbre podría haberlo hecho.

Cuanto más actúa Israel como un imperio regional, más empieza la región a verlo como un imperio colonial.

Y los imperios coloniales, como nos recuerda la historia, no duran para siempre. Lo que ahora se percibe como fragmentación podría convertirse en unificación: de resentimiento, de una comprensión compartida de que la verdadera amenaza no es Irán ni Siria, ni siquiera el islam político.

Es la doctrina de la dominación en sí misma. Y esa doctrina, a diferencia de los misiles que Israel lanza hoy, no quedará sin respuesta.

El futuro con el que sueña Israel, un futuro de dominio y sumisión, no es el futuro que la región permitirá. Porque los pueblos de esta región ya han pasado por esto antes. Han sobrevivido a imperios. Han enterrado a cruzados, colonialistas y tiranos. Y han aprendido que la única doctrina que vale la pena seguir es aquella que los une, no la que los divide.

Israel puede redibujar mapas, explotar a las minorías, atacar capitales y matar de hambre a los niños, pero no puede bombardear su camino hacia la permanencia. No puede silenciar una región para siempre. No puede construir su futuro sobre las ruinas de otros, porque esas ruinas recuerdan.

Y la memoria, en esta tierra, no es una herida.

Es un arma.

Soumaya Ghannoushi es una escritora británica de origen tunecino y experta en política de Oriente Medio. Sus trabajos periodísticos han aparecido en The Guardian, The Independent, Corriere della Sera, aljazeera.net y Al Quds. Pueden encontrar una selección de sus escritos: soumayaghannoushi.com y X: @SMGhannoushi

Texto en inglés: Middle East Eye, Traducido por Sinfo Fernández.

Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2025/07/21/de-damasco-a-gaza-la-doctrina-de-dominacion-de-israel-tiene-un-defecto-fatal/