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De espaldas a los pobres: la política social del tripartito catalán

Fuentes: Nou Treball

Desde principios de los años 90 las políticas neoliberales se han cebado con los colectivos más débiles y la pobreza, la precariedad y la exclusión no han cesado de crecer. El gasto social en relación el PIB se ha mantenido congelado todos estos años y así seguirá en el 2006, de acuerdo con los anteproyectos […]

Desde principios de los años 90 las políticas neoliberales se han cebado con los colectivos más débiles y la pobreza, la precariedad y la exclusión no han cesado de crecer. El gasto social en relación el PIB se ha mantenido congelado todos estos años y así seguirá en el 2006, de acuerdo con los anteproyectos de presupuestos del gobierno del estado español y de la Generalitat de Catalunya. La política social se ha abandonado y las principales actuaciones de los gobiernos en este terreno consisten en una descarada desviación de recursos sociales hacia las clases medias. Frente a los que piensan que la pobreza es como la rotación de la tierra, algo inevitable y natural, una gran mayoría de estudios en todo el mundo coinciden en señalar que las diferencias entre países están fuertemente determinadas por sus diferentes políticas sociales. En las últimas décadas el sistema de seguridad social ha venido incorporando diversos sistemas de protección: prestaciones no contributivas, ay udas asistenciales, subsidios de paro, compensaciones por hijos a cargo y rentas mínimas de inserción. Ninguno de estos esquemas, que ofrecen sin excepción cantidades ridículas, ha tenido el menor éxito o ha llegado a la mayoría de la población situada por debajo del umbral de pobreza.

La clase trabajadora, tanto en el estado español como en Cataluña, constituye en torno al 65% de la población. El resto está integrado por clases medias asalariadas (funcionarios, técnicos medios o altos y directivos), clases medias propietarias (pequeños empresarios y profesionales liberales consolidados) y clases altas (no más de un 2% de la población). La clase trabajadora se estructura en tres niveles. El primer nivel agrupa a la aristocracia del trabajo: funcionarios del sector público y empleados o autónomos asentados del sector privado. El segundo nivel se nutre de la gran masa de precarios, compuesta por empleados y autónomos sin derechos laborales en las esferas pública y privada. Un 30% de la clase trabajadora está empleada en condiciones de precariedad y contratación temporal. Es ya poco útil distinguir entre contratos fijos y temporales, porque el desmontaje de las conquistas laborales de los siglos XIX y XX ha igualado en precariedad a ambas modalidades contractu ales. La mitad de los pobres realiza algún tipo de trabajo remunerado que no permite escapar de la pobreza, aún sumando las prestaciones sociales que puedan percibir. Actualmente el proceso de precarización ha entrado en una nueva fase: la precarización de la precarización, que genera un lumpen masivo que se hacina en las periferias urbanas y explota periódicamente, como en la reciente revuelta de los suburbios franceses.

El tercer nivel es el de los marginados, desempleados, incapacitados e inmigrantes. Si consideramos como umbral de pobreza el 60% de la renta media, un 20% de la población es pobre, tanto en España como en Cataluña, un 5% más que hace una década. Esto significa que una de cada cinco personas en el estado español vive con menos de 400 euros mensuales. El porcentaje de pobreza se dispara en algunos colectivos: un tercio de las personas mayores de 65 años, inválidas o paradas son pobres, así como la mitad de la población inmigrante, que supone el 10% de la población pobre total (una cifra similar a la de los universitarios pobres). Uno de cada diez catalanes no encuentra trabajo y cuatro de cada diez de esos parados lo están desde hace más de un año. La población inmigrante de derecho en Cataluña asciende a medio millón de personas. La mitad como mínimo es pobre. Sumen a esta cifra varios cientos de miles de ilegales, la practica totalidad de ellos pobres de solemnidad.

Entre el segundo y el tercer nivel de la clase trabajadora existe una gran permeabilidad. El primer nivel se encuentra, junto a sus sindicatos y partidos tradicionales, totalmente desconectado de los otros dos. La visión despreciativa del lumpen del marxismo vulgar, del que procede buena parte de los socios del tripartito, se enfrenta con contradicciones insolubles cuando la precarización de la precarización genera una lumpenización masiva. La izquierda sigue fijada en la noción de clase elegida, el trabajador antes industrial y ahora estable y asentado. En la medida en que la mayoría la clase trabajadora se torna precaria, las organizaciones de izquierda y los sindicatos tradicionales son incapaces de adaptar sus actitudes y estructuras a la nueva situación y su incidencia y representación entre el proletariado del siglo XXI resultan nulas. La combinación de su profunda integración en las instituciones liberales y la repulsión que les producen las clases más bajas condena a los segmentos pobres de la población. Muy pocos les defienden efectivamente en las instituciones. No es extraño que en las periferias francesas sean los grupos fundamentalistas los únicos que crezcan, porque se comportan de forma parecida a las organizaciones de izquierda en el siglo XIX: abordan sus necesidades básicas de comida, vivienda y comunidad. Con manifiestos y declaraciones públicas no basta. En cierta forma el cristianismo militante de Chavez o el indigenismo de los zapatistas y el MAS boliviano se dirige también a esas capas más bajas -pero mayoritarias- que el izquierdismo occidental de salón desprecia y es incapaz de tratar.

En el presupuesto de 2005 de la Generalitat de Catalunya, el porcentaje de gasto del departamento de Bienestar y Familia ascendió a 1.168 millones de euros, el 5% del presupuesto total, aproximadamente la mitad de la fortuna personal de Jesús de Polanco. La consejera Anna Simó espera que se incremente en un 13% en 2006, con lo cual la cifra se acercará al patrimonio de Isak Andic, el fundador de Mango. No es posible competir por el momento con la mayor fortuna del país, la de Amancio Ortega: 13.000 millones de euros. Las secretarías de asuntos sociales del ministerio de trabajo deberían triplicar su presupuesto para igualarlo. El pacto del Tinell establecía el objetivo de pobreza cero para Cataluña. En dos años de gobierno, eso es exactamente lo que se ha hecho: cero. Por dos razones. La primera, porque las capas medias y altas de la población a las que el ejecutivo dirige su política les tiene sin cuidado que los pobres dejen de ser pobres. De tanto en tanto, cuando arden lo s barrios como en Francia, se alarman y piden medidas, pero pronto se olvidan. La segunda razón es que no tienen la más mínima idea de cómo abordar este problema social. El gobierno socialdemócrata del PSOE sólo puede avanzar en temas irrelevantes para la estructura de la propiedad, como los identitarios o sexuales, puesto que el capitalismo global del siglo XIX no deja espacio alguno para las reformas económicas. De manera similar, el tripartito catalán sólo puede adoptar medidas en favor de las clases medias, ya que las políticas que benefician realmente a los segmentos más pobres son, además de impensables por su aparato cognitivo, rechazadas de plano por su electorado.

La tendencia que se consolida en el departamento de bienestar social de la Generalitat y en las secretarias de asuntos sociales del ministerio de trabajo es muy clara: las políticas que se impulsan y las partidas que más aumentan son las que benefician a las capas medias de la población. La filosofía que siguen es la del «cuarto pilar del estado del bienestar». De acuerdo con esta doctrina, los tres pilares que sustentan hoy el estado del bienestar son las partidas que componen el denominado gasto social: sanidad, educación y pensiones. Frente a estas partidas, los fondos dedicados a la exclusión social, a las familias sin recursos y al alojamiento son puramente residuales. Los servicios sociales de acceso universal vienen a paliar esta situación y configuran el cuarto pilar del estado del bienestar. Tanto la Ley de Dependencia presentada por el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales como el anteproyecto de la ley de servicios sociales propuesta por el Departamento de Biene star Social y Familia de la Generalitat tienen como objetivo garantizar la prestación de servicios sociales con independencia del nivel de renta, malvivan sus beneficiarios en un chamizo de Sant Cosme o habiten los palacetes de Pedralbes. Existirá el copago de los servicios en función de la renta, pero sólo computará la renta del usuario, no de de su familia. Se trata de pasar del modelo asistencial a otro garantista y universal. Apunta al segmento de clase medias que no es elegible como beneficiario de ayudas sociales y no puede -supuestamente- pagar servicios privados. Este es un punto en el que Simó, Valcarcel y Caldera han coincidido en sus intervenciones públicas. Las familias con ingresos medios serán las principales beneficiarias de la universalización de los servicios sociales. La universalidad, además, se limita a ciudadanos españoles y extranjeros legalizados. Los demás no entran. El concepto de dependencia viene muy a mano para adornar teóricamente esta transferen cia de recursos públicos a las clases medias. No se trata de ayudar a los pobres, sino a los dependientes, que pueden ser tanto ricos como pobres.

¿No existe aquí una contradicción de partida? Aseguran que el problema de los servicios sociales es que son sólo asistenciales y únicamente los pobres pueden acceder a ellos. Por tanto, conviene abrirlo a todos. Parece como si los pobres estuvieran ya perfectamente cubiertos por el sistema, con sus necesidades plenamente satisfechas y, una vez solucionados sus problemas, el gobierno se dispusiera a ofrecer esos maravillosos servicios al resto de la población. Si esto fuera así realmente, no habría ninguna objeción. El problema es que en la práctica las políticas sociales «asistenciales» son tan ineficaces combatiendo la pobreza como las políticas de vivienda resolviendo el problema del habitaje o las políticas de empleo atajando el problema de la precariedad. Todos parecen estar de acuerdo en que la universalización de los servicios sociales es una medida progresista. ¿Pero lo es realmente? ¿No constituye en el fondo un mecanismo de derivación hacia las clases medias de recur sos que deberían ser dirigidos hacia las capas más desfavorecidas, cuya situación no ha mejorado, sino que ha empeorado? El problema de la universalidad de los servicios, desde un punto de vista sociológico, es que las clases medias y altas poseen más capacidad de encontrar los mecanismos legales para acceder y disfrutar de los mismos con preferencia sobre las capas más bajas. Y lo hacen con una total falta de escrúpulos. La universidad, por ejemplo, es hoy ante todo un sistema de financiación de la clase media, con la excusa de que algunos hijos de trabajadores pueden ascender socialmente estudiando.

La última propuesta del tripartito catalán es la Ley de prestaciones dirigida a complementar los ingresos de 262.172 ciudadanos catalanes que ingresan menos de 7.137 euros anuales, la cantidad considerada como umbral de pobreza. En cuatro años, se pretende que ningún residente con papeles en Cataluña se sitúe por debajo de esa cantidad. A partir de entonces, el coste anual del programa será de 200 millones de euros, aproximadamente el coste de la espantosa torre Agbar de Barcelona. Sin duda debemos desde la izquierda apoyar estas iniciativas, pero sin perder de vista las proporciones. 7.137 euros anuales (sólo para los legales) continúa siendo una cantidad irrisoria que difícilmente resolverá ninguno de los problemas de las posiciones más bajas de la estructura social. El alquiler medio de Barcelona ya se sitúa en esa cifra. Dentro de cuatro años el incremento que supone esa cantidad habrá quedado anulado por la subida del coste de la vida. ¿Por qué las rentas mínimas deben s er siempre miserables? ¿Por qué no tiene la izquierda la valentía de pedir una renta mínima de 30.000 euros? ¿No hay dinero para pagarla? Mentira. Sobra. Lo tienen otros. Además, no debería ser para todos, no para los estratos de la población mejor situados económicamente. ¿Las clases medias y altas se rasgarían las vestiduras? Indudablemente. Estas son las dos grandes barreras que mantienen a los pobres en la indigencia.

Una constante en las leyes de servicios sociales es la introducción de «deberes» que los receptores de prestaciones sociales, tratados como seres inferiores, están obligados a cumplir y que están ausentes en otros servicios sociales no dirigidos a los segmentos más pobres. Aprecien si no estos dos artículos de la propuesta de Ley de Servicios Sociales del departamento de Bienestar Social:

10f. Deber de comparecer delante de la Administración, a requerimiento del órgano que haya otorgado una prestación 10i. Deber de atender las indicaciones del personal y de comparecer a las entrevistas a que sea convocada

Imagínense que por el hecho de ir al médico de la seguridad social le aplicasen estos dos artículos. Al cabo de unos días, podría recibir una citación del departamento de sanidad ordenándole presentarse en las ventanillas de la delegación a las 8:10h de la mañana con el fin de mantener una entrevista sobre sus hábitos de salud. ¿Qué le parece? Deberían incluirse también estos deberes en el paquete de cientos de millones de euros que los gobiernos catalanes han regalado graciosamente a Volkswagen para que tenga a bien explotar a la gente en Cataluña y no en Praga o Shanghai. Al haber recibido estas ayudas, el presidente de la multinacional estaría obligado, tras recibir la convocatoria de la consejería de trabajo, a comparecer ante la ventanilla de la administración a primera hora de la mañana -guardando la correspondiente cola- para ser entrevistado sobre sus prácticas de despido por razones políticas de anarquistas y comunistas. Pueden apostar a que esto nunca sucederá -mientras estén ellos- y que el President llamará obsequioso a su homólogo -¿o superior?- en SEAT para invitarle a cenar en algún selecto restaurante mientras los 660 despedidos se manifiestan en la calle.

El departamento de Bienestar Social y Familia de la Generalitat, al igual que su contraparte en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, integra objetivos muy diversos, muchos de los cuales nada tienen que ver con las capas más necesitadas de la sociedad. Convendría separar estas funciones en departamentos diferentes. ¿Es lógico que el mismo presupuesto del departamento que tiene como misión eliminar la pobreza entre las personas con menor renta se dedique también a otorgar ayudas a la adopción internacional dirigidas a sectores sociales cuyos ingresos no son, obviamente, los más bajos? Hasta se ven obligados a decir que harán excepción de las «rentas muy altas cuyos ingresos anuales superen los 92.000 euros» (hay que tener la cara de cemento armado para cobrar más de 92.000 euros al año y solicitar una ayuda a Bienestar Social). Objetivos tan dispares terminan provocando la utilización de la política social y el universalismo como cobertura para transferir a las clases m edias recursos públicos que deberían dirigirse a los más desfavorecidos. Hay que decirlo alto y claro: no debemos hacer política para el beneficio exclusivo de las clases medias o altas, y menos en nombre -y de espaldas- a los pobres.

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