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De la causa palestina a la causa árabe

Fuentes: Al Ahram Weekly

Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández

La carnicería que presenciamos estos días en Gaza pone tristemente de relieve la desgracia de la situación actual de Palestina. Justo antes de estos hechos, el liderazgo oficial árabe presentaba otra imagen lamentable con su celebración del desenganche, rindiendo tributo al coraje de Sharon. El reverso eran los miles de jóvenes palestinos cargando con las ruinas de los asentamientos. Semejaba la toma de la Bastilla o el asalto al Palacio de Invierno, o así parecía en un principio. Entonces, de repente, las hordas se quedaron en silencio. Aún siguen haciendo inventario, mudos de asombro, perplejos encima de todos esos escombros, preguntándose indudablemente a sí mismos, «Y ahora, ¿qué hacemos?». ¡Qué escena tan conmovedora! Un momento antes, todo era la emoción y el alboroto del asalto; un momento después, el ensordecedoramente silencioso anti-climax. No había nada más que hacer. No había palacios de Saddam ni castillos de San Petersburgo.

No hay objetos de recuerdo en los asentamientos que deban ser conservados, nada que merezca la pena guardar en absoluto en la memoria. Esas eran las estructuras -nada que pudiera parecerse a un palacio o incluso a un monumento religioso, construidos como estaban con la misma arquitectura utilitaria y monótona de los asentamientos- que Sharon dejó en pie. Esta era su forma de juguetear con los palestinos. Si las dejaban allí, mantendrían el pie israelí ante su puerta; si las demolían, estarían equiparándolas a todas las mezquitas que habían sido destruidas desde 1948. Salta a la vista que la situación representa las perspectivas actuales que equiparan al ocupante con el ocupado y a las sinagogas de los colonos con las mezquitas de los habitantes indígenas.

En respuesta al júbilo organizado y espontáneo que produjo la liberación de Gaza y el caluroso recibimiento que tuvo en Naciones Unidas, que le conmovió tanto que hizo que le temblara la voz, aunque por razones que tenían poco que ver con las que motivaban todos esos elogios, el primer ministro israelí anunció que continuaría con la construcción de asentamientos. Para poder entender la relación entre las aclamaciones que resonaron en Naciones Unidas cuando pronunció un discurso impregnado de retórica fundamentalista judía y la voz temblorosa con la que se dirigió a la asamblea, donde hasta hace poco tiempo representaba virtualmente un anatema, parece que tendremos que retomar algunos de los aspectos fundamentales.

El rasgo destacado en el discurso de Sharon fue el misticismo generalizado que siempre manifestó, partiendo del Libro del Génesis, pasando por la cuestión de Jerusalén y llegando hasta la eternidad. Y a lo largo del camino, fue apropiándose de conceptos como «Eterno» y «Para siempre» como meras herramientas teóricas para agitar acuñaciones políticas que de repente alcanzaban legitimación en el podio de Naciones Unidas. Ahora, en apariencia, ese escaño de realismo pragmático alienta lo que el oculto y anti-realista pragmatismo demanda.

En su discurso ante Naciones Unidas del 15 de septiembre, Sharon no se limitó meramente a recordar su juventud como hijo de «pioneros» que llegaban a Israel «para cultivar la tierra… no para desposeer a sus residentes» o a evocar su temprano amor por el «trabajo manual; sembrando y cosechando, los pastos, los rebaños y las vacas», que tuvo que sacrificar porque «la senda de la vida le obligó a convertirse en combatiente y comandante». Ni habló sólo sobre el derecho histórico de los judíos «a» la tierra (como opuesto a «en» la tierra – la distinción es fundamental y es resaltada con frecuencia en el contexto de los derechos civiles de los ciudadanos árabes en Israel). Ni falló tampoco a la hora de llevar a su audiencia a través de la épica de 5.000 años de la historia judía que hizo posible que apareciera antes de esa asamblea de agosto, acabando de llegar «desde Jerusalén, la capital eterna de Israel». También, como se esperaba, aprovechó la ocasión para dirigir su plan de desenganche hacia un final muy pragmático; que consistió en lanzar el balón al campo palestino.

Sharon les enseñará que pragmatismo y misticismo están estrechamente entrelazados en el modernismo y racionalismo israelí, cuyas elaboraciones aparentemente han ganado ascendiente no sólo sobre los árabes sino también sobre la irracionalidad y el fundamentalismo árabes. ¿Choque de civilizaciones? Eso es sólo una suposición. En efecto, las culturas no chocan; la gente sí. Cuando las mistificaciones se utilizan para servir a un fin humano concreto, se llega al pragmatismo. En la política de poder, misticismo y pragmatismo están constantemente intercambiando roles, al igual que en una mente utilitarista lo hacen objetivos y medios. El éxito no depende tanto de la racionalidad como del poder, la ciencia, la institucionalización y el modernismo y otras tantas facetas de la mentalidad racionalista que constituyen manifestaciones del poder.

En contraste con el victorioso misticismo israelí, tienen el derrotado misticismo árabe, sin lógica, sin institucionalizar, estridente y gruñón. Se necesitará hacer contorsiones de racionalización a la hora de justificar la ausencia de voluntad de poder y la necesidad de doblegarse ante la derrota y de elevarse hasta alturas metafísicas cuando llega la hora de hablar sobre la creación de instituciones y sociedades modernas y demócratas. El fundamentalismo oficial árabe es pragmatismo por excelencia. Está totalmente divorciado de valores, que sucesivamente se han convertido en los huérfanos políticos abandonados en la calle árabe. Uno se pregunta, al ver a los funcionarios árabes sentados escuchando a Sharon, si estaban maldiciendo secretamente a quienes pudieron impedirles llegar hasta allí y no lo hicieron, o a aquéllos que fueron la causa de que tuvieran que estar allí sentados y escuchándole ese día. Para llegar a una respuesta, debemos de nuevo retornar a los fundamentos, largamente olvidados.

Desde el momento de su creación, Israel ha agravado el subdesarrollo y la exclusión política árabes. Desde 1948, la perpetuación de la causa palestina ha exacerbado la fragmentación árabe. Por esta razón, no puede haber una solución justa para el problema palestino fuera de un marco de esfuerzos para resolver el problema árabe. Desde luego, la causa palestina podría resolverse de forma separada de la causa árabe, de este modo se evitarían todas las complejidades y complicaciones concomitantes, pero no sería una solución justa. La justicia no es un fenómeno metafísico; es un valor. Desde luego, la justicia podría ser relativa en el contexto de su aplicación práctica a través de la historia. Pero adquiere el carácter de absoluto cuando el juego político dominante la abandona como valor considerado en conjunto, forzándola a entrar en la oposición, atrayendo desde esa situación otras formas de injusticia. De esa forma, no hay una solución absolutamente justa para una causa justa, pero eso no convierte en aceptable una solución injusta.

La presente condición árabe no favorece poder llegar a una solución justa para la causa palestina. Al contrario, en su consumado pragmatismo, está buscando persuadir a los palestinos para que acepten los actuales equilibrios de poder, la perpetuación de los cuales pasa por someterse a esas circunstancias y a los variados tipos de chantaje que pone en juego. Esta es la actitud política que representa la retirada israelí de Gaza como parte de la «hoja de ruta», adoptada como si fuera una petición árabe, sin considerar el hecho de que el autor [Bill Clinton] de ese esquema sancionó una interpretación enteramente israelí de la misma a través de sus cartas de garantía a Sharon. Este fue el ambiente político que hizo posible que Sharon se pavoneara por los pasillos de Naciones Unidas en el día en que tenía lugar la conmemoración anual de las masacres de Sabra y Chatila, y recibía los laureles por su «coraje», por haber hecho «concesiones tan penosas» en Gaza.

Debe destacarse que este ambiente y las charadas que provoca son manifestaciones de una condición árabe que ha devenido cada vez más desesperada cuanto más tiempo ha continuado sin alcanzar una solución. No estoy sugiriendo que el remedio sea necesariamente la unidad árabe bajo la forma de una nación pan-árabe con derecho a la autodeterminación, ni que haya nada que teóricamente debería mantenerse para la creación de una entidad así. Tampoco estoy sugiriendo que nuestra búsqueda de soluciones para la causa árabe debería derivar de su raison d’être desde la necesidad de asegurar una solución justa para la causa palestina, o incluso del deseo de evitarnos más visiones de funcionarios árabes pendientes de cada palabra que Sharon pronuncia. Eso sería como decir que se debería otorgar a las mujeres palestinas la igualdad con los hombres porque lucharon junto a ellos contra la ocupación o porque fortalecerían la sociedad en su lucha contra Israel. Las mujeres deben gozar de igualdad con los hombres porque la igualdad es un valor humanitario cuya realización es esencial para la realización de otro valor humanitario que es la justicia social. De igual manera, aunque pueda no haber una solución justa para la causa palestina si no hay una solución para la situación árabe, nuestra actitud debería ser la de que la situación árabe debe resolverse en aras de la consecución de la justicia, la libertad y la democracia en las sociedades árabes.

Los intentos actuales de normalizar relaciones con Israel, y el espectáculo de los dirigentes árabes jaleando a Sharon como a un nuevo De Gaulle, no son tanto síntomas de la traición árabe al pueblo palestino como manifestaciones de la condición árabe. Después de todo, no hay un contrato de matrimonio entre los gobiernos árabes y el pueblo palestino. La solidaridad oficial con el pueblo palestino ha sido un mito no menor que la solidaridad entre los gobiernos árabes. Los regímenes árabes han ido variando en gran medida su consideración de la causa palestina. Su enfoque ha fluctuado entre la cínica explotación demagógica para acallar las voces que pedían reformas democráticas y sociales en casa hasta la sincera creencia de que la causa palestina es la causa central árabe, una creencia que se elevó virtualmente al rango de ideología. Sin embargo, en sus fluctuaciones entre lo cínico y lo sincero, lo oportunista y lo ideológico, lo pragmático y lo romántico, los regímenes han sido siempre muy sensibles ante la profundidad de la solidaridad popular con la causa palestina. La solidaridad del pueblo árabe con los palestinos fue a la vez objetivamente importante y subjetivamente compensatoria. El pueblo árabe simpatizó con los palestinos porque también se identificaban estrechamente con ellos. Al mismo tiempo, el apoyo popular a la causa palestina se convirtió en la moneda de cambio legítima por la que los pueblos árabes podrían expresar sus protestas contra el status quo. La legitimidad de la retórica de la causa árabe, que facultó a los gobiernos para que exportaran las contradicciones domésticas y para que los pueblos trasladasen sus sufrimientos a la liturgia palestina, sirvió con mucho la misma función que la retórica religiosa oficial y que las mezquitas cumplen en otros contextos.

La causa palestina no va a poder representar su función por más tiempo. En primer lugar, porque al depender de la buena voluntad estadounidense como única estrategia para sobrevivir, se ha convertido en parte de la miseria general de la condición árabe a la vez que ha perdido toda su anterior venerabilidad. La causa palestina ya no se sitúa más allá de la diversidad de críticas que se dirigen contra los liderazgos árabes y que anteriormente podían absorber y eludir. En segundo lugar, la situación árabe se ha ido tan fuera de control que las contradicciones que en un tiempo se ocultaron tras la causa palestina la han desbordado ya en la violencia de su expresión y, consecuentemente, en la atención que están atrayendo tanto a nivel regional como internacional. La difícil situación árabe había sido siempre fundamental para la situación palestina. Pero al menos en un punto esta realidad no era mera apariencia excepto ante la lente de un análisis crítico, y ahora ha quedado expuesta en toda su auténtica fealdad. Israel ha proclamado siempre que el punto capital del conflicto árabe-israelí no era la causa palestina sino la naturaleza de los regímenes árabes y, evidentemente, EEUU había abrazado esta postura. Esta perspectiva necesita ser razonada. En efecto, la naturaleza de los regímenes árabes es el punto central del conflicto en cada país árabe. El punto central del conflicto con Israel es por supuesto la causa palestina, que se integra en una causa árabe más amplia; y por eso, debe continuar siendo tenida en cuenta, pero separar las dos es preparar el terreno para un arreglo que se doblega ante los dictados israelíes y los de los equilibrios políticos.

Si tiene que haber democratización y modernización en el mundo árabe, aquéllos que emprendan esas tareas deben comprender que hay, en efecto, una causa árabe. Esta comprensión conforma una de las diferencias esenciales entre la agenda de los árabes demócratas y la agenda de las fuerzas colonialistas y sus seguidores locales. La solución a la causa árabe no es necesariamente la unidad árabe, especialmente si tal unidad no es democrática o no se construye a base de entidades auténticamente democráticas. Sin embargo, cualquier solución requiere el reconocimiento de una forma de gobierno árabe que reemplace a las formas de gobierno sectarias, sub-regionales y basadas en el parentesco. Si el resultado es una forma de federación o de otro orden consensuado supranacional, que puede incluso incluir a partidos no árabes, es fundamental reconocer una forma de gobierno árabe.

La presente situación árabe se ha hecho explícita en una declaración oficial estadounidense, entregada mediante una flagrante invasión militar, cuyo texto explica que los pueblos árabes deben deshacerse de cualquier noción de cultura política pan-árabe y quizás, también, de cualquier forma de unión política que una a las naciones y pueblos árabes, reemplazándolas por un sectarismo político oficialmente institucionalizado.

La condición árabe es también representada por el estado rentista. Tales estados se caracterizan por una fuerte dependencia de las remesas del extranjero o por la venta de productos, como petróleo, mano de obra o servicios políticos y por una mínima inversión de los ingresos obtenidos en el desarrollo de sus sociedades. Ser estado rentista es una forma de vínculo social que los árabes reconocen y que han aceptado hasta adoptarlo como lazo político. El petróleo es un obstáculo formidable para conseguir un desarrollo democrático que sirva como base para superar el feudalismo y el atrincheramiento político del estado autoritario dentro de los vínculos colonialistas en los que se han situado.

Una tercera característica de la condición árabe es la virtual y total dependencia de los regímenes árabes de EEUU, de igual forma que habían sido antes dependientes de Gran Bretaña y de Francia en los años cuarenta del pasado siglo. Por supuesto, el nombre del embajador estadounidense es más conocido en cualquier país árabe que los nombres de algunos de sus ministros.

Finalmente, la condición árabe ha quedado exhibida con el cambio en los intentos de los regímenes de hacer una oferta mejor a los palestinos en su retórica revolucionaria ante su adhesión a la normalización con Israel en términos de «no vamos a ser más palestinos que los mismos palestinos». La normalización no es tanto un problema palestino como un reflejo del problema árabe, al igual que todas las características que he citado anteriormente, además de la falta de democracia y la falta de justicia en otros contextos.

Texto original en inglés: www.weekly.ahram.org.eg/2005/733/op11.htm