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De prostitutas a jineteras

Fuentes: Insurgente

Llegué a los 10 años al Barrio de Colón, zona protegida para la prostitución en La Habana del 1951. No sean mal pensados. En aquellos tiempos la pedofilia no estaba tan de moda en el mundo y yo simplemente acompañaba a mi familia en una vivienda alquilada allí porque los precios eran muy baratos. Mi […]

Llegué a los 10 años al Barrio de Colón, zona protegida para la prostitución en La Habana del 1951. No sean mal pensados. En aquellos tiempos la pedofilia no estaba tan de moda en el mundo y yo simplemente acompañaba a mi familia en una vivienda alquilada allí porque los precios eran muy baratos.

Mi abuela era modista y pronto consiguió clientela entre las llamadas muchachas de vida alegre. Esta abuela mía, lectora apasionada de Zola, tenía conceptos extraños sobre la educación. Yo permanecía a su lado mientras las muchachas, entre alfileres y tijeras, contaban sus penas. Después, mi abuela me ayudaba a sacar conclusiones que, según ella, me preparaban para la universidad de la vida.

Ninguna era habanera. Procedían de pueblos o de campos intrincados. La pérdida de la telaraña del himen, quizás un embarazo, o el machismo del padre, las expulsaban de la casa. Llegaban a la capital por su propia cuenta o del brazo de un hombre que las orientaba en esta profesión.

Otras, al principio, se colocaban como sirvientes para todo, y encontraban después al meneo de cintura como más llevadero y productivo. A algunas la pura miseria sin solución las empujaba. Otras causas: ser homosexual, en un pueblo cubano de aquel entonces, era ser repudiada por la familia y por todos los vecinos. Y también las había que gozaban de lo lindo con la promiscuidad nocturna. Algunas, con hijos, soñaban que un hombre las sacara de esa vida.

Los viernes arribaba un barco cargado de marines con hambre de hembras y hasta yo tenía que cuidarme en mi camino hacia la escuela.

Las prostitutas cubanas no eran noticia en la prensa extranjera. Aquello era normal dentro de una ciudad populosa y dotada de un gran puerto. Tal vez, algún reportaje donde se realzaran los diferentes movimientos de una mulata cubana en el sublime acto sexual.

Lo ocurrido en 1959 es de todos conocido. A esas mujeres se les dio la posibilidad también de estudiar y trabajar. Como la Inesita que, reconociéndome, me preguntó por mi abuela mientras me servía un refresco en una cafetería a finales de los setenta.

Ya por aquella década, en discursos y quehaceres periodísticos, en tonos altos o en redacción presuntuosa, la posesión de la verdad absoluta predominaba. En Cuba no existía la prostitución. La maldición publicitaria del marino genovés con aquella frase de que ésta era la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto, nos perseguía. ¡Qué espectaculares DVDs saldrían de la creatividad de este Cristóbal si estuviera vivo! Ser «los más en todo» es nuestro mal endémico.

Aquella revolución sexual que en los sesenta del siglo pasado recorrió el mundo, transcurrió feliz en este archipiélago caribeño, apoyada por una Revolución con mayúsculas que a la mujer abrió todas las posibilidades para su liberación social.

La telaraña del himen perdía vigencia. Los chicos y las chicas «podían vivir»; en las becas, en los largos trabajos voluntarios, se hacía el amor y no la guerra. ¡Cuidado! Nunca amparados en la filosofía hippie. Los estudios del Materialismo Dialéctico apoyaban las ideas de la libertad horizontal. Además, estaba la venta o colocación aprobada de los anticonceptivos, el aborto legal y una seguridad social que apoyaba a las féminas. Los preceptos de la religión católica, como en otras partes del orbe, se olvidaban, y la realidad es que los cultos sincréticos afrocubanos no se buscan líos con la cópula carnal. A muchas cubanas les gusta declarar ser hijas de Ochun, el orisha dulce y gustador del orgasmo.

En los ochenta estuvo de moda la llamada titimanía. Cincuentones con poder, dinero y coche, se enredaban con jovencitas. Por supuesto, podía reinar el amor. Pero también ese interés que «fue al campo un día». Para la chiquilla de marras, ¿no era acaso un derivado moderno de la prostitución?

Así, en la última década del siglo XX, ya casi ningún padre armaba un alboroto cuando la hija pasaba la noche en casa del novio o lo traía para la suya. El peligro del SIDA había aumentado la propaganda sobre la sexualidad responsable por todas las vías habidas y por haber. Años antes se habían iniciado las clases sobre Educación Sexual en algunos niveles de la enseñanza. En periódicos, la radio y la TV, hablaban los psicólogos hasta de la pareja abierta. Descendía la maternidad, aumentaban los divorcios y las parejas consensuales. El sexo perdía sus tabúes, sin lograr todavía la plena asimilación de estos pros y contras al interior de la sociedad.

Un período nombrado especial sacó sus afiladas uñas. El jabón y el aceite subieron de categoría. Ahora eran artículos de lujo. Conformarse con un panecillo escuálido y un té de hierbas del jardín no era fácil, pensó una muchacha… y otra, y otra. Se miraron en el espejo de la madrastra de Blanca Nieves y éste contestó que estaban aptas para el negocio. Los nuevos turistas no eran como los marines de los 50. Ni las chicas como aquellas. Estas tenían como mínimo un noveno grado; estaban sanitas, pues la salud y la educación continuaban gratuitas. También los nuevos proxenetas eran diferentes. La maldad con instrucción es capaz de crear redes muy bien tejidas, más en una sociedad confiada en que el ser humano es capaz de la perfección. Los cambios influyeron también en familias y barrios. Aquel vecino que a su llegada nocturna del trabajo encontraba a un par de chicos haciendo el sexo en el rincón oscuro de la escalera, no se asombraba al conocer que fulanita cobraba ahora en dólares lo que antes realizaba por afición. En ciertas familias los nuevos códigos sobre el sexo ayudaron a abaratar la moral, y hasta presumían de los regalos traídos por la hija.

Ante realidades tan diferentes, urgía también un nuevo apelativo: de prostitutas, a jineteras. Y entonces, sólo entonces, el revoltillo mediático mundial las lanzó a la fama. Ni las parisinas, cumbres del sexo bucal; ni las asentadas en el viejo Londres, ni las adornadas en vidrieras de Alemania, ni las tailandesas, ni siquiera las geishas. Nada comparable a una jinetera.

La eyaculación mediática se vengaba así de la voluntad política del Estado cubano de continuar llevando adelante un proyecto socialista, entonces entre la espada y la pared. «¿Ustedes no presumían de haber terminado con la última prostituta en el último rincón del país? ¿Ustedes no son ‘los más’ en todo?», parecían burlarse las transnacionales de la ¿información? No eran noticia las otras jóvenes, las que iban en bicicleta a la universidad, remendaban sus tennis y con los viejos vestidos de la abuela inventaban blusas descotadas.

Eran golpes bajos contra uno de los puntos más frágiles del discurso propagandístico cubano: desestimar que cada hombre o mujer es un cosmos con vida y soluciones propias, que es imposible planificar las respuestas de cada ciudadano ante hechos parecidos; que aunque el plato favorito sea el lechón asado, algunos preferirán la harina.

A Cristo le perdonaron tener una prostituta en su genealogía. A Cuba, jamás le perdonarán tener jineteras.

Ilse Bulit es cubana. Periodista de larga trayectoria en los medios más importantes del país, quedó invidente en 1992 y se mantiene ejerciendo en la radio habanera.