España, como Estado, es muy dada a exagerar las cualidades que considera que le son favorables y a despreciar las críticas que le vienen de fuera. Cuando los últimos militares de la Legión Extranjera se licenciaron, los homónimos españoles, agrupados aún en Tercios por dar continuidad a aquellos propios de un imperio que se vanagloriaba […]
España, como Estado, es muy dada a exagerar las cualidades que considera que le son favorables y a despreciar las críticas que le vienen de fuera. Cuando los últimos militares de la Legión Extranjera se licenciaron, los homónimos españoles, agrupados aún en Tercios por dar continuidad a aquellos propios de un imperio que se vanagloriaba de que el sol no se ponía en sus dominios, y que afirmaba la consiguiente universalidad de su idioma patrio, pasaron a considerarse la mejor Legión existente en el mundo mundial. La afirmación era cierta, salvo por la salvedad de que se trataba de la única que quedaba bajo tal denominación; amén de obviar que en el extremo oriente, el idioma dominante en las transacciones comerciales era, como es lógico, el chino.
Ahora también se habla en las tertulias televisivas y radiadas de que España constituye el mejor de los Estados de las Autonomías. Se trata de una afirmación totalmente cierta, que no deja lugar a la más pequeña duda, toda vez que no existe otro Estado en el mundo mundial que haya optado por tal definición en su Constitución. Así, no es difícil ser el primero en nada, ya que no existe término de comparación.
Esta última aseveración, el considerar al reino borbónico actual como el mejor Estado de las Autonomías ha derivado en otra afirmación que ya empieza a ser más dudosa, aunque no deja de ser tampoco cierta: las Comunidades Autónomas que componen el Estado de las Autonomías son las que más competencias tienen en el mundo mundial. Es cierto que eso es así, dado que se toma como premisa la falacia de que existan otros países que se denominen Estado de las Autonomías, pero deja de serlo si comparamos otras realidades.
Es evidente que el todo se reserva una parte sobre las partes a la hora de legislar, y no lo es menos que la descentralización administrativa tiene sus grados o niveles. El reino de España es soberano, es decir, puede decidir en su conjunto aliarse o no con otros países, algo que no les está permitido a sus comunidades Autónomas. Si Euskadi (CAV) o Catalunya quieren establecer lazos de colaboración con Aquitania o con el Rosellón, es el Estado, el reino de España, quien debe otorgar su beneplácito, algo que no ocurriría si ambas Comunidades fueran independientes. Si, del mismo modo, quieren defender sus intereses en lo referente a la pesca, la agricultura o la industria, las Comunidades Autónomas han de pasar primero por el filtro estatal. Y si quieren mantener una ley de símbolos (por ejemplo ondear únicamente la senyera o la ikurriña en los edificios oficiales); del uso de la lengua propia (euskara o catalán); o administrar sus recaudaciones; o educar revalorizando sus idiosincrasias, es el Estado quien, en definitiva, tiene la última palabra bajo la amenaza constitucional de la intervención del ejército. Los niveles de autonomía y autogobierno se ven limitados por la Ley de Leyes, sacrosanta en ocasiones, y voluble en otras.
Otro modelo, muy diferente, lo encontramos en la propia Europa. La CE se constituye (aunque sin Constitución escrita, algo tan criticado al Reino Unido últimamente) como una unión de Estados Independientes, algo que también procuró materializar la extinta URSS con la CEI (Confederación de Estados Independientes). En una Confederación (de facto o de iure, activa o formal) los Estados son independientes entre sí: la República Francesa es independiente del reino de España, de manera que cada uno posee sus legislaciones propias, sus órganos ejecutivos, legislativos y judiciales independientes entre sí. Tal es el caso que Bruselas concibe el referéndum escocés, o el catalán o el vasco, como cuestiones internas de los Estados a los que pertenecen. La colaboración se limita a cuestiones más técnicas que ideológicas. Así, España tiene más autonomía dentro de la CE que Euskadi o Catalunya dentro de España. Se trata de algo asumido sin crítica, pero que da luz sobre las aspiraciones independentistas de algunas CC.AA. que quieren configurarse como Estados: se trataría de negociar de igual a igual con las autoridades comunitarias aquellos asuntos que conciernen a las actuales CC.AA. del reino. Esto implicaría reconocer, de facto, la independencia de las partes a separarse o no del todo al que pertenecen por decisión propia, como es el caso de España, que en un momento dado puede optar por no seguir los derroteros comunes con la CE, tal y como se está planteando actualmente en Inglaterra, o en Alemania con respecto al euro.
Una tercera vía es la denominada actualmente como «federalista». Se trata de una fórmula desarrollada en la República Federal Alemana, en Estados Unidos o en Suiza (aunque mantiene su definición nominal de Confederación Helvética). Sería un Estado de las Autonomías con mayor descentralización administrativa que en éstas. De hecho, las diferencias entre el Estado de las Autonomías y el Federalismo no son muy grandes, hasta el punto de que líderes políticos las identifican (por ejemplo, en el Partido Popular) o exigen una clarificación. No es extraño, ya que ambos conceptos se amalgaman. Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que en el Federalismo también existen diversos niveles de aplicación: lo que se ha llamado federalismo unificador o integrador (que pretende la desaparición de las identidades nacionales), y el federalismo divergente o específico (más próximo a la confederación). Tampoco es de extrañar que dirigentes del PP (Partido Popular) exijan a los del PSOE (Partido Socialista Obrero Español) una mayor concreción a la hora de plantear la reforma constitucional en tal dirección. Lo que pasa es que el PSOE no posee realmente una cultura federalista en la actualidad, y a los hechos nos remitimos: en la CAV prefirieron apoyarse en el PP vasco a fin de lograr una lehendakaritza (presidencia) afín a los intereses españoles (en la aplicación de la Ley de símbolos; en la imposición de la línea A – únicamente en castellano -; en la relevancia de la Guardia Civil (GC) en la Vuelta ciclista; etcétera); en las negociaciones para conformar un Gobierno de progreso en la Comunidad Foral de Navarra (CFN), junto a las fuerzas nacionalistas, contra la reacción de UPN y PP; o en la postura adoptada en Catalunya acerca del derecho a decidir. En los tres casos ha sido la sede socialista de Ferraz (Madrid) quien ha impuesto sus tesis sobre las decisiones de sus federaciones en las CC.AA., algo que les ha relegado a los puestos electorales que actualmente ocupan, y que merman, según las estimaciones que se van conociendo, hasta llegar a ser meros residuos de lo que fueron.
La tercera vía ha tomado aire tras el referéndum escocés. Nueva mentira para los crédulos. El referéndum escocés fue impuesto por Londres. Los líderes del SNP (Partido Nacionalista Escocés) proponían, ante el órdago británico, realizar una triple pregunta: seguir como hasta entonces; más autonomía; o la independencia. Fueron los gobernantes británicos quienes decidieron que la tercera vía no podía plantearse: era un blanco o negro (independencia o seguir como hasta entonces). La evolución de la campaña plebiscitaria cambiará el planteamiento. La posible mayoría independentista escocesa obligó al primer ministro británico y a los partidos proclives a la no separación a prometer la autonomía que antes habían negado, y ganó el no. Ahora se ven abocados a conceder aquello que no quisieron en principio, y los independentistas escoceses están a la espera de su íntegro cumplimiento.
Y aquí nace el engaño del PSOE: proponer la reforma constitucional para que Catalunya y la CAV encuentren su acomodo, eso sí, siempre y cuando renuncien a su independencia. Se trata de algo obsceno. No se trata de modificar el ordenamiento jurídico para que una Comunidad pueda decidir sobre su futuro, sino de una imposición sí o sí a estar unidos a una colectividad de la que, posiblemente, o no, quieran separarse, algo que la mentalidad del PP y del PSOE no van a permitir, dando muestra de su propia carencia en cultura democrática.
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