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El Mundo Árabe y sus Mafias gobernantes

De todas, la peor es la de los Saud

Fuentes: CSCA

De toda condición son las mafias que rigen a su pleno beneficio los países árabes. Unas dicen extraer su legitimidad de un favor divino, otras de la gloria de las armas y el resto del apoyo «eterno» de las masas, como predica la propaganda oficial del régimen de Gadafi. Pero, en cuanto a su forma […]

De toda condición son las mafias que rigen a su pleno beneficio los países árabes. Unas dicen extraer su legitimidad de un favor divino, otras de la gloria de las armas y el resto del apoyo «eterno» de las masas, como predica la propaganda oficial del régimen de Gadafi. Pero, en cuanto a su forma de actuar y sus objetivos, resultan cansinamente similares.

De monarquías a repúblicas, desde el bando «conservador» al «progresista», del Magreb al Machreq, sorprende y asusta a la vez comprobar cómo se repiten los esquemas consabidos: un líder con mayor o menor carisma, pilar de todo el sistema, alrededor del cual se ha erigido un formidable entramado de intereses políticos, militares y económicos supervisados por el clan familiar o tribal y sus clientes. Cuando el máximo dirigente no es el comandante en jefe de las fuerzas armadas lo es el padre, el hijo o el tío, quienes, por supuesto, dirigirán asimismo la «joya de la corona» de todos estos sistemas, los servicios de inteligencia militar y civil; y si el primer ministro no pertenece al clan familiar tengan a buen seguro que su grado de responsabilidad es muy limitado, una suerte de escaparate detrás del cual se esconde el líder supremo o el partido único. Al calor de un aparato estatal erigido al servicio de una casta oligárquica tan cínica como ineficaz proliferan los negocios de todo tipo, las regalías y los monopolios. Parte de la familia -las nuevas generaciones, ya se sabe- se dedica al sector de las telecomunicaciones y las inversiones en el exterior en el mundo de las finanzas, la bolsa, el turismo y, recientemente, el fútbol; el núcleo tradicional sigue apegado a las transacciones de siempre, el desvío de fondos públicos, el contrabando y las comisiones -¡cuántos monsieurs 5-10% no habrá por estos sitios, con sus mordidas a inversores nacionales y extranjeros, tan venales los unos como los otros-. Y si hay petróleo o gas de por medio, podemos imaginar adónde va a parar una porción considerable de los beneficios. Pero en el fondo, es el mismo sistema, resumido en lo que se conoce como «lógica de las prebendas»: para alimentar a la élite en el poder y consagrar y reforzar la pertenencia al club se reparten privilegios y se compran voluntades de los círculos periféricos, los cuales, aun sin pertenecer a la casta, comparten con ésta la avidez y el confort material.

Luego están las cuentas secretas y las fortunas fabulosas diseminadas por medio mundo, en especial en Suiza, cuyos banqueros suelen descubrir, cuando el presidente de turno es depuesto en Túnez o Egipto, que esos fondos eran sucios. Unos fondos que sirven, de paso, para untar a dirigentes y multinacionales occidentales y construir un impresionante dispositivo militar y policial que sólo resulta efectivo a la hora de controlar y reprimir a la población. Con el paso del tiempo, aquellos coroneles y emires de aspecto humilde se han convertido en empresarios acaudalados que monopolizan, junto con sus allegados, las riquezas y recursos del país. El estado, si existe como tal, son ellos. La consecuencia, en algunos sitios como Marruecos, es desoladora: las principales empresas y bienes nacionales se encuentran en manos de la familia real, que reparte la patente de corso entre aquellos estamentos que, como el ejército, garantizan su continuidad. Y mientras tanto, la mayor parte de los ciudadanos, marginados de este maná exclusivo, se debaten entre la miseria y el oprobio de tener que someterse a la dinámica de la corrupción y la ley de la selva. Un juego feroz donde no caben los términos medios: o se asumen las reglas y nos resignamos a vivir lo que nos ha tocado o acabamos muriéndonos de asco o languideciendo en una mazmorra o, en el mejor de los casos, maldiciendo nuestra suerte en un exilio amargo.

En esta competición mafiosa nada tienen que hacer las ideologías ni los idearios políticos. Nunca hemos sabido bien en qué consiste el socialismo árabe tan pregonado por algunos estados, Argelia, Libia o Siria por poner algunos ejemplos. Si algo han demostrado sus comendadores es una capacidad camaleónica para amoldarse a las «nuevas realidades», sin renunciar, eso sí, a la vieja retórica de siempre tan vacía y huera desde un inicio. Lo importante ha sido siempre mantener el sistema de privilegios y acallar las disidencias, no aplicar una política coherente. No se trataba pues del desarrollo social y el progreso económico sino de desarrollar y progresar los mecanismos de control y enriquecimiento particulares. Lo mismo puede decirse de los regímenes calificados de moderados y prooccidentales. Las llamadas a la aplicación de la Ley islámica, la estabilidad regional o la libertad de mercado no buscaban otra cosa que consolidar la posición de la elite de turno, aunque fuera a costa de ceder toda su soberanía en beneficio de la protección de la superpotencia imperante. Todas estas mafias árabes, pútridas y rapaces, han venido gobernando el mundo árabe con una desfachatez sin medida. Han viciado los grandes lemas, incluido los islámicos, hasta convertir cualquier proclama en una caricatura sangrienta. Desde el manido tópico de la liberación de Palestina -¿qué han hecho todos estos mercaderes para revertir la ocupación y el expansionismo sionista?- hasta la unidad de los pueblos árabes e islámicos, el discurso oficial árabe ha estado sumido en la impostura. Cuando los grandes líderes entraban en conflicto lo hacían únicamente para ampliar sus propias cuotas de protagonismo y dar cobertura a su miedo de perder el mando. Un miedo que les ha llevado a hacer cualquier concesión con tal de garantizar la pervivencia de su poder omnímodo. Lo estamos viendo con motivo de las revueltas que se están sucediendo en muchos de estos países. Basta ver sus televisiones para comprobar su pánico, aun cuando el régimen que está en crisis pertenezca, en teoría, al bando rival.

Sería muy saludable, pues, que todas estas autocracias represivas cayeran sin remisión, en el mundo árabe y el islámico. Desde Mauritania a Pakistán, pasando por las repúblicas de Asia Central, todas, sin excepción. Pero si hay una que resulta especialmente nociva para el conjunto de la comunidad árabe y la imagen del mundo islámico es la mafia de los Saúd en la Península Arábiga. Además de compartir los patrones de sus pares, la dinastía saudí ha añadido una característica que le da un plus de peligrosidad maligna: la tergiversación de la religión musulmana y su uso desviado para proyectarse como potencia regional. Si a esto se le añade su capacidad de financiación y sus redes financieras podemos valorar los efectos devastadores de la propaganda salafista saudí: desde el surgimiento de movimientos retrógrados como los Talibanes y al-Qaeda hasta el apoyo prestado a sistemas despóticos especializados en sojuzgar a sus súbditos. Más aún, la mafia saudí ha utilizado los ingentes recursos derivados de su producción petrolífera para alentar la escalada armamentística en Oriente Medio, con gran satisfacción de los conglomerados militares occidentales, y cooptar los medios de comunicación árabes, los cuales, en su mayoría, silencian los movimientos de protesta en la Península Arábiga o, en el mejor de los casos, los presentan como ejemplos de subversión y reacciones violentas por parte de los manifestantes. Ni siquiera la cadena qatarí al-Yazira, autoproclamada como valedora de las revueltas árabes, se ha sustraído a esta tónica. Es suficiente comparar el tiento y sigilo con el que se aborda la «crisis» en Bahréin u Omán, y la omisión de cuanto ocurre en Arabia Saudí, con el entusiasmo con el que se habla de la «lucha por la libertad» de los pueblos árabes en Túnez, Egipto o Libia para percatarse de este doble rasero. Así las cosas, si queremos informarnos de qué podría estar pasando en la zona debemos recurrir a los medios de comunicación «rivales», en especial los vinculados a la órbita iraní, los cuales, a su vez, tergiversan la realidad política de Irán y los países aliados del régimen mafioso de Teherán, lo cual nos lleva a su vez a la paradójica situación que, creían algunos, había quedado superada con la aparición de las televisiones y radios inter-árabes: para conocer algo de cuanto acaece en determinados lugares hemos de recurrir a los medios de la competencia que, también ellos, ponen la propaganda y la defensa de los intereses del régimen de turno por encima de la información veraz y objetiva.

Para desgracia de los saudíes, la mafia que los gobierna ha hecho muy poco por promover su bienestar social, cultural y económico. Cuesta creer que una economía como la saudí, cuya producción petrolífera, en torno a 10 millones de barriles diarios, le aporta beneficios millonarios, haya sido incapaz de contener el paro (alrededor del 20% según fuentes no oficiales) y la carestía de los precios. Numerosas zonas del reino sufren una carencia palmaria de infraestructuras y servicios -como volvieron a poner de relieve las inundaciones de hace unos meses en Yedda, la segunda ciudad del país- y los índices socioculturales, con un analfabetismo galopante entre la población femenina, no pueden sino suscitar numerosos interrogantes. El fracaso institucional a la hora de mejorar la capacitación y formación profesional de los saudíes es asimismo llamativo. A pesar de la campaña de «saudización» (los saudíes primero) con la que se quiso combatir el desempleo entre los jóvenes y reducir la mano de obra foránea, las nuevas generaciones carecen de recursos y capacitación para acceder a los puestos administrativos y laborales cualificados. Por ello, los trabajadores occidentales y árabes siguen copando los cargos de responsabilidad y gestión en la administración y los sectores de mayor competencia técnica y científica. Ahora bien, ¿qué se podía esperar de un sistema que aplica una censura estricta sobre todo lo que se dice y publica y no permite el más mínimo conato de debate público sobre los grandes asuntos nacionales? No puede haber capacitación profesional de ningún tipo cuando se cercena de este modo el acceso a la cultura. Eso por no citar la marginación laboral que sufren las mujeres saudíes o la tendencia del estado y las empresas privadas a invertir los beneficios en el extranjero, preferiblemente en occidente, en lugar de centrarse en proyectos de desarrollo locales y gestar una economía nacional verdaderamente competitiva, diversificada y preparada para disponer de alternativas a la industria de los hidrocarburos. Pero como ocurre en Libia, donde el régimen ha despilfarrado miles de millones de euros en cualquier cosa menos en construir escuelas, hospitales e infraestructuras modernas, la mentalidad arribista de los Saúd sólo tiene una prioridad: alimentar a su elite, compuesta por miles de emires y asociados, contentar a los intereses occidentales y mantener sumida a su gente en el atraso material y espiritual. A propósito de las revueltas árabes, suele decirse que en muchos casos no nacen de reivindicaciones económicas, ya que los tunecinos, los libios, los bahreiníes, los omaníes o los propios saudíes «viven bien y tienen pan». Sin embargo, la realidad es otra: no se trata de dar pábulo a las cifras macroeconómicas ni los balances oficiales ni mucho menos de comparar su situación con la de territorios sumidos en la pobreza, sino de tomar en consideración el lujo desenfrenado de las oligarquías y las penurias diarias de la mayoría.

Tras su regreso de una operación quirúrgica en Estados Unidos (lo cual dice mucho del grado de confianza de los gobernantes saudíes en su sanidad) y un periodo de (despilfarradora) rehabilitación en Marruecos en compañía de su séquito, el rey saudí anunció un paquete de medidas valoradas en unos 35 mil millones de dólares para ayudar a los parados y permitir la compra de primeras viviendas a los jóvenes. La propaganda oficial presentó este «detalle» como una muestra de generosidad del monarca, como si los fondos públicos que han de financiarlo fueran suyos y no de los saudíes. Pero es que no se puede presentar de otra manera: la mafia saudí, como la libia y tantas otras, piensa que el país es suyo y que el «gran bienestar social y económico» remite a su gran gestión. De hecho, el país lleva el nombre de la familia gobernante. Con estas medidas, el rey saudí pretendía contener un posible estallido social, siguiendo la pauta establecida por otros regímenes árabes antes que él; pero, inevitablemente, el ciudadano debía preguntarse, como nosotros, por qué no habían decidido mostrarse tan desprendidos en épocas pasadas.

En conclusión, el régimen saudí se asemeja mucho a los de su entorno en cuanto a la mala gestión de las riquezas nacionales y la magnificación de la corrupción y el despotismo en todas sus facetas. Mas por la repercusión de su política exterior y su infame sujeción a las consignas externas, muchas veces en contradicción con los intereses nacionales, así como por el innegable peso específico de su estado en el orbe islámico, la caída de la monarquía saudí supondría un respaldo innegable a la corriente de emancipación de los pueblos árabes y obligaría a Estados Unidos y sus secuaces europeos a plantearse de una vez por todas su política depredadora e inmoral en Oriente Medio. Por supuesto, se trata de una especie de quimera: hay demasiados factores en juego como para que los grandes intereses permitan una verdadera revolución popular en Arabia Saudí o, cuando menos, un proceso de reformas sustanciales. Pero los árabes se están dando tantas sorpresas a sí mismos -y no digamos a nosotros, tan democráticos y avanzados en todo, ¡oh!- que una más, la mayor de todas, sería una auténtica bendición.

http://www.nodo50.org/csca/agenda11/misc/arti67.html