«Esta fragancia era una mezcla de dos cosas, lo ligero y lo pesado» Patrick Suskind, El Perfume. No consigo entender el entusiasmo que despertó el debut literario de Patrick Suskind, a mediados de los ochenta, con El perfume [1] , Best Seller que con rapidez transformó al autor en celebridad. Suskind es una especie mezclada de Paulo […]
«Esta fragancia era una mezcla de dos cosas, lo ligero y lo pesado» Patrick Suskind, El Perfume.
No consigo entender el entusiasmo que despertó el debut literario de Patrick Suskind, a mediados de los ochenta, con El perfume [1] , Best Seller que con rapidez transformó al autor en celebridad. Suskind es una especie mezclada de Paulo Coelho con Gunter Grass, mientras la suya es una novela a medio cocinar entre el facilismo y la originalidad, relato plagado de giros mediocres, sin punto de comparación por ejemplo con La Paloma, una obra suya posterior mucho más compleja, más cuidada y si se quiere, también más profunda.
Esta novela es un coletazo más del realismo mágico en la literatura europea de nuestro tiempo. No logra sustraerse a cuestiones inverosímiles, fantasiosas, a los pasajes maravillosos, inexplicables, que bien podrían afincarse en mitologías medievales o en creencias populares y estampas de la vida francesa del siglo XVIII, a las que Suskind apela cuando construye sus escenas. Algunas poses real-maravillosos funcionan cuando no se someten a la exageración carnavalesca que era adecuada quizá en Rebeláis o Dante, pero estúpida en los episodios finales de El Perfume. ¿Interesante fantasear con una sustancia mágica (es el amor, sabemos en las últimas páginas) que enloquece a quien huele? ¿Sorprendente la orgía multitudinaria final (es un milagro, leemos) que además perdona al asesino confeso? ¿Lamentable o inteligente un inesperado cierre donde mendigos devoran vivo al personaje? ¿Creatividad absoluta o simple tontería?
No veo en Suskind una elaboración seria de su protagonista. Tampoco hay meticulosidad en el desarrollo de los hechos. Se notan más de lo conveniente escenas de relleno incluídas por descuido o premuras de tiempo. Sin embargo, la narración atrapa, se lee con ligereza, por dos motivos: en primer lugar posee abundantes descripciones muy logradas. Es el fuerte indiscutible del autor. Por otra parte Suskind reproduce al pie de la letra la estructura de los cuentos de hadas, que a estas alturas conocemos más por películas de Hollywood que por los propios cuentos de hadas. Un método infalible aunque mediocre, que busca enganchar públicos poco exigentes.
A pesar de sí misma, la idea original de la obra es una fuente inabarcable de posibilidades; no a cualquiera se le ocurre crear un universo, un personaje, una trama, a partir de los olores, en contravía de nuestra naturaleza predominantemente visual o auditiva. De explorar ese universo, el de los olores, es que brotan las mejores páginas del libro. Con tremenda idea original en las manos, sigo sin comprender por qué el autor se refugia en frivolidades tan grandes como «la esencia olfativa del amor» que justifique dentro de su historia sucesos inverosímiles, o apele a giros de última hora tan improvisados como ingeniar de repente un antagonista perspicaz que desentrañe el nudo del relato.
Hay otro mérito del autor, después de todo. Su historia parece hacer metástasis por fuera de las páginas como simulacro irónico en la entusiasta recepción que la crítica hizo del libro. Siendo una novela mala, logró un deslumbramiento excesivo, parecía que el olor de las líneas embrujaba, perturbaba las opiniones de los entendidos. Será entonces que la novela es igual a esa «fragancia que […] atraía irrevocablemente hacia sí». Inexplicablemente, casi un absurdo, El Perfume derivó en clásico contemporáneo cuando es uno de esos pocos libros superados con creces por su versión cinematográfica.
[1] Patrick Suskind, El Perfume, Seix Barral, Barcelona, 1985.
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