Tremenda Nota preguntó a varios artistas e intelectuales cubanos sobre el Decreto 349. Casi todos y todas callaron o alegaron no contar con «suficiente información». Uno de los que decidió hablar es el poeta, dramaturgo, crítico y activista LGBTIQ+, Norge Espinosa Mendoza. Hoy publicamos las reflexiones del autor de «Vestido de novia». Para seguir […]
Tremenda Nota preguntó a varios artistas e intelectuales cubanos sobre el Decreto 349. Casi todos y todas callaron o alegaron no contar con «suficiente información». Uno de los que decidió hablar es el poeta, dramaturgo, crítico y activista LGBTIQ+, Norge Espinosa Mendoza. Hoy publicamos las reflexiones del autor de «Vestido de novia».
Para seguir recordando a Desiderio Navarro
Con el diálogo reactivo, esa maniobra tan propia de los cubanos, se ha respondido hasta ahora a la aparición del Decreto 349, que publicó la Gaceta Oficial el pasado 20 de abril con la firma del actual presidente de la nación.
Desde entonces se ha polarizado la discusión (no exactamente debate) alrededor de dicho documento que regula el trabajo de artistas en nuestro país y propone, quiérase o no, una marca en el terreno de lo posible y permisible en las obras de los creadores. Una barrera que va lo mismo hacia la negación del uso de símbolos patrios en esas producciones, que contra el lenguaje soez y lesivo a la «dignidad humana». Y que traza un círculo rojo alrededor de la posible contratación de artistas, aclarando que solo se permitirá tal cosa a los que tengan un respaldo institucional. Esas y otras aristas del documento, han desatado las más diversas reacciones.
Una de ellas, la que cree que tal decreto va directo al corazón de los reguetoneros, como si fueran los únicos que apelan a un discurso sexista, machista y homofóbico en la cultura cubana de hoy. Que sean ellos quienes lo hayan espectacularizado y diseminado con mayor ímpetu, no los hace los únicos exponentes de tal cosa, a la cual se quiere poner coto ahora, tal vez ya demasiado tarde.
Que un grupo de creadores independientes haya respondido al decreto con performances y acciones diversas, echó más leña al fuego, poniendo en evidencia otros costados vulnerables no solo de lo que, en términos de ley, entendemos hoy en Cuba acerca de la cultura sino, además, de sus ramificaciones en pos de expresiones abiertas en otras áreas, sitios y plataformas. Y es que aunque el decreto se firmó en abril, no deja de traer a la mente de algunos temores bien fundados, porque la memoria existe como una válida señal de advertencia.
Que el gobierno de Cuba, a través de su Ministerio de Cultura (Mincult), se pregunte por los contenidos y temáticas de las obras de arte que están al alcance de la población, nuestras o foráneas, no debiera preocuparnos. Que esa actitud diseccione a partir de otros códigos lo que resulte válido en la creación y los elementos conceptuales de esos discursos, sí. Sobre todo si ello desencadena acciones basadas en criterios que el documento aún no revela, y que pone en mano de un grupo de supervisores del Mincult la potestad de discriminar qué se debe y no se debe difundir, qué obra puede ser calificada de lesiva o pornográfica, o cuál puede ser el tono o la clave de esa obra «que infrinja las disposiciones legales que regulan el normal desarrollo de nuestra sociedad en materia cultural». La propia frase implica una «normalización» de la creación artística que bastaría para replantearnos un diálogo firme y abierto con entidades culturales y quienes son su propia razón de ser.
Los artistas y creadores cubanos, incluso los que pueden estar de acuerdo con parte de lo que aquí se implementa, deberían haber sido consultados acerca de este tema, y ahora reciben el decreto como una suerte de bola caliente que se les llega sin demasiadas advertencias. El documento pone en una misma línea de control acciones y tendencias diversas, y a todas les impone un código de conducta que, de no ser cumplido, podría penalizar con dureza.
Faltando el debate previo, las discusiones y reacciones que desencadenó el Decreto 349 parecen ahora cosa que viene tardíamente, pues la fecha de aplicación de estas normativas se acerca, y los espacios donde se esperaría que las propias instituciones cubanas de la cultura expusieran sus pro y sus contra al respecto, siguen silenciosos salvo rarísimas excepciones.
Entre las cosas que más me preocupan está la palmaria imposibilidad que ahora mismo tenemos en Cuba para estructurar diálogos coherentes y argumentados acerca de algunos puntos álgidos de nuestra realidad. Y el desaprovechamiento, y la desconfianza, de ciertas plataformas y niveles dentro de nuestro propio sistema, a través de los cuales se podría obtener una visión transparente y orgánica de qué cambios tenemos, necesitamos y podemos discutir más allá de las reacciones inmediatas.
Mi preocupación más urgente radica ahí, en el surgimiento de esa nueva especie que serán los supervisores, a los que se les entregará el poder de calibrar positivamente o no el quehacer de nuestros creadores. ¿Serán artistas comprometidos a juzgar la obra de sus iguales, o funcionarios? ¿Operarán a partir de un sistema de diálogo con la máxima dirección, o decidirán entre ellos, ya en la capital o en las provincias, qué debe o no estar en el Index?
Desde el teatro cubano, la zona en la que me muevo con mayor amplitud, y que también ha sido la gran víctima de purgas y equivocaciones que no pueden restañarse con el lamento tardío, sumo mis preocupaciones a las de varios colegas.
Entre esos usos prácticos de la memoria, busco en mi propia historia cultural señales que me ayuden a tener una visión más clara de lo que se avecina, de lo que es inminente, y que hay que asimilar ya como desafío. Pero al mismo tiempo me digo que no son las épocas de esos maestros, que tampoco son los años 70, que estamos en el tiempo de los millenials, y que la cultura, para ser, debe ser siempre un territorio de nuevas y posibles libertades.
Que este decreto exista es un síntoma innegable: la visibilización de que en nuestra cultura hay ahora mismo conflictos y un determinado grado de deterioro que ataca lo que alguna vez creímos podía funcionar en cierto ámbito, y que desgraciadamente ya no opera en esa dirección.
Que esa preocupación ocupe, primeramente, a los propios creadores, y que puedan crearse alianzas entre ellos y la estructura de poder para solventarlos, en un instante donde cualquier ingenuidad resultaría muy cara, debería haber sido el punto de arrancada de acciones y documentos que, con mayor claridad, asimilaran las voces de todas las partes implicadas, y nos hicieran sentir más tranquilos, o mejor convocados, que es quizás lo esencial, a obrar en pro de ello.
Satanizar el arte alternativo, las fórmulas de creación independientes, significa olvidar que en la historia del arte es, justamente, desde esos márgenes, que han surgido varios movimientos liberadores. Toca al artista vivir su desafío, y al Estado ser eco de los mismos, nunca pasivo, pero tampoco sordo y ciego cuando de articular diálogos y controversias impostergables se trate.
Reducir la voluntad y necesidad de orden a un catálogo cerrado de posibilidades suele generar desconfianza y abroquelamientos. Y aunque no falte quien crea que ya sabrá el artista cubano burlar las sospechas de los posibles supervisores, creo que la hora del país que emite esta regulación debería estar marcada por una apertura más inteligente, teniendo en cuenta que otros asuntos, no menos preocupantes, deberían reclamar la misma, sino mayor, atención por parte de nuestros dirigentes.
Que no se trata solo de los artistas, sus talentos respectivos, y de sus discursos. Sino también de la educación en la casa y la escuela, el modo en que cada ciudadano responde a las urgencias de su cotidianidad, el orden que la cultura le brinda para asumirlo o superarlo, y la manera en que, desde la Política, nos entendemos como ciudadanos verdaderamente cultos. Y en eso, como van demostrando los debates sobre algunos puntos del Proyecto de Constitución, en Cuba aún nos falta por hacer.
Hace justamente 50 años, tres piezas importantes de la cultura cubana contemporánea eran motivo de escrutinio. En el premio UNEAC fueron galardonadas Los siete contra Tebas, pieza teatral de Antón Arrufat sobre el original de Esquilo, y Fuera de juego, poemario de Heberto Padilla. A inicios de ese 1968, Virgilio Piñera se alzaba con el Premio Casa de las Américas con Dos viejos pánicos, su drama articulado sobre los referentes de Ionesco y Beckett pero adaptados a la idea de un miedo que el autor tenía por muy suyo.
Tales autores, y sus obras, pagaron lo suyo: ostracismo por varios años, y en el caso de los dramaturgos, tardaron casi veinte y cuarenta años, en cada caso, para que sus diálogos llegaran al auditorio. La poesía civil de Padilla ha reaparecido en algunas antologías, como Las palabras son islas. La prensa cultural cubana no ha recordado aún el cincuentenario de esos galardones. Nos cuesta recordar y sacar las debidas lecciones de ciertas historias, a fin de no repetir silencios y distanciamientos. Esos retornos nos sirven como señales de alerta. En pos del diálogo mayor que es la Cultura, deberíamos recordar más, y mejor.