No entraré en una controversia historiográfica sobre si nuestra historia es la de un país normal o no, en relación a otros países de nuestro entorno europeo. Borja Riquer, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, en un artículo de El País, titulado La historia de un país normal, pero no tanto, presenta un decálogo de rasgos peculiares de nuestra historia contemporánea. Obviamente se podría poner alguno más, pero este decálogo me parece bastante atinado para definir la excepcionalidad de la Historia de España y que para él y para mí también supusieron unos impedimentos que hipotecaron, hasta hace muy poco, una auténtica homologación a las pautas europeas. Los enuncia telegráficamente y los subrayo en negrita, mas yo trataré de ahondar, profundizar y explicitar ampliamente en algunos de ellos. Al final expondré unas reflexiones.
- Liberalismo decimonónico
- Movimiento antiliberal
- Nacionalización de los ciudadanos
- Imperio colonial
- El desastre de 1898
- Movimientos nacionalistas
- Nula presencia en la vida europea
- Guerra Civil
- Franquismo
- Democracias europeas
1. Liberalismo decimonónico
La debilidad política del liberalismo decimonónico, evidenciada por la fragilidad de las propuestas civilistas frente a un militarismo extremadamente poderoso. El protagonismo de los militares en la vida política española del XIX y del XX no tiene demasiados símiles europeos. Es cierto, pero además del ejército, yo también añado como graves obstáculos a la expansión del liberalismo, la Iglesia católica y la Monarquía. Hablaré sobre las tres instituciones.
Sobre el ejército. Según Josep M. Colomer en su libro España: la historia de una frustración, lo único que el ejército español nunca ha hecho es lo único que se espera de un ejército: defender el país de los ataques extranjeros. Derrotado en el exterior y también en el interior con los franceses en 1808 y 1823, además de controlar y perseguir a los propios españoles se dedicó a la actividad política. También es cierto que en gran parte como señala Stanley Payne, debido a la debilidad institucional del Estado, no necesariamente porque los militares fueran especialmente ambiciosos, sino porque la sociedad política se había derrumbado. Por ello, muchos militares se sintieron obligados a intervenir en política para sustituir a un gobierno inadecuado, según sus criterios naturalmente. Fue la insuficiencia institucional del Estado español la que estuvo en la raíz del problema militar. Y como consecuencia de ese papel fundamental de los militares en la política, eso obstaculizó el desarrollo de las instituciones civiles y confirmó la debilidad del Estado. Un círculo vicioso de difícil salida. Las diferentes formas de intervencionismo militar en la política fueron en los dos últimos siglos: pronunciamientos, golpes militares y guerras civiles. Desde el primer gobierno postabsolutista en 1834 hasta la muerte de Franco en 1975, de los 141 años en 70, el jefe de Gobierno fue un general. Espartero, Narváez, O´Donnell, Prim, Miguel Primo de Rivera, Berenguer, Aznar, Franco, Carrero Blanco… Durante el régimen de Franco 40 de los 114 ministros fueron militares. Entre 4 y 8 militares como promedio hubo en sus gobiernos. Cerca de 1.000 de los 4.000 procuradores en Cortes durante 25 años fueron militares. Para acabar, llegamos a 1981 con Armada, Tejero, Milans del Bosch… Y esto deja huella en nuestra historia. El estilo militar de tratar los asuntos públicos es el de «ordeno y mando», muy distante del de una democracia auténtica. Por ello, una de las tareas más complicadas tras la llegada de la democracia fue la de adaptar el ejército al nuevo sistema político, para que, sus miembros, como el resto de los funcionarios, se habituasen a cumplir las órdenes del gobierno de turno. Con ese objetivo hubo algunas reformas del general Manuel Gutiérrez Mellado con el gobierno de Suárez para poner a las Fuerzas Armadas bajo el control civil en 1976. En 1981 Leopoldo Calvo Sotelo en su gobierno nombró al civil Albert Oliart, como ministro de Defensa, en el primer gabinete en muchas décadas (probablemente el primero), en el que no hubo ningún militar. Igualmente las reformas de Narcís Serra con Felipe González, como los pases voluntarios a la Reserva, castigos por opiniones políticas, disminución de la edad de jubilación, etc. O la entrada en la OTAN, lo que supuso a los militares españoles el tener que convivir con los de otros países de una larga historia democrática. O la abolición del servicio militar obligatorio en 2002. Termino con una pregunta. ¿El ejército español se ha adaptado al sistema democrático?
Sobre la Iglesia católica. El liberalismo español no solo claudicó ante la Iglesia católica en la Constitución de Cádiz, lo hizo también en la primera mitad del siglo XIX a excepción en el terreno financiero. Ni se planteó la separación de la Iglesia y el Estado, ni se cuestionó la confesionalidad, ni se discutió el papel de las congregaciones religiosas en la enseñanza o en la beneficencia. El intento secularizador del Sexenio fracasó y con la Restauración volvió la confesionalidad con una tolerancia religiosa limitada. La Segunda República supuso el triunfo de postulados secularizadores. El golpe militar de 1936 vinculó su sentido al de una “Cruzada” en defensa de la religión católica y con el franquismo volvió la confesionalidad y la intolerancia. Curiosamente, antes de que finalizase el régimen, la libertad religiosa vendría de los cambios en la Iglesia con el Concilio Vaticano II al romper con su tradicional intransigencia y con su exigencia de que se le reconociera como única poseedora de la verdad. Esta postura eclesiástica tuvo como consecuencia indirecta que la Iglesia española pidiera al Estado un cambio en su confesionalidad, que solo culminará con la llegada de la democracia y la Constitución de 1978. Una confesionalidad camuflada, ya que un Estado «aconfesional» paga a los profesores de religión católica en los centros educativos para que impartan doctrina.
Sobre la monarquía. Como destaca el historiador Juan Pro: “la opción de mantener a los Borbones demostró ser un suicidio político para cuantos luchaban por las libertades y por un estado representativo”. Resultan excepcionales los acontecimientos relacionados con la Monarquía en España. Los Borbones fueron dos veces expulsados: la primera con Isabel II tras la revolución en 1868. La segunda, con Alfonso XIII, en 1931, tras unas elecciones municipales. Lo normal es que ya hubieran desaparecido definitivamente de nuestro panorama político. Pues, todo lo contrario. La dinastía borbónica en España tiene una gran capacidad de supervivencia. Vuelve una vez tras otra. Da igual los errores cometidos. Y vuelve a ser restaurada. En nuestra historia contemporánea en dos ocasiones por el estamento militar.
Hagamos una referencia a Isabel II que nos proporciona Isabel Burdiel en su artículo Isabel II. Un perfil inacabado. Es un despacho secreto y confidencial de 1854, que C. L. Otway, embajador británico en Madrid, envió a su ministerio.
“Es un hecho melancólico que el mal tiene su origen en la persona que ocupa la dignidad real, a quien la naturaleza no ha dotado con las cualidades para subsanar una educación vergonzosamente descuidada, depravada por el vicio y la adulación de sus cortesanos, de sus ministros y, me aflige decir, de su propia madre. Todos la guían y la influyen para sus propios intereses individuales, han planeado y animado en ella inclinaciones perversas, y el resultado ha sido la formación de un carácter tan peculiar que es indefinible y que tan sólo puede ser comprendido imaginando un compuesto simultáneo de extravagancia y locura, de fantasías caprichosas, de intenciones perversas y de inclinaciones generalmente malas”. Que estuviera al frente de la jefatura del Estado durante 25 años resulta lamentable, de ahí su expulsión en 1868. En España la mejor fábrica de republicanos son los Borbones. Isabel Burdiel la compara con la reina Victoria de Inglaterra. ¡Vaya diferencia! Esta última fortaleció y afianzó con su comportamiento personal y político la institución monárquica.
Alfonso XII, hijo de Isabel II, fue restaurado el 30 de diciembre de 1874 por el pronunciamiento del general Arsenio Martínez Campos en Sagunto, no sin que antes en enero de 1874 el general Pavía diera un golpe de Estado al entrar en las Cortes y poner fin a la Primera República.
Me fijaré ahora en el artículo La Monarquía malherida de Javier Moreno Luzón. Aunque España no entró en la Primera Guerra Mundial, siguió la pauta de la Europa sureña y, en vez de evolucionar hacia una monarquía parlamentaria, suspendió su ordenamiento constitucional en 1923 para instaurar una dictadura militar con respaldo del rey, Alfonso XIII. Como a otros de sus congéneres, esa apuesta le costó la corona, en su caso con la proclamación de una república democrática en 1931. La monarquía española era incompatible con la democracia. Sin embargo, y contra las tendencias coetáneas europeas, los Borbones volvieron a reinar en España. Una circunstancia excepcional que fue obra de otro militar, Francisco Franco. No quiso reponer al heredero de la dinastía, Juan de Borbón, con el que alternó aproximaciones y alejamientos, pero educó a su hijo y lo nombró sucesor a título de rey en 1969. Transformado en príncipe de España, un título nuevo, Juan Carlos no tenía más legitimidad que la franquista para llegar a la jefatura del Estado. Un pecado original difícil de diluir. Sin embargo, desde su atalaya reunió otras legitimidades: la dinástica, transmitida por su padre, y, sobre todo, la democrática, pues se avino a celebrar elecciones, legalizar partidos y elaborar una Constitución que le despojaba de las funciones heredadas de Franco a cambio de ratificarlo en el cargo. Por ello, durante dos décadas con gran apoyo mediático Juan Carlos I fue muy valorado, especialmente por su intervención el 23-F y como piloto de la transición. En el paso del siglo XX al XXI, estos mimbres de la imagen regia comenzaron a resquebrajarse. Aparecieron dudas sobre la Transición. En los círculos historiográficos se criticaban ya los excesivos elogios a Juan Carlos I como un «rey taumaturgo», del cambio político. Frente a la insistencia en los acuerdos entre las elites aperturistas del franquismo y las prudentes de la oposición, algunos investigadores mostraron el relieve de los movimientos sociales y políticos en el proceso. Lo cual apagaba el estrellato juancarlista. Más trascendencia tendrían las campañas por la recuperación de la memoria histórica, es decir, las demandas de reconocimiento de las víctimas del franquismo, olvidadas según sus promotores cuando el primer parlamento de la democracia amnistió a los represores. Esa falta de reparación suponía una democracia de mala calidad, con una gran influencia de fuerzas autoritarias sin depurar. En las versiones más militantes, Juan Carlos I no era sino la punta de lanza de esa operación conservadora. Si la Transición no parecía ya tan modélica, tampoco cabía ensalzar a su principal protagonista. Además, entre las izquierdas y los más jóvenes penetraba la convicción de que la república, rescatada del pasado cara el futuro, representaba mucho mejor sus ideales. Finalmente, la posición de Juan Carlos I se debilitó por la pérdida de su aura de ejemplaridad, según Isabel Burdiel, cuando «la monarquía ha perdido su discreto encanto y se ha convertido en materia de escándalo». La prensa rompió su complicidad anterior con la realeza y empezó a airear sus asuntos familiares y financieros.
2. Movimiento antiliberal
La existencia de un excepcional movimiento antiliberal, el carlismo, que además de provocar tres conflictos civiles en el siglo XIX, estuvo presente en la guerra civil de 1936-1939. Es decir, que persistió más de un siglo, cosa que no sucederá, por ejemplo, ni con el miguelismo portugués ni con el legitimismo francés. Me parece impecable la visión sobre el carlismo de Josep Fontana en su libro Transformaciones agrarias y crecimiento económico en la España contemporánea, ya de 1975:
“En España la liquidación del Antiguo Régimen se efectuó mediante una alianza entre la burguesía liberal y la aristocracia latifundista, con la propia monarquía como árbitro, sin que hubiese un proceso paralelo de revolución campesina. Lejos de ello, los intereses del campesinado fueron sacrificados, y amplias capas de labriegos españoles (que anteriormente vivían en una relativa prosperidad y vieron ahora afectada su situación por el doble juego de la liquidación del régimen señorial en beneficio de los señores y del aumento de impuestos) se levantaron en armas contra una revolución burguesa y una reforma agraria que se hacían a sus expensas, y se encontraron, lógicamente, del lado de los enemigos de estos cambios: del lado del carlismo. Así se puede explicar lo que con el esquema francés resulta inexplicable: que la aristocracia latifundista se situase en España del lado de la revolución, y que un amplio sector del campesinado apoyase a la reacción. No podría entenderse correctamente la importancia que el carlismo tuvo en el siglo XIX español, si se ignorase esta raíz de revuelta campesina -no de revolución, puesto que carecía de soluciones para el futuro-, y se quisiese reducirlo al discutible y trivial problema jurídico de la sucesión, o al entusiasmo que pudieran suscitar personalmente tío y sobrina, que allá se andaban uno y otra en cualidades de gobernante. Eran dos concepciones distintas de cómo debía estar organizada la sociedad las que se enfrentaron en unas guerras civiles sangrientas, que fueron más que una simple pelea entre frailes montaraces y conspiradores de logia, como algunas caricaturas, de uno y otro lado, pretenden. Y en esas concepciones contrapuestas de cómo debía organizarse la sociedad, el problema de la tierra ocupaba un lugar central”.
Sin citarlo expresamente Fontana habla del fracaso de las desamortizaciones, tanto de la de Mendizábal, como de la Madoz, a la hora de crear una masa importante de campesinos propietarios, que hubiera generado una estabilidad en el campo español. Los grandes beneficiados fueron la aristocracia y la burguesía. Resulta fácil entender que los descendientes de ese campesinado sin tierras, luego se hicieran anarquistas, socialistas o comunistas. La evolución hubiera sido muy diferente de haberse llevado a cabo el programa del economista Flórez Estrada, que se opuso al de Mendizábal, que enlazaba con el espíritu de los ilustrados: desamortizar para reformar la estructura agraria. Su propuesta era arrendar en enfiteusis por cincuenta años a los mismos colonos que las estaban trabajando para la iglesia.
3. Nacionalización de los ciudadanos
La débil nacionalización de los ciudadanos a lo largo del siglo XIX, resultado no sólo de las precariedades del propio Estado liberal, sino también de la ausencia de un proyecto nacionalista español con capacidad de generar un amplio e ilusionante consenso. En España esa emoción colectiva se sintió en la Guerra de la Independencia en 1808-1814, cuando el pueblo en armas luchó contra los ejércitos napoleónicos. La nación irrumpió. Mas los lazos de las uniones políticas, como los de las amorosas, no pueden darse por supuesto: han de ser renovados con alguna efusión. Y en España no han vuelto a producirse emociones semejantes a la de 1808-1814 en 200 años posteriores. Según Álvarez Junco la revolución liberal decimonónica sirvió para modernizar, uniformizar y centralizar el aparato estatal español, aunque fracasó a la hora de nacionalizar a las masas. El Estado español del siglo XIX no se preocupó por crear esas escuelas públicas donde habían de “fabricarse españoles”, como dice Pierre Vilar. Dejó que dominaran los colegios religiosos, más preocupados por fabricar católicos.
4. Imperio colonial
La pérdida de todo el imperio colonial, en dos fases (1824 y 1898), cuando la «norma» europea era lo contrario.
5. El desastre de 1898
El «desastre» de 1898 provocará una grave crisis de identidad, por lo que España entró en el siglo XX pasando de la consideración de «imperio arruinado a nación cuestionada». De ahí, el surgimiento el regeneracionismo, movimiento intelectual que entre los siglos XIX y XX medita objetiva y científicamente sobre las causas de la decadencia de España como nación. Conviene, sin embargo, diferenciarlo de la Generación del 98, con la que se le suele confundir, ya que, si bien ambos movimientos expresan el mismo juicio pesimista sobre España, los regeneracionistas lo hacen de una forma objetiva, documentada y científica, mientras que la Generación de 1898 lo hace en forma más literaria, subjetiva y artística. Su principal representante fue el aragonés Joaquín Costa.
Francisco Silvela el 16 de agosto de 1898, publicó en el periódico El Tiempo de Madrid, un artículo muy significativo del momento, titulado Sin pulso, que causó una gran conmoción en la opinión española.
Un breve fragmento: “Quisiéramos oír esas o parecidas palabras brotando de los labios del pueblo; pero no se oye nada: no se percibe agitación en los espíritus, ni movimiento en las gentes. Los doctores de la política y los facultativos de cabecera estudiarán, sin duda, el mal: discurrirán sobre sus orígenes, su clasificación y sus remedios; pero el más ajeno a la ciencia que preste alguna atención a asuntos públicos observa este singular estado de España: dondequiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso…”
6. Movimientos nacionalistas
España fue el único país europeo en el que surgirán a finales de siglo movimientos nacionalistas, precisamente en las áreas más dinámicas y desarrolladas (Cataluña y el País Vasco). Y el hecho de que estos movimientos se desarrollen notablemente a lo largo del siglo XX hasta convertirse en las fuerzas políticas mayoritarias en estos territorios, fenómeno sin parangón en la Europa actual. A la muerte de Franco, Juan J. Linz escribía, en el IV Informe Foessa, que España era «un Estado para todos los españoles, una nación-Estado para gran parte de la población, y sólo un Estado y no una nación para minorías importantes». Hoy, esas «minorías importantes», se han incrementado. Fijémonos en Cataluña y en Euskadi, tal como reflejan los resultados en las diferentes elecciones. Nueva mente insisto en el fracaso del proceso de nacionalización en España. Tomás Pérez Viejo, el fracaso de un Estado-nación se muestra cuando es incapaz de conseguir que todos sus ciudadanos se sientan parte de una misma comunidad nacional. Las naciones no son realidades objetivas, sino mitos de pertenencia que se construyen y renuevan en el tiempo. Ya lo dijo Renan en una conferencia de 1882. ¿Qué es una nación? La nación es un plebiscito cotidiano, pacto de convivencia renovado día a día y siempre contingente. Y algunos no entienden que ese sentimiento no se puede imponer ni por ley ni a banderazo limpio. De hacerlo así puede ser contraproducente.
7. Nula presencia en la vida europea
España ha tenido una casi nula presencia e influencia en la vida europea contemporánea: que desde 1814 no intervenga en ninguno de los numerosos conflictos continentales, como las dos Guerras Mundiales, y que hasta la década de los 80 del siglo XX no pertenezca a ninguna alianza ni diplomática, ni militar o ni económica. El aislamiento europeo de España fue superior incluso al de Portugal y Grecia. España se convirtió en el 16º miembro de la OTAN el 30 de mayo de 1982. Y la entrada en la Unión Europea se hizo efectiva en 1986, pero la firma del Tratado de Adhesión en Madrid se produjo en junio de 1985..
8. Guerra Civil
España es el único caso europeo de un país que en pleno siglo XX sufrió una sangrienta guerra civil, de 30 meses de duración, que acabará provocando una profunda ruptura interior. En todo caso, podría hablarse de una guerra civil en la antigua Yugoslavia. La Guerra civil supuso el acontecimiento más importante de nuestra historia del siglo XX, que ha dejado unas huellas imborrables, como estamos comprobando en las reticencias de amplios sectores políticos y ciudadanos ante las reivindicaciones del movimiento de la Memoria Histórica: o que el dictador Franco después de su muerte haya permanecido más de 40 años en el Mausoleo del Valle de los Caídos, como símbolo de su victoria y humillación de los vencidos, es una anomalía democrática. ¿Existe algún mausoleo de Hitler en Berlín, de Mussolini en Roma, de Pol Pot en Nom Pen, o de Videla o Galtieri en Buenos Aires? Parece más pertinente el término de guerra de España que el de guerra civil. Tal idea la sugiere el historiador David Jorge en el libro ‘Inseguridad colectiva. La sociedad de Naciones, la Guerra de España y el fin de la paz mundial’. Obviamente hubo una guerra civil entre españoles, que lucharon en diferentes ejércitos. Mas, es más apropiado el término de guerra de España, porque hubo una clara intervención internacional, fundamental en todas las fases del conflicto: en la preparación del golpe, en el desarrollo de la guerra, en su resultado final e incluso en el mantenimiento de la dictadura de Franco tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. En todos estos momentos, la dimensión internacional fue absolutamente decisiva. No se puede, por tanto, reducir el conflicto a una mera guerra civil. Se habla de guerra de Corea o de Vietnam, aunque también en ellas hubo un enfrentamiento civil. Recurriendo de nuevo a David Jorge, el término impuesto de «guerra civil» responde a unas razones determinadas, sobre todo del Reino Unido. Concretamente, fueron tres. Primera, preservar los intereses económicos y geoestratégicos del Imperio Británico en Riotinto, Gibraltar y Baleares. Segunda, según avanza la guerra, a Londres le interesa justificar la No Intervención. Quiso venderla como un éxito alegando que había logrado limitar el conflicto, a pesar de ser internacional, a las fronteras españolas. La tercera, terminada la Segunda Guerra Mundial, fue cuando más se enfatizó la idea de la ‘Spanish Civil War’. Servía perfectamente para separar la guerra española de la mundial y, así, justificar que los aliados no procedieran a liberar la España de Franco después de hacer lo propio con Italia, Alemania y Japón
9. Franquismo
El franquismo será el único régimen fascista de Europa nacido de una guerra civil. Además, el régimen de Franco tendrá una duración excepcional (casi el doble que el régimen de Mussolini y el triple que el de Hitler) y sólo desaparecerá tras la muerte del dictador. A Franco no le sobrevivió ni Salazar. El abandono de los aliados al Gobierno legítimo de la República sirvió para consolidar y mantener la dictadura franquista, lo que le llevó a Indalecio Prieto a decir con pleno acierto que la República fue vencida dos veces: por el fascismo en 1939 y por los aliados en 1945. He comentado antes que terminada la Segunda Guerra Mundial, fue cuando más desde el Reino Unido se enfatizó la idea de la ‘Spanish Civil War’. Servía perfectamente para separar la guerra española de la mundial y, así, justificar que los aliados no procedieran a liberar la España de Franco después de hacer lo propio con Italia, Alemania y Japón. Y por supuesto, el contexto geopolítico de la Guerra Fría, salvará al régimen y favorecerá una época de integración internacional, gracias al anticomunismo español EE.UU. se acercó al régimen y se firmó un acuerdo en 1953 a cambio de ayuda económica para España, EE.UU. establecía 4 bases militares en suelo español. Poco después España firmó un Concordato con la Santa Sede, en 1953 donde Franco concedía a la Iglesia católica numerosos privilegios a cambio de su apoyo y poder elegir candidatos a obispos (nacionalcatolicismo). En 1955 España entró en la ONU.
10. Democracias europeas
España sólo se incorporará a los regímenes democráticos europeos de forma definitiva en la penúltima fase democratizadora, junto con Grecia y Portugal: es pertinente recordar que la primera fase es de antes de 1914; la segunda tuvo lugar en 1918; la tercera, en 1945; la cuarta, en 1974-1977, y la última se ha producido a partir de 1989.
Como colofón a lo expuesto me parece muy interesante la reflexión del catedrático de la Universidad de Zaragoza Manuel Ramírez en su libro España en sus ocasiones perdidas y la Democracia mejorable. Habla en 2000 de diferentes ocasiones perdidas de nuestra historia: la primera en 1812; la segunda en 1868-1874; y la tercera en 1931-1936. Y le preocupa, insisto lo escribe en el año 2000, hace 22 años, que la que llama democracia mejorable, sea la cuarta ocasión perdida de nuestra historia. Y hoy Manuel Ramírez, ya desaparecido, si observara los problemas políticos, sociales y económicos en los que estamos sumergidos, de mayor enjundia y calado que en el 2000, su preocupación seguro que se habría incrementado de echar por la borda una nueva ocasión de nuestra historia. Lamentablemente no aprendemos los españoles de nuestra historia. Por ello, contaba Josep Fontana: En una ocasión un periodista preguntó a don Ramón Carande, maestro de historiadores: “Don Ramón, resúmame usted la Historia de España en dos palabras”. La respuesta de Carande no se hizo esperar: “Demasiados retrocesos”.
En uno de los párrafos de Mazurca para dos muertos, Camilo José Cela hace decir al personaje principal lo siguiente: “España es un hermoso país, Moncha, que salió mal, ya sé que esto no se puede decir, pero ¡qué quieres!, a los españoles casi ni nos quedan ánimos para vivir, los españoles tenemos que hacer enormes esfuerzos y también tenemos que gastar muchas energías para evitar que nos maten los otros españoles”. Aunque son palabras escritas en el contexto de la última guerra civil, el veredicto de Cela tiene mucho de profundo dolor. ¡España como un hermoso país que salió mal! Por esto o por aquello. Palabras para que los españoles reflexionemos. Mas, como señala Garcés, uno de los personajes de la Velada de Benicarló de Azaña:: “La moderación, la cordura, la prudencia de que yo hablo, estrictamente razonables, se fundan en el conocimiento de la realidad, es decir, en la exactitud. Estoy persuadido de que el caletre español es incompatible con la exactitud: mis observaciones de esta temporada lo comprueban. Nos conducimos como gente sin razón, sin caletre. ¿Es preferible conducirse como toros bravos y arrojarse a ojos cerrados sobre el engaño? Si el toro tuviese uso de razón no habría corridas”.