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Decisión y enroque

Fuentes: Rebelión

Hace unas semanas escribí un artículo reflexionando sobre nuestro orden constitucional y la cuestión territorial. También presentaba una pequeña propuesta sobre los términos en que sería jurídicamente viable y políticamente útil realizar un referéndum sobre el derecho de autodeterminación que, además, dotara de contenido propio a la reivindicación del «derecho a decidir». Reflexionando sobre este […]

Hace unas semanas escribí un artículo reflexionando sobre nuestro orden constitucional y la cuestión territorial. También presentaba una pequeña propuesta sobre los términos en que sería jurídicamente viable y políticamente útil realizar un referéndum sobre el derecho de autodeterminación que, además, dotara de contenido propio a la reivindicación del «derecho a decidir».

Reflexionando sobre este tema, leyendo las opiniones de otros, y comentándolo con amigos en la víspera del 1-O, se me ocurría pensar en que, conforme se tensa la cuerda, el ciudadano «derecho a decidir» se va tiñendo de decisionismo soberano. La verdad es que no es algo sorprendente, pero conviene explicitarlo, porque a veces lo más evidente es lo menos visible.

No es sorprendente, además, que la cuestión decisoria tome tanto más peso cuanto más se demuestra insuficiente la perspectiva positivista de acuerdo con la cual la ley es la ley porque es la ley y, precisamente porque es la ley, la ley hay que cumplirla. El ordenamiento jurídico hunde sus cimientos en las instituciones, y se hace real en la medida en que las instituciones lo acatan y lo ejecutan. Y al mismo tiempo las instituciones pueden actuar al margen de la legalidad o dar una apariencia de legalidad a lo que en realidad carece de ella, dando lugar a aberraciones jurídicas.

En Cataluña hemos visto recientemente unas pocas de esas, empezando por la ley de referéndum y la de transitoriedad jurídica. Y desde posiciones de izquierdas uno puede estar de acuerdo o no con estas formas de desobediencia, que no es solamente civil sino también institucional, y que a veces se queda a medio camino por las contradicciones que se dan en el seno del bloque «autodeterminista».

Lo que importa más, y es más grave, es que esas aberraciones también se dan en el lado opuesto. De hecho, diría que el bloque centralista fue el primero en retorcer la ley. Ya hablé, en ese artículo anterior, del Estatut y de cómo eso rompió el consenso interpretativo. Pero t ambién podríamos hablar de la reciente reforma del TC. Y, antes de eso, de la Ley Mordaza y la institución de un «derecho administrativo del enemigo». Y de la reforma del Código Penal que establece la cadena perpetua revisable. Y de la reforma del artículo 135 de la CE. Lo más reciente, sin embargo, es el modo en que el bloque centralista ha ido tomando medidas para aplicar el 155 de facto, evitando el debate parlamentario, el coste político que esto tendría, los mecanismos de control que ese artículo prevé . Todavía se está explorando la posibilidad de recurrir, como alternativas al 155, a la Ley de Seguridad Nacional, o a la declaración del estado de emergencia.

Todas estas aberraciones jurídicas están conectadas: la judicialización del conflicto político es inseparable de su transformación en un problema de orden público, y queda a su vez afectada por el corrimiento desde la jurisdicción penal hacia la administrativa. El único motivo por el que el bloque centralista puede plantear legítimamente no usar el 155 e intervenir la autonomía catalana por otras vías es que previamente ha quedado destruido el consenso interpretativo sobre qué era el Estado autonómico y cómo funcionaba. Y el único motivo por el que el bloque centralista ha podido intervenir con tanta facilidad la autonomía catalana es porque, mediante reforma de artículo 135 y otras leyes de ordenación económica, el Ejecutivo ha ido reforzando su poder durante estos años.

Un inciso, antes de seguir. Hablo de «bloques» y evito metonimias del tipo «Barcelona y Madrid» o «España y Cataluña» porque, en realidad, los dos bloques tienen una geografía más difusa de lo que pretenden. Hay defensores decididos del derecho a decidir, incluso decididos por la independencia, en todo el país. Y hay defensores decididos del centralismo en Cataluña. Además, ninguno de los dos bloques es monolítico; especialmente heterogéneo es el autodeterminista: todos defienden la autodeterminación, pero no necesariamente la secesión; todos asumen cierto tensionamiento de las leyes, pero no todos apoyan los desaguisados jurídicos y procedimentales de la Generalitat; todos reconocen la realidad nacional catalana, pero no todos lo hacen sin recurrir a esencialismos que dan mal rollo; etcétera.

Vuelvo al argumento. Creo que es claro que estamos ante un decisionismo cuya cobertura jurídica es un cachondeo. Habrá que contemplarlo también, por tanto, a pesar de lo que diga la ley (pero no independientemente de ello). En una primera aproximación encontramos, por un lado, al bloque centralista decidiendo que hay cosas sobre las que no se puede decidir, y por otro al bloque autodeterminista decidiendo que hay cosas sobre las que sí se puede decidir.

Si entramos un poco más en detalle, encontramos cosas curiosas. Primero, una parte importante del bloque autodeterminista ha decidido, y en eso está de acuerdo con el bloque centralista, que hay cosas sobre las que no se puede decidir. La Unión Europea, el euro, o la OTAN, por ejemplo. Y otra parte igualmente significativa del bloque autodeterminista simplemente plantea que hay ciertas cosas sobre las que no se puede decidir todavía . Está por ver cuándo se podrá decidir sobre ellas, y qué se decidirá en concreto.

Más paradojas decisionistas. Quienes reivindican la declaración unilateral de independencia lo hacen porque han decidido que la nación catalana es titular de una soberanía tal que puede hacerlo; la propia decisión, si se ejecuta con éxito, sería la verificación empírica de que dicha soberanía existe. Ahora bien: también nos piden a los ciudadanos del resto de España que les dejemos proceder de ese modo. Es decir, nos piden que soberanamente decidamos no decidir. Lo cual por cierto es una forma muy rara de ejercer el derecho a decidir. Por eso la DUI parece ser más táctica que estratégica. Y está bien que así sea.

Otra más. Aquí está todo el mundo decidiendo sobre lo que se puede y no se puede decidir. Y además decidiendo el sentido en el que se va a decidir sobre aquello sujeto a decisión. Sin embargo, en el fondo, todo el mundo está en realidad esperando a que se decida el PSOE. El PSOE tiene que decidir si está con Podemos y los nacionalistas, o con PP y Ciudadanos. Con los autodeterministas o con los centralistas.

Es normal que les suene: esto ya le pasó a Pedro Sánchez en 2016. En realidad lo que estaba en discusión era lo mismo: la campaña electoral fue estrechando cada vez más el abanico de problemas sobre los que Podemos había decidido que se podía decidir, y cuando llegó el proceso de investidura resultó que lo único sobre lo que cabía decidir era sobre Cataluña. En 2016 defenestrar a Pedro Sánchez fue necesario para que el PSOE se decidiera. Pedro Sánchez volvió y el PSOE vuelve a tener problemas para decidirse. Por eso era necesaria la intervención del Rey.

Un apunte. Nuestro orden político, nuestra Constitución en sentido amplio y completo, es altamente oligárquico y jerárquico. Oligárquico porque mandan pocos que tienen mucho. Jerárquico porque, además, en esa oligarquía existen algunos mecanismos, eficaces, de ordeno y mando. Uno de esos mecanismos es el Rey.

En mi artículo sobre el Estado autonómico evitaba valorar la viabilidad política de mi propuesta de referéndum pactado. Simplemente defendía su constitucionalidad y su utilidad. Esa omisión deliberada me impedía plantear algo importante. En este país una reforma constitucional es casi imposible si no cuenta con el apoyo del Rey. Que el Rey apoye una reforma constitucional es síntoma de que todos los sectores de nuestra oligarquía están razonablemente de acuerdo en su conveniencia; y sirve de acicate para los posibles reticentes. Visto el asunto desde nuestro sistema de partidos, se puede decir que, si PP y PSOE están de acuerdo, entonces el Rey está de acuerdo. Esto puede significar que el Rey facilita el acuerdo entre ambas fuerzas, o que el Rey asume el acuerdo que ya existe entre ambas. La única alternativa a este esquema de pacto entre sectores de la oligarquía es que se articule un movimiento popular suficientemente fuerte como para hacer los bascular, desde su base hasta su cúspide. Como en Abril del 31, vamos.

Estos días estamos siendo testigos de una enorme movilización del bloque «autodeterminista». Especialmente en Cataluña, donde la logística clandestina del referéndum ha sido un éxito mayúsculo a pesar de todo. Pero también fuera de ella, aunque sea organizativamente mucho más débil y menos masiva. Es preciso subrayar que coincide además en el tiempo con las grandes movilizaciones que están teniendo lugar en Murcia, y hay conatos de coincidencia reivindicativa en contra de la represión y en la constatación del vacío que separa al pueblo de las instituciones.

Todo esto, que es notable, es sin embargo insuficiente en comparación con el tipo de presión popular necesaria. Mientras tanto, por arriba, PP y PSOE estaban todavía lejos de alcanzar un acuerdo. Y no había tiempo ni tal vez posibilidad de defenestrar de nuevo a Pedro Sánchez, porque el problema del PSOE no es de liderazgo, sino orgánico. El principal partido «del régimen» se descompone a cámara lenta al mismo tiempo que el régimen muta.

Por eso el Rey ha intervenido. Para marcarle el camino al PSOE. Aunque probablemente no hiciera falta, y una «gran coalición» en este ámbito fuera solamente cuestión de tiempo. El Rey ha desperdiciado una oportunidad de oro, y parece ser que pintan bastos. El error ha sido garrafal. Le ha puesto en bandeja a Puigdemont emitir en televisión un discurso en el que no ha dicho nada de entidad y, sin embargo, ha estado brillante. El único problema que comparten los dos discursos es que ambos ignoran la realidad social y política representada por el otro, aunque el del Rey además lo haga en grado sumo. Salvo por eso, el discurso de Puigdemont tiene todo aquello que el Rey debería haber puesto sobre la mesa: uso de ambas lenguas, reafirmación clara de su postura, rechazo del recurso a la fuerza y vocación de negociación con mucha flexibilidad.

No me sorprende que el Rey haya tomado partido por el bloque centralista. Entre otras cosas porque el Rey es el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, y las Fuerzas Armadas tienen el cometido constitucional de velar por la integridad territorial y defender el ordenamiento constitucional. Diría que en el texto constitucional es más importante la autoridad militar del Rey que el cometido de defender la integridad territorial. Pero la ley fundamental es mucho más que texto, y en la práctica «integridad territorial» es sinónimo de «indisoluble unidad de la nación española». Así que mal vamos.

Otra razón por la que no me sorprende la postura del Rey es que Su Majestad ya mostró, cuando todavía era Príncipe, su escasa capacidad para asumir las responsabilidades institucionales que le corresponden como monarca hereditario. Especialmente el hecho de que el monarca no puede expresar deseos propios, individuales, sino que solo puede interpretar y manifestar los deseos de la nación a la que encarna. Y cuando la nación, que es la española y por tanto una nación de naciones, está tan atravesada de contradicciones y enfrentamientos como ahora mismo, su obligación institucional es tratar de conciliar todas las posturas y sintetizarlas en una sola y coherente. Precisamente porque es imposible que un individuo y sus descendientes sean congénitamente capaces de representar de forma vitalicia a su nación es por lo que los Estados se han ido perfeccionando y se han dotado de mecanismos electivos para el nombramiento del Jefe del Estado.

Digo que no me sorprende que el Rey haya tomado partido por el bloque centralista. Lo que sí me sorprende es que lo haya hecho en este momento. Y de esta manera. Básicamente, lo que ha hecho el Rey es enrocarse. En ajedrez, el enroque es una jugada que solamente se ejecuta una vez. Sirve para proteger al Rey, es decir, revela que el jugador tiene miedo. También lo arrincona, es decir, limita su capacidad de movimiento, incluso si en general el rey se mueve poco.

Soy un pésimo jugador de ajedrez. Difícilmente hago una correcta valoración de los riesgos y por eso acabo perdiendo. En el mejor de los casos consigo quedar en tablas. Un síntoma de mi poca habilidad es, creo, que recurro al enroque antes de tiempo.

El Rey se ha enrocado demasiado pronto. Turno de los autodeterministas. Queda mucha partida por delante. Y muchas cosas sobre las que decidir si podemos decidir, y qué decidimos.

Blog del autor: http://fairandfoul.wordpress.com/2017/10/05/decision-y-enroque/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.