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Defender la defensa de la filosofía

Fuentes: Rebelión

Lo que entendemos actualmente por enseñar consiste, más o menos, en convencer a los/as alumnos/as de cosas.

De cosas raras como que dos más dos son siempre cuatro, o de que los ángulos de un triángulo suman siempre 180º, o de que todos los cuerpos caen con la misma aceleración con independencia de su peso, de que el género del adjetivo siempre tiene que coincidir con el del sustantivo, o de que siempre que disminuye la oferta y no la demanda suben los precios, etc. Y todo esto son cosas de las que, al principio, cuesta mucho convencernos. Porque esa convicción sólo se logra a base de machacar otras, y otras que son verdaderamente resistentes; destruyendo violentamente, a martillazo limpio o, mejor dicho –ya quisiéramos–, erosionando a base de estar ahí dale que te pego, un montón de apariencias, opiniones, malentendidos, prejuicios, historietas y tontadas que, además, no basta con desmentir una o dos o tres veces, sino que hay que destruir infinitas veces de infinitas formas durante infinitos cursos, como si te enfrentases a una especie de eterno retorno de lo memo. 

Hay que ir reduciendo todo ese aluvión de cascotes que nos echan encima como siendo lo más natural y evidente del mundo (que dos peras más dos manzanas no son cuatro peras ni cuatro manzanas, que igual hay un triángulo que es muy estrechito y sus ángulos no suman eso, que las balas de plomo caen más deprisa que las plumas, etc.), a meras ilusiones, circunstancias, coincidencias, o a hechos singulares y contingentes, y hay que ir triturando todo eso para producir esa especie de polvillo que va sedimentándose y endureciéndose y formando —a base de presión social y pesadez académica— el lecho rocoso del derecho, de la realidad objetiva, del método, la legalidad y la normalidad, y todo ese armatoste –sujeto, a su vez, a lentisimos desplazamientos tectónicos y ocasionales conmociones sísmicas– sobre el que se asientan hoy los pilares de nuestros Estados de Derecho y nuestras sociedades del conocimiento.

Pero este problema, que es común a todas las asignaturas, se convierte en verdaderamente trágico —o por lo menos dramático (o, al menos, chungo)—, en el caso de la filosofía. Porque en las matemáticas o las ciencias naturales, o hasta la lengua y la historia, todavía hay alguna posibilidad de convencer a la gente (y hasta a la ESO) de que esos son saberes que sirven para eso, y por tanto, de que “sirven para algo” (más de esto en: “El yo y la ESO”). Pero en las clases de filosofía, en vez de enseñar, por ejemplo, filosofía —y contribuir con tu propio granito de arena a esa magnífica labor educativa proyectada a la escala del deep time geológico (o genealógico)—, lo que tienes que estar todo el rato haciendo es otra cosa diferente: básicamente, defender a la filosofía. No se puede enseñar filosofía, porque, por lo menos en la ESO, y más aún en el Bachillerato —y sospecho que aún más en la universidad—, te tienes que pasar todo el rato defendiéndola a ella, defendiéndola de una especie de asalto continuo con premeditación y agravante de violencia e intimidación. Y no sólo tienes que defenderla de aquella primera naturaleza formada por todas las opiniones, mitos, prejuicios y tontadas que todos/as tenemos todo el tiempo en la cabeza, sino también de la segunda: de las ciencias o de las humanidades, o de la cultura o de la sociedad o de la técnica; es decir: de la larga sombra de ese Leviatán en el que tiende a convertirse rápidamente ese carácter académico (ese ethos) ya endurecido, y que está compuesto por ese mismo montón de cosas que a los/as alumnos/as hace dos días les parecían tan raras pero que, en cuanto se les ha convencido mínimamente de ellas, les empiezan a parecer, de nuevo, tan naturales como las salchichas de El Pozo, tan incuestionables y tan obvias que lo que ahora les parece una chorrada es que alguien se dedique a discutirlas y a decir, por ejemplo —como tienes tú que estar todo el tiempo haciendo en clase de filosofía— cosas como que uno más uno no tienen por qué ser siempre dos, y que los ángulos de un triángulo no siempre suman 180º, o que los sujetos y las sujetas pueden a veces no concordar con sus adjetivos o hasta con su género, que igual la Tierra no atrae a ningún cuerpo, y que a lo mejor puede haber relaciones económicas que no se rijan por las leyes del mercado.

Intentar abrir alguna brecha en esa tremenda losa que, a la altura de la ESO, ha resultado ya de esa primera desnaturalización y de esa segunda naturalización —tan duramente llevada a cabo por sus familias, amigos/as y profesores/as, y continuamente apelmazada y apisonada por todos los demás refrendos culturales y sociales presentes en su entorno (normalmente de forma mucho más vistosa y autorizada de lo que puedas llegar a estarlo tú en cualquier clase de filosofía)—, es al menos igual de difícil que formarla. Tanto más cuantos más años llevan sometidos/as a ese proceso, y cuanto mejor les ha ido en él. Pero es que además es algo que a gran parte de los/as alumnos/as de secundaria —y parece que, cada vez a más dirigentes políticos y hasta a muchos/as filósofos/as— les parece una gilipollez monumental, una completa pérdida de tiempo absurda y rayante, algo que no se sabe bien si es perverso o sólo intrascendente y que estaría, en todo caso, en algún lugar situado entre la corrupción de menores y la confección de bordados con punto de cruz. 

Supongo que por eso bastantes profesores/as de filosofía acabamos optando por enseñar otras cosas como economía, antropología, doxografía, canto, biología o lógica simbólica. O nos dedicamos a generar militancia a favor del anarquismo o del ciudadanismo, o del cachondeo o la misantropía o del suicidio. No sé si eso será mejor, pero seguro que es más gratificante.  

En cambio aquellos/as pobrines/as que intentan enseñar filosofía en secundaria, rápidamente comprueban que lo único que se puede hacer todo el tiempo es defenderla, y estarse ahí en medio haciendo una especie de Kun-fú o de Fuyitsu dialéctico. Recibiendo y devolviendo golpes. Y tratando de desviar la energía del atacante para hacerle caer con la fuerza de sus propias tesis, como en el Judo. Y además sin que te puedas poner demasiado estupendo/a, porque si no enseguida se ríen de ti.

Pero claro, ¿qué sentido tiene esto? ¿Qué sentido tiene mantener en los planes de estudio –y más dentro de unas enseñanzas “básicas”– una asignatura en la que unos/as profesores/as –que encima siempre están diciendo que sólo saben que no saben nada– se dedican a intentar machacar lo que te han enseñado y lo que saben los/as demás, a hacerlo polvo y después, en lugar de enseñarte otra cosa, lo único que te enseñan es a (filo)soplar?

Pues no sé. Pero igual esto de defender la filosofía —o, más bien, de defender la defensa de la filosofía— en secundaria, tiene que ver con algo, que a lo mejor no es básico, pero por lo menos sí muy primitivo y muy elemental. Si me apuras tiene que ver con lo elemental en estado puro, tan puro que ni siquiera lo hay en realidad, como pasa con esas sustancias que hay que inventarse para llenar un hueco teórico, como el flogisto o como el éter; o como con esos elementos de la tabla periódica con nombres graciosos como el lawrencio y el mendelevio, que ni los hay ni se los espera, y que hay que fabricarlos de formas muy retorcidas y muy trabajosas en un laboratorio, aunque luego sólo duren una milésima de segundo, porque si no no los habría habido nunca en el mundo. O mejor aún, yo diría que tiene que ver con algo más primitivo todavía, y anterior a cualquier elemento, como es el vacío mismo que vienen a llenar, el hueco, el pozo, el no ser que son capaces de arrancar a la nada como los/as holandeses le arrancan la tierra al mar. 

El vacío es un buen ejemplo, porque hasta grandes científicos y pensadores y gente muy lista como Descartes, o como Aristóteles, lo consideraban algo totalmente absurdo, imposible, impensable, nada. Descartes decía que el único vacío que él podía comprender era el de la cabeza de Pascal cuando lo defendía. Y en cierto sentido tenía razón. Porque la verdad es que a veces parece imposible producir en este mundo, siempre totalmente lleno y hasta opresivo, y en el que las cosas sólo se mueven a base de empujones, contactos, roces o presiones, esa especie de holgura o de hueco entre los hechos y las leyes, entre lo existente (que es lo que es pero siempre podría no ser como es, y que hasta podría no haber sido) y lo necesario (que es lo que no puede ser de otra manera y, a veces, ni siquiera puede no ser), para que entre allí lo que no es necesario que sea, ni que sea así o asá, pero tampoco es imposible que pueda llegar a ser; eso a lo que, lo único que le pasa, es que no es.

Y antes de ponerse a intentar enseñar o hacer filosofía y hasta cualquier otra cosa, por lo menos en secundaria —no sé si también en otras partes—, hay que poner eso en y sobre y, hasta hay quien dice que con, lo que se hace todo lo demás. Y que, por cierto, también es algo bastante artificial que, de hecho, hay que fabricar con mucha paciencia y con mucho esfuerzo, como demostró Robert Hooke, que tuvo que estar un buen rato ahí venga de darle que te pego a la bomba de la bici hasta sacar todo el aire de dentro de una campana de cristal y hacer así posible lo que era impensable: hacer que una bala de plomo y una pluma cayeran allí dentro, en el vacío, exactamente al mismo tiempo. 

También lo que de hecho es y lo que de derecho tiene que ser, sólo se pueden ver caer, por su propio peso (y a la vez), en ese hueco que abres cuando te pones a defender la filosofía y a hacerle sitio o anchura –como dicen en los pueblos– a lo que puede ser. Una suma de conjuntos equivalentes en la que uno y uno suman uno, o una trigonometría esférica o no-euclídea –que parece diseñada por algún genio maligno— en la que los ángulos del triángulo suman más o menos de 180º, o un género no binario o performativo, una mecánica relativista o cuántica, un Estado social, etc. Todos esos Países Bajos del ser no estarían ahí si no fuese porque algún/a holandés/a de mente errante —quizás después de haber consumido una cierta cantidad de cerveza belga— miró hacia el mar y en lugar de no ver tierra vio no tierra. El cero y el infinito, los números reales y los imaginarios, los meridianos y los paralelos, la evolución y la revolución, el contrato social y la seguridad social, el sufragio universal masculino y el sufragio universal de verdad. De la misma forma, todos esos terrenos corren el riesgo, no de volver a ser anegados por el mar (que eso les va a pasar sí o sí con el cambio climático o con el siguiente cambio de paradigma), sino de convertirse en rocas asfaltadas y urbanizadas, empedrados bajo los cuales nadie se moleste en buscar y descubrir la arena. Porque aunque enseñar sea convencer de cosas, aprender es haber intentado tocar alguna vez fondo, haber sentido la arena antes de convertirse en roca, y haber hundido los pies en un problema, en una duda, en un hueco que te haya dolido. Haber estado chapoteando en un no saber que no sea ignorar, y haber llegado a hacer pie en algún sitio por ti mismo/a, o no, o haber muerto en el intento, ahogado/a, como esa gente a la que llamamos filósofos/as.

Aunque el Mendelevio no se sintetizó hasta los años cincuenta, ya desde mucho antes nadie podía decir que no era nada, precisamente porque ya desde mucho antes, ya para Mendeleyev, era, por lo menos, un hueco vacío en su tabla periódica.

Pero lo que tú ves todos los días es que el no ser no es nada para muchos/as alumnos/as de secundaria (que bastantes problemas tienen ya con enfrentarse a todas las necesidades que se les vienen encima —y, a veces, con soportar su propia existencia—). Y que igual que el vacío no era nada para Aristóteles o para Descartes, la filosofía no es nada para ellos/as, porque ni está ni se la espera. No es nada más que la nada, lo absurdo, lo inconcebible, lo chorra. Y que antes que nada, alguien tendría que intentar hacer que, por ejemplo, lo posible fuera algo –al menos posible– para ellos/ellas: poner las condiciones de posibilidad de la posibilidad, que están en ese agujero de conejo por el que tienen que dejarse caer, con la bala y con la pluma, todos/as a la vez. Porque nada puede ser necesario y ni siquiera existir de verdad si antes no es posible. Y por muy real que algo sea, nunca dejará por ello de tener que serlo también, de tener que ser posible y, en muchos casos, de no llegar a ser más que eso. Pero lo malo es que, con lo que mola esto, con lo asombroso que es y con lo horrible que podría llegar a ser, casi no te da tiempo a nada, porque cada vez te los/as dejan menos rato.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.