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Dejad que los niños se acerquen a las chocolatinas (o los claroscuros del libre albedrío)

Fuentes: Rebelión

«Los hombres se equivocan, en cuanto que piensan que son libres; y esta opinión sólo consiste en que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que son determinados».

(Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico.)

Lo cierto es que se trata de un dilema con enjundia filosófica: ¿permitimos que los menores coman toda clase de productos insanos en las cantidades que deseen o establecemos unas normas regulatorias sobre su publicidad con el fin de reducir los índices de obesidad de los más jóvenes? Se hizo en su día, no sin resistencia, para disminuir la gravedad de los efectos malsanos del alcohol y del tabaco, sustancias tóxicas cuyo consumo masivo tiene repercusiones sociales, tanto para los consumidores como para los no consumidores de las mismas.

En asuntos de esta naturaleza lo político, lo moral, lo social y lo antropológico conforman una intrincada mixtura de creencias, actitudes y valores que hacen muy difícil la toma de una decisión que a todos satisfaga. La política polemista, la mala política, la que se ejerce de continuo a golpe de confrontación ha buscado el eslogan fácil para desacreditar de entrada la propuesta regulatoria del Ministerio de Consumo: «drogas sí, dulces no». Con estas simpleza de tuit se desata el reflejo moral de mucha gente. La etiqueta «droga» siempre cae del lado de lo marginal si no de lo delincuencial; los dulces, ¿a quién le amarga un dule?

Se denuncia asimismo, desde los que se han arrogado el papel de adalides de la libertad, el intervencionismo del Estado. Se trata, en definitiva, de trazar la demarcación de los dominios de una opción política y de otra claramente por el procedimiento de señalar qué gobierno deja a sus ciudadanos elegir y qué gobierno pretende controlar cada aspecto de sus vidas. Aunque, a decir verdad, si uno analiza la cuestión con cierto rigor se percatará de que los que se jactan de respetar el libre albedrío de la ciudadanía tienen también sus asuntos en los que se muestran reacios a dejar que elija, como son los casos de la eutanasia y de la interrupción voluntaria del embarazo. Aquí se entrevera la moral (cuando no la religión) con la política demostrando que esa demarcación entre gobiernos de un signo y de otro no es tan pura como se pretende.

Al margen de la política y de la moral encuentro más interesante la cuestión de orden filosófico que subyace al dilema de si se debe regular o no la presencia publicitaria de según qué productos en según qué ámbitos. Se trata de la existencia del libre albedrío, de la capacidad humana para escoger, de nuestro poder de sobreponernos mediante un ejercicio de voluntad a lo que dictan apetitos e instintos. Se supone que esto nos hace humanos y constituye uno de los pilares sobre los que se asienta la civilización. Por eso la civilización es conocimiento y ley; ambos condiciones de posibilidad de la expresión del libre albedrío. Éste, sin embargo, no es un don divino, no es una capacidad del alma. Así se creyó y se cree desde una perspectiva religiosa, pero si uno toma como fundamento el conocimiento científico tal facultad ha de entenderse de forma crítica. Es decir, no se puede concebir el libre albedrío al margen de la naturaleza humana, del hecho de que las personas lejos de ser criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios somos sistemas orgánicos que responden a determinados estímulos. Cada uno de nosotros es el producto del proceso evolutivo de nuestra especie, de lo que se conoce como filogénesis, y del proceso de socialización por el cual se nos educa para convertirnos en sujetos civilizados. En cualquier caso nuestro comportamiento es, en esencia, el resultado de cómo respondemos a los estímulos de nuestro entorno.

Cuanto más sé sobre los mecanismos psíquicos que median entre los estímulos que se nos presentan y nuestras respuestas más dudo de la relevancia del libre albedrío a la hora de dar forma a nuestros actos. Me atrevería a afirmar que la mayoría del tiempo nuestro comportamiento es diseñado por una especie de piloto automático, el cual responde a un doble programa: el biológico instintivo y el socio-cultural aprendido. El margen para el papel del libre albedrío en lo que hacemos al cabo del día es más bien escaso.

Burrhus Frederic Skinner, seguramente el psicólogo más relevante del siglo XX, lo tenía bien claro. Como ya afirmara el filósofo Aristóteles hace casi dos mil quinientos años cada uno de nosotros es el conjunto de sus hábitos. Para la psicología conductista que revolucionó la concepción del ser humano cómo se asocien estímulos y respuestas determina el comportamiento de cada uno de nosotros. Es decisivo a tal respecto el conjunto de hábitos que adquiramos, especialmente en nuestros primeros años de vida. Es famosa la jactanciosa apuesta de otro psicólogo conductista de principios del siglo pasado, John Broadus Watson cuando aseguró que, con el adecuado dominio del entorno de crianza, estaba seguro de hacer de cualquier niño lo que quisiera: convertirlo en médico, abogado, y también en delincuente o mendigo.

Skinner no creía en el libre albedrío. Los castigos y las recompensas pueden modular de modo perfectamente manipulable nuestra conducta. Qué resortes se encuentre el individuo en el entorno en el que se desenvuelve dará lugar a las previsibles respuestas. Consiguientemente la manera de resolver conflictos internos, curar fobias, cambiar malos hábitos o corregir comportamientos antisociales consiste en modificar el entorno con los detonantes oportunos. En la novela que escribió, en la que mostraba una ficticia comunidad utópica (o distópica según se mire), el psicólogo norteamericano plasma la absoluta confianza en sus tesis. En Walden dos, título de la novela y de la comunidad imaginaria que en ella se describe, su fundador llega a decir: «Nuestros miembros prácticamente siempre hacen lo que quieren hacer, lo que “escogen” hacer, pero nosotros nos preocupamos de que escojan exactamente aquellas cosas que son mejores para sí mismos y para la comunidad. Su conducta está determinada, y sin embargo son libres». Paradoja de las paradojas que da en qué pensar.

Seguramente una de las ilusiones más poderosas de la que participamos todos nosotros es la de que somos sujetos con conciencia y libre albedrío. Es por eso que tendemos a despreciar los resortes del entorno que decía Skinner, pero hay quien los sabe aprovechar muy bien logrando manipular la conducta de muchos. Brian Jeffrey Fogg, psicólogo de la Universidad de Stanford, ha afinado el modelo teórico del comportamiento de Skinner. El Laboratorio de Diseño de Comportamiento que él fundó y que actualmente dirige trabaja a partir de la premisa de que para implantar una determinada conducta y que se acabe convirtiendo en hábito y, llegado el caso, en adicción deben combinarse tres variables, a saber: la motivación, la habilidad y los detonantes del entorno. Su presupuesto es que cada uno de nosotros en lo que a su comportamiento se refiere es un sistema y, como tal, es susceptible de sistematización. En esta operación que Fogg llevó a la práctica en sus cursos de la Universidad de Stanford se trata de manipular la atención e intenciones de los individuos, como lograron algunos alumnos suyos mediante el diseño de aplicaciones como Instagram. En el mismo frente encontramos la teoría del nudge o del empujón, que ha alcanzado una relevancia significativa en el ámbito de la economía conductual. Fue el Premio Nobel de Economía Richard H. Thaler quien acuñó la expresión tras la que se halla el reconocimiento de las preferencias, los gustos o las emociones como factores importantes que inciden en la toma de decisiones. La teoría del empujón parte de esa realidad inapelable para diseñar estrategias de orientación de la conducta de los individuos –especialmente en lo que al consumo se refiere– de forma que éstos no se vean perjudicados por decisiones vinculadas a estímulos irracionales. En la práctica se trata de ponerlo fácil modificando los estímulos del entorno para ayudar a las personas a hacer lo más conveniente.

Me pregunto si somos conscientes del enorme peso que en nuestro comportamiento tiene nuestro medio social, del nada despreciable poder que los estímulos que de él proceden ejercen sobre cómo nos conducimos. Es evidente el uso de tales resortes en el ámbito publicitario y de la propaganda. Ahora, precisamente, cuando escribo estas líneas y a través de la ventana veo grupos de jóvenes disfrazados con atuendos que remedan los de personajes del imaginario colectivo del terror, se me hace evidente que esta incorporación de Halloween como programa cultural a nuestra psique social no es sino la implantación de un hábito que logra la respuesta de activación del consumo en unas fechas a medio camino entre el final del periodo estival y el navideño. Luego, cuando se acerquen las fiestas de fin de año, se encenderán las luces, se escucharán los villancicos por todas partes y a todas horas, se engalanarán los escaparates, y el hábito social nos llevará a la mayoría de nosotros, de forma programada, a responder como solemos en esos días a los mencionados estímulos que conforman el «ambiente navideño». Perros de Pavlov convenientemente condicionados para consumir libremente… De acuerdo con los intereses del mercado.

Cuando uno contempla las acciones de los individuos a la luz del conocimiento de sus claves objetivas un nuevo enfoque de los fenómenos sociales se abre paso. Recientemente he visto la serie Patria y la película Maixabel de Icíar Bollaín en estas fechas del cumplimiento de la primera década libres del terrorismo etarra. He encontrado en estas excelentes producciones audiovisuales una muestra en carne viva de la fragilidad y del valor del libre albedrío. De un lado, los asesinos, en su mayoría jóvenes atolondrados cuando empezaron a matar. Sus manos empuñaron las pistolas, pero el gatillo era apretado por un infame mundo de sujetos anónimos que contribuyeron a crear el entorno propicio que les estimulaba a hacerlo. El alicorto juicio moral se para en los terroristas, pero sus actos no habrían tenido lugar de no haber sido por quienes en comunión crearon la atmósfera detonante. De otro lado, quienes deciden perdonar a pesar del dolor y sobreponiéndose al resentimiento.

En tiempos la cuestión del libre albedrío se dirimía en los nebulosos territorios de la teología, sujeta siempre a la tensión dialéctica entre la posibilidad del pecado de la criatura humana y la omnisciencia de su Creador. Luego, el siglo de las luces despejó las sombras proyectadas por el dogma de la fe para dejar expedito el camino a una idea del ser humano que celebraba el triunfo del libre albedrío como fundamento del valor ético de la libertad. El humanismo ilustrado tomó la racionalidad como la condición de posibilidad del progreso en la historia, la cual se emancipaba de la providencia divina. El intelectualismo, ya inserto en los albores de la filosofía en tiempos de Sócrates dos milenios y medio atrás, alcanzaba la categoría de ideal indiscutible para la civilización europea. Según el moderno humanismo el premio del progreso intelectual debía ser el progreso ético, es decir, la felicidad de cada ser humano merced al trabajo conjunto del Estado, el mercado y la comunidad científica orientado todo él según el criterio de la racionalidad. En las últimas décadas hay que reconocer que es el mercado, que ha mutado en hipermercado global, el que ha superado en poder al Estado y a la ciencia en capacidad de determinación del destino de la humanidad. La felicidad se reduce a prosperidad económica y el libre albedrío, esa chispa divina otorgada a nuestra especie, se expresa sobre todo en el poder de consumir. Por su parte, el Estado democrático demuestra en sus procesos electorales que cabe la manipulación de las voluntades como un ejercicio legítimo en la liza política. El populismo y el algoritmo ya se han aliado como quedó en evidencia durante la campaña del Brexit con el trabajo llevado a cabo por Cambridge Analytica. Se constata por todas partes en fin cómo el entorno puede convertirse en un generador de estímulos que, convenientemente administrados y aprovechados, pueden ser utilizados como poderosas armas de manipulación de juicios y voluntades, activando los resortes naturales que conforman nuestras estructuras psíquicas.

Es imperativo revisar ese humanismo de fuerte sesgo intelectualista alejado de la realidad de lo que es el ser humano. Tiene que hacerse tomando muy en cuenta lo que nos aportan las ciencias que arrojan luz sobre las claves de nuestro comportamiento. Ese conocimiento tiene que formar parte esencial de la educación que reciban nuestros jóvenes. En él reside la verdadera clave del libre albedrío a mi entender. Atrincherarse en la ideología, tomar decisiones basándose en mitos que no responden a la realidad de las cosas, no es la forma más sabia de proceder.

Si un gobierno democráticamente legitimado, basándose en datos que demuestran que existe un problema de salud en las jóvenes generaciones que tiene que ver con la ingesta de ciertos productos, decide intervenir para conducir en cierto modo la conducta de consumo está haciendo lo que el mercado lleva haciendo desde tiempo inmemorial para incrementar sus beneficios: controlar la administración de los estímulos, esto es, de los resortes que activan según qué conductas. ¿Lo justifica la codicia pero no la defensa de un bien común?

José María Agüera Lorente, catedrático de filosofía de bachillerato y licenciado en comunicación audiovisual.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.