Traducido para Rebelión por María Landi
Dos décadas después que el encuentro entre Arafat y Rabin diera inicio al proceso de paz, Israel continúa oprimiendo al pueblo palestino y usurpando su territorio bajo la fachada de las negociaciones.
Hace 20 años, los difuntos Yasser Arafat, presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) e Isaac Rabin, primer ministro israelí, estrechaban sus manos en el jardín de la Casa Blanca, inaugurando el ‘proceso de paz’ y supuestamente abriendo una nueva era en las relaciones palestino-israelíes.
Muchas y muchos palestinos creyeron que este apretón de manos llevaría al fin del dominio israelí; que los derechos palestinos serían reconocidos y respetados (incluyendo el derecho de las y los refugiados a regresar a su patria) y que el pueblo palestino sería por fin libre.
Teníamos buenas razones para ser optimistas: el apretón de manos marcó el comienzo de una serie de promesas israelíes e internacionales de que en cinco años Israel pondría fin a la ocupación militar, evacuaría sus colonias ilegales y finalmente dejaría a las y los palestinos vivir en libertad.
Para los israelíes, el «proceso de paz» produjo resultados positivos: entre 1993 y 1999, 45 países establecieron relaciones diplomáticas con Israel; más que en las cuatro décadas anteriores juntas.
La economía israelí floreció, en parte gracias al apoyo financiero otorgado por la comunidad internacional al pueblo palestino (fondos que de otro modo hubiera tenido que gastar Israel). Las y los israelíes se beneficiaron de los nuevos acuerdos de seguridad (que condujeron a los años más seguros en la historia de Israel hasta el momento), dado que ahora los palestinos eran absurdamente los responsables de brindar seguridad a su opresor y ocupante.
Finalmente, la OLP reconoció el ‘derecho a existir’ de Israel sin obtener ningún reconocimiento por parte de Israel del ‘derecho a existir’ de Palestina. Y lo más importante, para la población de las colonias israelíes significó «business as usual»: de 190.000 en 1993, pasó a 370.000 en 2000; fue el crecimiento de colonias más rápido en la historia de Israel.
Pero para las y los palestinos, el proceso de paz fue un desastre. Se les aseguró una y otra vez que los checkpoints israelíes que impiden su libertad de movimiento, los plazos reiteradamente incumplidos para el retiro israelí de Cisjordania y Gaza, y la fallida liberación de los presos políticos de las cárceles israelíes eran «dolores» necesarios en el camino hacia alcanzar su independencia del dominio israelí.
Simplemente tenían que ser pacientes. Sin embargo, 20 años después, no están más cerca de la libertad: debido al régimen militar israelí, sus hijas e hijos sólo pueden soñar con visitar Jerusalén ocupada o con ir al mar; viven bloqueados y rodeados por checkpoints, muros y colonias que los privan de sus derechos básicos. La economía palestina está peor que hace 20 años.
Por lo tanto no sorprende que el gobierno de Israel siga exigiendo un retorno a las negociaciones: éstas mejoraron la economía israelí, mejoraron el estatus diplomático del país, y simultáneamente le permitieron continuar robando tierra palestina.
Hoy, incluso mientras exige el retorno a las conversaciones de paz, el gobierno israelí continúa -como todos los gobiernos que lo precedieron, incluyendo el de Rabin- construyendo nuevas colonias y expandiendo las actuales. La población colona se ha triplicado desde 1993; incluso con la reanudación de las negociaciones, el gobierno de Netanyahu anunció la construcción de más de 1.500 nuevas viviendas en las colonias.
Trece años atrás, me uní escépticamente al equipo legal del grupo negociador palestino. Era escéptica porque veía lo que nos habían deparado los primeros siete años de Oslo, pero también creía ingenuamente que era posible un acuerdo. Creía que los numerosos relatos sobre los «cambios» en los dirigentes y en las encuestas de opinión pública indicaban que los israelíes «querían la paz».
Muy pronto aprendí, después de participar en esas negociaciones, que aunque los israelíes «querían la paz», la querían a su manera: deshaciéndose de la población palestina, ya sea encerrándola en bantustanes o manteniéndola como refugiada para continuar robándole su tierra, mientras al mismo tiempo eran recompensados por la comunidad internacional por dialogar con los palestinos.
Estas lecciones las aprendí muy temprano durante las negociaciones. Los líderes israelíes se negaban a abordar cualquier discusión sobre el destino de las y los refugiados palestinos; consideraban que Jerusalén ocupada estaba «fuera de la mesa» (dando a entender que los palestinos jamás podrían volver a tener control sobre sus lugares sagrados); se les decía que tenían que «dar cabida» a las colonias israelíes ilegales en su territorio; y en la cuestión más básica: la frontera internacional, Israel se negaba a reconocer las fronteras de 1967, afirmando en cambio que los palestinos tenían que ser «prácticos» y no reclamar sus derechos.
La comunidad internacional permitía que todo esto continuara mientras se limitaba simplemente a observar. No hubo ninguna sanción a Israel por su comportamiento ilegal y ninguna forma de ostracismo por hacer caso omiso al derecho internacional. Aun cuando la Corte Internacional de Justicia afirmó que el Muro israelí era ilegal, la comunidad internacional se quedó de brazos cruzados.
Mucho se podría decir sobre los ‘fracasos’ y los ‘fallos’ del proceso de paz. En efecto, muchos han concluido que «si X hubiera pasado, habría habido paz». Pero luego de dos décadas y amplias oportunidades de corregir esos defectos y fallas, yo sólo puedo concluir que aquel gesto de 1993 pretendía ser no el apretón de manos de la paz, sino las esposas de la sumisión. La comunidad internacional, Israel y la población israelí que según las encuestas de opinión «quieren la paz» podrían haber actuado para garantizar la libertad del pueblo palestino.
Dada su experiencia pasada con el proceso de paz, no es de extrañar que las y los palestinos sean profundamente escépticos de que esta nueva ronda de «conversaciones» les vaya a deparar resultados positivos. Israel ahora exige ser reconocido como «Estado judío» (un eufemismo para que los palestinos consientan el racismo), que se le permita mantener sus colonias en Cisjordania, que las y los refugiados palestinos no retornen a sus hogares (simplemente porque no son judíos) y que Jerusalén ocupada permanezca para siempre bajo exclusivo control israelí.
En lugar de empujar para la reanudación de las negociaciones -como han hecho EEUU y la Unión Europea-, la comunidad internacional debe empezar a exigir que Israel rinda cuentas. En lugar de premiarlo por querer «conversar» con los palestinos, la comunidad internacional debería sancionar a Israel por no evacuar sus colonias, por continuar su bloqueo a la Franja de Gaza, por negar los derechos palestinos (incluyendo los derechos de la población palestina de Israel) y por continuar manteniendo su dominación militar.
Cualquier cosa menos, significará simplemente seguir premiando el comportamiento ilegal de Israel y enviando a las y los palestinos el mensaje de que el proceso de paz nunca fue pensado para lograr la paz, sino para destruirlos.
Diana Buttu es una abogada palestino-canadiense y ex asesora legal de la OLP.
Otros artículos y videos sobre el tema (hipervínculos en el texto):
La ilusión de dos Estados, por Ian S. Lustick.
The Oslo Accords: A critique, por Haidar Eid.
The two state solution died over a decade ago, por Ilan Pappé.[Traducción en castellano: http://rebelion.org/noticia.php?id=174243]
Infographic: Twenty years of Oslo, por Ben White.
Oslo years, a view from the ground, por Noam Sheizaf.
Broken Hopes. Oslo’s Legacy, documental interactivo (20′) de Cédric Gerbehaye y Eve Sabbagh.
The Price of Oslo, programa realizado por Rawan Damen para la cadena Al-Jazeera.