Es casi imposible ver a Bilal Jadou serio, con la mirada absorta. Este joven palestino de 27 años tiene un sentido humor cínico, curtido por el contexto que lo rodea y su vida cotidiana. Sin embargo, cuando le toca hablar su familia y especialmente de lo que han sufrido en los últimos siete años, las […]
Es casi imposible ver a Bilal Jadou serio, con la mirada absorta. Este joven palestino de 27 años tiene un sentido humor cínico, curtido por el contexto que lo rodea y su vida cotidiana. Sin embargo, cuando le toca hablar su familia y especialmente de lo que han sufrido en los últimos siete años, las facciones de su cara se endurecen y su sonrisa de todos los días desaparece: «Hoy simplemente quisiera compartir un almuerzo en la mesa con toda mi familia junta. Pero sé que es muy difícil por ahora».
Bilal no vive todos los días con su familia en el campo de refugiados de Aida, en la ciudad de Belén. Él, uno de sus hermanos y eventualmente sus padres cargan con la responsabilidad familiar de conservar su hogar del otro lado del Muro de Separación. La casa no está lejos, apenas cinco minutos de auto, pero desde que las autoridades israelíes decidieron encerrar Cisjordania y separar Jerusalén de Belén con un muro de hormigón de ocho metros de alto, sólo ellos cuatro tienen «permiso» de cruzar el checkpoint y caminar hasta la casa. Sólo caminar; no pueden tomar un taxi, ni cruzar en auto. Tampoco pueden ir a cualquier otro lugar, excepto la casa.
«Sólo podemos ir del checkpoint a la casa y de la casa al checkpoint, y de ahí a Belén. Está prohibido entrar a Jerusalén y si lo hago y me agarran, me pueden meter en la cárcel», le explicó Bilal a Radio Muqawama.
Están literalmente en el limbo. Están del «lado israelí» pero no tienen acceso ni a los servicios públicos ni al territorio de Jerusalén Este -menos aún, al territorio israelí-; tienen documento de identidad verde, de Cisjordania, pero cruzar a ese territorio palestino les puede tomar horas en el checkpoint israelí.
Esta zona gris e incómoda adquirió un carácter trágico hace dos años cuando la abuela de Bilal sufrió un infarto. Ella era la propietaria de la casa que quedó pegada al Muro hace siete años y siempre se negó a abandonarla. Cuando se empezó a sentir mal ese día, su familia llamó al servicio de ambulancias israelí. La respuesta fue que no tenían permiso para acceder a esa zona; en cambio, le propusieron contactarse con el servicio de emergencias del otro lado del Muro.
«La ambulancia palestina tuvo que esperar del otro lado del checkpoint mientras conseguíamos el permiso del Ejército israelí. Mientras esperábamos, y esperamos un largo tiempo, como tres o cuatro horas, mi abuela empeoró. Murió cuando la estábamos llevando al hospital», recordó, estoico. En la desesperación de no poder llamar a un taxi, no tuvieron otra opción que subirla a un burro, con la esperanza que resistiera hasta el checkpoint.
Bilal escarba en los recuerdos más dolorosos con la serenidad de quien ha contado la misma historia muchas veces. Pero hablar de su presente no le es tan fácil. Sonríe, mira a todas las personas en la habitación, duda y vuelve a sonreír. Es una sonrisa que esconde timidez, no cinismo. «Les digo sinceramente, si yo quisiera casarme hoy, me sería extremadamente difícil», sostiene y, con un tono más seguro, explica su afirmación: «Si me quisiera casar con una chica palestina con documento de identidad palestino, tendría que irme a vivir de ese lado y dejar mi casa, porque los israelíes no le darán un permiso para cruzar el Muro y vivir conmigo en mi casa. Y si me quisiera casar con una chica palestina de Jerusalén, es muy difícil que acepte porque yo tengo un documento palestino y solamente un permiso israelí. En cualquier momento, los israelíes pueden sacarme ese permiso.»
Las restricciones son muchas y las recompensas muy pocas, casi imperceptibles la mayoría del tiempo. Pero Bilal elige seguir viviendo sin agua, separado de los suyos y muchas veces dependiendo exclusivamente de la solidaridad de amigos que le acercan comida ya que no puede comprar alimentos en Jerusalén ni cruzarlos por el checkpoint. El joven de 27 años elige seguir viviendo una vida sin futuro, sin proyectos; elige seguir viviendo aferrado a la resistencia más básica, más primitiva, aún a expensas de sus sueños.