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Delitos de odio: otro producto del capitalismo

Fuentes: Rebelión

«El principio de la igualdad de los seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre ellos: es una norma relativa a cómo deberíamos tratar a los seres humanos«(Peter Singer) Muchas veces hemos hablado del capitalismo, de sus devastadores efectos, y de sus múltiples consecuencias a todas las escalas de la vida […]

«El principio de la igualdad de los seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre ellos: es una norma relativa a cómo deberíamos tratar a los seres humanos«
(Peter Singer)

Muchas veces hemos hablado del capitalismo, de sus devastadores efectos, y de sus múltiples consecuencias a todas las escalas de la vida de las personas. Hemos afirmado que el capitalismo deshumaniza, en tanto en cuanto es un sistema económico y social que basa su existencia en la constante lucha del hombre contra sí mismo. En el presente artículo hablamos sobre otro de sus productos típicos, como es la constante presencia, incluso subliminal, del odio al diferente, catalogado en los diferentes delitos que nuestra sociedad contempla. En este artículo de Actualidad Humanitaria, Esteban Ibarra, Presidente del Movimiento contra la Intolerancia y Secretario General del Consejo de Víctimas de Delitos de Odio, nos presenta una buena introducción hacia dichos delitos, que seguiremos como referencia. Pese a que no se habla de ellos diariamente en tertulias ni en programas informativos o de debate, más allá del estallido de cada caso puntual, hay que recordar que cada año se producen miles de agresiones relacionadas con este tipo de delitos, y desde principios de los años 90, se han cometido cerca de 90 homicidios racistas, xenófobos, homófobos y demás variantes de intolerancia social.

El panorama es ciertamente preocupante, ya que según datos del último Informe Raxen, cada año en España se cometen 4.000 agresiones o delitos de odio, y apuntan a la existencia de grupos racistas y xenófobos en todas las Comunidades Autónomas, de la existencia de más de 10.000 ultras y neonazis en nuestro país, de la presencia de más de 1.000 sitios web xenófobos en Internet, así como de la organización de decenas de conciertos de música neofascista cada año. En la actualidad, quizá el sitio web crimenesdeodio.info, con la colaboración de Movimiento Contra la Intolerancia, sea el mejor escaparate que muestra la memoria de 25 años de olvido y desamparo institucional de estos crímenes. En su apartado de marco teórico, muy recomendable, podemos ver las diferencias que se marcan entre los diversos conceptos que pueden albergarse bajo el paraguas de los denominados como crímenes o delitos de odio, tales como la intolerancia criminal, el racismo, la xenofobia, la homofobia, la transfobia, la disfobia, la romafobia, el antisemitismo, la islamofobia, la aporofobia, y otras expresiones de intolerancia (donde podemos incluir el odio ideológico, la intolerancia por aversión estética, o por obesidad, entre otros). Es interesante también aclarar que, en realidad, el racismo no existe como tal, pues solamente existe (como afirmara Albert Einsten) una raza, la raza humana. Nos referimos aquí, entonces, al esclavismo, el apartheid, el holocausto, la limpieza étnica o el genocidio racial.

Como siempre, las confusiones conceptuales y terminológicas empañan un asunto tan delicado, y es menester poner un poco de orden en el caos. Para empezar, hemos de afirmar, como puntualiza Esteban Ibarra, que el delito de odio no es un delito de sentimiento. Dicha circunstancia puede acontecer a diario en toda clase de delitos comunes, y no por ello podemos catalogarlos como delitos de odio. Así, se puede sentir odio hacia la víctima de cualquier delito por motivos de vecindad, relaciones laborales, de parentesco, afectivas, y un largo etcétera de variantes que los psicólogos analizan constantemente, pero no dejan de pertenecer al acervo de delitos comunes. ¿Dónde está, pues, el «plus delictivo» que marca un delito de estas características? Pues en que además de concitar prejuicios, ideologías, doctrinas, etc., se envía un mensaje de amenaza a personas semejantes al colectivo de referencia de la víctima, un mensaje de advertencia, de temeridad, de declaración de guerra. Aún, por tanto, se debe avanzar mucho en la legislación internacional, que no posee una definición exacta e inequívoca para este tipo o categoría delictiva.

¿Qué motiva, por ejemplo, a agredir a un homosexual, o a un indigente, o a un inmigrante? Pues básicamente la intolerancia hacia el diferente, o si se quiere, el «miedo social» a la existencia de personas que no se ajustan, digamos, a los patrones o cánones que delimitan dónde se encuentra la «normalidad» social. Son, por tanto, producto de una sociedad enferma, que no tolera la diferencia, que insta a la uniformización de sus miembros, que preconiza la supervivencia de patrones de imagen, comportamiento y actitudes que entran en sus raseros de la «normalidad», excluyendo cualquier otra manifestación. En palabras de Esteban Ibarra: «Los delitos de odio (…) refieren a la negación delictiva de la igual dignidad intrínseca de la persona y la universalidad de derechos humanos en base al rechazo de nuestra diversidad, hacia personas o grupos a los que, desde una profunda intolerancia, se puede llegar a concebir como subalternos e incluso prescindibles«. Son, por tanto, muestra del rechazo hacia lo diferente, y representan una clara muestra de comportamiento totalitario y excluyente. Suponen justo lo contrario del principio de tolerancia, basado en el respeto, la aceptación, la integración, la inclusión y la valoración de la diversidad humana, resquebrajando los universales principios de igualdad y libertad de todos los seres humanos.

Cada legislación penal en cada país asocia una serie de disposiciones en cuanto a la protección de una serie de características (origen étnico, sexo, orientación sexual, religión, ideología, discapacidad, etc.), a los que añaden una serie de colectivos humanos diferenciados, de especial protección por su relevancia social. Aquí podemos encontrar, por ejemplo, al colectivo de personas sin hogar, o a los de determinado origen territorial, o a los de determinado aspecto físico. Y así, el Comité de Ministros de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea, 2003) vino a definir como delito de odio a «toda infracción penal, incluidas las infracciones contra las personas y la propiedad, cuando la víctima, el lugar o el objeto de la infracción son seleccionados a causa de su conexión, relación, afiliación, apoyo o pertenencia real o supuesta a un grupo que pueda estar basado en la raza, origen nacional o étnico, el idioma, el color, la religión, la edad, la minusvalía física o mental, la orientación sexual u otros factores similares, ya sean reales o supuestos«. Definición que no cubre todos los flancos, pero sí se nos aparece bastante ilustrativa. Pero insistimos en que los delitos de odio no se deben confundir con la discriminación, que se sitúa sobre todo en el ámbito administrativo, y tienen más que ver con la negación del principio de igualdad ante la ley, de igualdad de trato, o de oportunidades . Los delitos por discriminación son otra consecuencia-efecto, otra conducta de intolerancia, como puedan serlo la segregación, la marginación, el hostigamiento, el homicidio, e incluso, los crímenes de lesa humanidad.

Tampoco podemos incluir en este tipo de delitos a los crímenes por violencia de género, ya que éstos tienen su origen y casuística en la existencia de relaciones de desigualdad entre hombre y mujer, bajo el imperio desde hace siglos de una sociedad patriarcal que impone sus formas y sus modos. La violencia de género obedece únicamente al terrorismo machista derivado de los postulados del sistema heteropatriarcal dominante, y que ha de ser erradicado de toda sociedad moderna y avanzada que se precie. Los casos más típicos de delitos de odio están relacionados con el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo, la islamofobia, la homofobia, el antigitanismo, la disfobia, la aporofobia (fobia a los indigentes) u otras formas de odio basadas en la intolerancia, y justificadas desde una perspectiva retrógrada y totalitaria. Un caso típico y especialmente significativo lo constituye la violencia en el deporte en general, y en el fútbol en particular, mediante la existencia de los grupos ultra, de hooligans o hinchas de determinados equipos, que practican la extrema violencia en algunos casos, llegando a matanzas indiscriminadas de seguidores de equipos contrarios. Y también aquí, la mano del capitalismo también «mece la cuna» de este tipo de conductas, mientras sigamos consintiendo, como sociedad, que ciertos deportes salgan de su esfera natural, para convertirse en auténticos fenómenos de masas, y sus jugadores y directivos cobren sueldos exhorbitados, y representen un modelo social a imitar, y una referencia para los más jóvenes.

Pero quizá hoy día su mayor frecuencia ocurre contra el grueso de la población inmigrante, desde una perspectiva y un discurso intolerante que propugna la invasión de nuestra civilización occidental, y la pérdida de nuestros valores. Pero más bien deberíamos pensar qué aportamos al mundo con nuestros valores, y dónde descansa la supremacía de nuestra «civilización occidental». Incluso desde los discursos de los líderes políticos mundiales mejor valorados surgen llamamientos a la defensa de nuestro «mundo libre y civilizado», enfrentado a un supuesto mundo preso, inferior, anticuado, o a una civilización del mal, a la que tenemos que erradicar. Es ahí donde podemos ver más claramente la influencia que el modelo capitalista, y su conjunto de valores sociales, morales y cívicos, han proyectado sobre nuestras mentes y nuestros comportamientos. El capitalismo es también la explicación última para la existencia de estos fenómenos, pues una buena inserción social de este tipo de personas, en vez del constante hostigamiento que practican nuestras Administraciones Públicas contra ellos, sería la base para la erradicación de todos estos comportamientos. Un buen ejemplo típico de ello lo podemos encontrar en la persecución que se realiza al colectivo de los llamados «top manta», desde la hipócrita óptica de que representan un peligro y una amenaza para el «comercio legal», cuando este comercio legal de los productos originales se nutre de las mismas fuentes de explotación que el comercio de la falsificación y de la imitación.

Como siempre, la punta de lanza para la erradicación de todos estos delitos y conductas ha de descansar sobre la base educativa, la auténtica base de la pirámide que nos proyecta hacia una nueva sociedad con un nuevo conjunto de valores. Una educación inclusiva e integradora, que desde una perspectiva de ampliación y cultivo de nuestros valores democráticos, estudie y propague la enseñanza del humanitarismo y del total, completo y absoluto respeto hacia los Derechos Humanos, entendidos en su perspectiva más universal. Y en el marco normativo, hace falta de forma urgente e imprescindible disponer de una Ley Integral Contra los Delitos de Odio, que contemple perspectivas de prevención de la criminalidad y proyecte responsabilidades humanitarias, y líneas estratégicas y transversales de intervención contra esta terrible lacra del siglo XXI. El destino es conseguir un modelo de sociedad plenamente democrática, que excluya toda forma de conducta, pensamiento o comportamiento de intolerancia, y donde se respeten, acepten y apliquen universalmente y con garantías todos los Derechos Humanos.

Blog del autor: http://rafaelsilva.over-blog.es

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.