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¿Derecho a la defensa o dulce encanto de la impunidad?

Fuentes: Insurgente

Habría que ser profano en cuestiones de historia, o ciego por conveniencia, no sé, para dejarse convencer de que la «operación militar»-eufemismo por agresión mayúscula y despiadada- llevada a cabo por Israel contra el País de los Cedros se enmarca solo en el «sagrado derecho de defensa». Derecho a que aludieron, casi con profunda reverencia, […]


Habría que ser profano en cuestiones de historia, o ciego por conveniencia, no sé, para dejarse convencer de que la «operación militar»-eufemismo por agresión mayúscula y despiadada- llevada a cabo por Israel contra el País de los Cedros se enmarca solo en el «sagrado derecho de defensa». Derecho a que aludieron, casi con profunda reverencia, ciertos medios occidentales de prensa cuando, la mañana del miércoles 12 de julio, combatientes de Hizbulá hirieron a casi una decena de soldados hebreos y secuestraron a dos, con la exigencia de liberación de presos palestinos y libaneses en cárceles sionistas.

Recordemos que la campaña comenzó con el pretexto del rescate y cobró vigor con el de destruir al grupo chiita de la resistencia, para que este no ose arremeter contra Israel, la misma excusa que dieron los halcones de Tel Aviv refiriéndose a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) al invadir al vecino territorio en el infausto verano de 1982.

Pero sigamos rememorando, con el colega Raja Halwani (The Electronic Intifada): «La campaña militar ha consistido en fuertes bombardeos aéreos, navales y terrestres de la infraestructura del Líbano: de sus principales y secundarios aeropuertos, puertos, carreteras, puentes, sistemas de comunicación y plantas eléctricas y de agua. También están bloqueando completamente sus puertos y vías de entrada. Es difícil saber el número de víctimas (…) Hizbulá respondió disparando misiles Katiusha, la mayoría de ellos contra asentamientos del norte de Israel (cerca de la zona donde capturaron a los dos soldados); unos pocos misiles cayeron en Tiberias, Haifa, Acre y Nazareth, y causaron la muerte de unos pocos civiles israelíes, mucho menos que los del Líbano…»

Mucho menos que los del Líbano. La expresión, que podría parecer cínica a un lector desprevenido, si los hubiere, permite entrever lo que afirma explícitamente un conocido analista: «Una de las claves para entender los acontecimientos de estos días reside en la raíz de la situación que se vive en la región, la ocupación de Palestina, parte del Líbano (las granjas de Sheba) o de Siria (los altos del Golán) por parte del estado sionista de Israel. Si a esa situación le unimos la asimetría militar entre los protagonistas (por eso siempre habrá más víctimas del lado libanés, precisa el redactor de estas líneas) y la política hegemónica y unilateralista de Israel, podremos hacernos una mejor composición de lugar. Y también entenderemos mejor las manifestaciones de palestinos, libaneses o sirios cuando señalan que la ocupación y esa actitud no pueden ser gratuitas».

Claro que no. En una aproximación al peliagudo tema, señalaremos con el colega vasco Txente Rekondo que si de un lado se busca dar respuesta a la población de Israel, demostrando que se hace «algo para detener la agresión»; de otro, «estas operaciones han estado prefijadas y planeadas de antemano», algo en que coincide más de uno, porque, a ojos vista, Tel Aviv persigue acabar con la posición, incluido el amplio apoyo, de Hizbulá en el Líbano. Dentro de esa «lógica», las salvajes arremetidas contra la población civil y la infraestructura. Colateralmente, el ejército hebreo desea quitarse el sambenito, la humillación quemante de la captura de dos de sus miembros.

Ahora, un mayor acercamiento al problema exigiría convenir en el que objetivo real, el motor impulsor de la invasión podría ser el de Ariel Sharon en 1982: cambiar el régimen en Beirut e instalar un gobierno títere, como asevera en la publicación digital Rebelión Uri Avnery, hombre ducho en analogías históricas, si nos guiamos por esta: «En la víspera de la invasión de 1982, el secretario de Estado Alexander Haig le dijo a Ariel Sharon que, antes de iniciarla, era necesario tener una provocación clara, que fuera aceptada por todo el mundo. La provocación, de hecho, tuvo lugar -exactamente en el momento apropiado- cuando la banda terrorista de Abu Nidal intentó asesinar al embajador israelí en Londres. Esto no tenía ninguna conexión con el Líbano, e incluso menos con la OLP (enemiga de Abu Nidal), pero sirvió para su propósito».

En esta ocasión, la tan necesaria provocación ha encontrado su sitio bajo el sol. Sin reparar, o haciendo como que no reparan, en que el camino más expedito, quizás el único, para la liberación de los secuestrados es el intercambio de prisioneros, los generales sionistas han vendido como operación de rescate una gran campaña preparada con meses de antelación- hace unas semanas hubo grandes maniobras para ensayar la entrada de efectivos de tierra en el sur del Líbano- y a la sombra de facultades que pasan de omnímodas. Porque, de acuerdo con comentaristas de diferentes signos ideológicos, en Israel el ejército ha usurpado completamente el poder. «Ningún político se atreve a criticar la operación, excepto los parlamentarios árabes del Knesset, que son ignorados por el público judío. En los medios de comunicación, los generales llevan la batuta.»

Pero las hipótesis sobre las causas de la campaña ígnea no terminan con las expuestas. ¿Creación del Gran Israel, más que soñado? ¿A la postre llevar a Irán a un enfrentamiento militar, para reforzar la hegemonía sionista en la zona y castigar los atrevimientos nucleares del país islámico? Sólo el tiempo responderá.

Una discusión bizantina

Para diversos analistas, Halwani entre ellos, el hecho de que el ataque de Hizbulá no resultara provocado por una acción directa de Israel representa un evidente golpe a su justificabilidad, algo en que, por cierto, se han desgañitado los medios occidentales de prensa. Sin embargo, apunta, el aserto admite matices. ¿El primero? Que el Líbano está en estado de guerra con Israel; no existe un acuerdo de paz entre ambos países e Israel no tiene reparo en violar la soberanía del Líbano cuando le viene en ganas. Se sabe que cuando dos Estados andan a la greña las acusaciones de ataques no provocados se tornan menos definibles -¿quién los empezó?, ¿cuándo?-. Pero, y aquí el argumento se torna más sensorial que teórico, ¿acaso Israel no atacó el sur del Líbano en 1996 (operación Uvas o Viñas de la Ira)? ¿Acaso los aviones sionistas no se solazan en recurrentes violaciones del espacio aéreo del Líbano?

¿Será éticamente repudiable la actitud de una Hizbulá que defiende la soberanía de su patria? Condenarla sería como condenar, en honor de la razón política (¿del más fuerte?), el secuestro del cabo Shalit por comandos de Hamas sin parar mientes en la continuación del plan sionista de desembarazarse de los palestinos, «otorgándoles» una esmirriada Gaza y porciones de Cisjordania, sin soberanía real y sin la menor posibilidad de crecer en lo geográfico y prosperar en lo material, en medio del silencio mayoritario de un mundo experto en abstenciones cuando de apoyo a los justos se trata.

¿No devendría más moral que esa abstención -se preguntan analistas- una acción como la de Hizbulá, enfilada a ayudar a los palestinos, que penan desde hace décadas, casi solos en su lucha, insertos en un orbe, el árabe, cuyos Gobiernos generalmente se limitan a declaraciones de solidaridad y como que se anudan las manos, para no tenderlas?

Eso sí -dice Halwani-, «tenemos que sopesar los costos y los beneficios; asumiendo que su acción suponga con seguridad la liberación de algunos presos palestinos y libaneses, ¿valdría la pena el costo? Esto no lo sabremos hasta que calculemos el daño causado por la respuesta israelí, daño que puede extenderse a otros países». Mas, insistamos, ello no significa hacer a Hizbulá responsable de las acciones de Israel, sino «recordar que parte de lo que es justificar acciones es sopesar sus consecuencias».

Hizbulá la satánica, caramba; aquella horrenda organización fundamentalista islámica dispuesta a subyugar a Israel -y al planeta todo- en nefando contubernio con la no menos diabólica Hamas, y hasta con la impar Al Qaeda, conforme a los grandes medios de prensa anuentes al imperio, o en la nómina de sus heraldos.

Medios que suelen silenciar el hecho de que la agrupación, dirigida por el jeque Hassan Nasrallah -tras el asesinato de su predecesor, Abas Musawi-, originalmente armada y entrenada por iraníes, «se fue nacionalizando libanesa gradualmente, formando, por ejemplo, un partido político con diputados en el parlamento, participando como ahora con ministros en el Gobierno y abandonando los lemas de antaño de promover o fundar una república islámica en esta tierra de 18 comunidades confesionales, en la que, pese a todo, conviven musulmanes con cristianos», como aclara el colega Carlos Dilitio.

En una tan apasionada como plausible apología, el comentarista niega que Hamas y Hizbulá sean terroristas; son «organizaciones políticas combatientes y lo hacen exclusivamente en su territorio, sin exportar la lucha a otros países ni latitudes. «Si acusamos a Hizbulá de terrorismo -se encrespa-, también tendremos que hacerlo con la resistencia francesa (los maquis), que atentaban con explosivos contra las líneas férreas usadas por la ocupación nazi o atacaban y tomaban prisioneros a los soldados de ocupación. También tendríamos que acusar de terroristas a los judíos polacos que protagonizaron el levantamiento del gueto de Varsovia». Y «a los sandinistas que lucharon contra Somoza. Y a los zapatistas. Y hasta los mexicanos que cruzan la frontera sin papeles, porque ponen en riesgo la seguridad de EE.UU«.

Terroristas por todos lados; «eso es lo que quiere el imperialismo que veamos» -dice nuestra fuente-, cuando los más sonados actos de terrorismo – acotamos nosotros- los está cometiendo ese mismo imperialismo, de gobierno supranacional, norteamericano-israelí, de acuerdo con algunos estudiosos. Verdadero terrorismo sería (es), además del asesinato de decenas de civiles, niños los más, la manifiesta pretensión de la ejecución de Nasrallah, el líder de Hizbulá, por los invasores sionistas, que cuentan el triste mérito de la primera guerra en la historia emprendida por un Estado para matar a una persona. «Hasta ahora -comenta Uri Avnery- solo la Mafia pensaba en esa especialidad. Ni siquiera los británicos en la Segunda Guerra Mundial proclamaron que su objetivo fuera matar a Hitler. Al contrario, lo quisieron capturar vivo, para juzgarlo. Probablemente es lo que los americanos quisieron, también, en su guerra contra Saddam Hussein.»

Hablando de moralidad

Como condición sine qua non para detener su ofensiva sobre el Líbano, Israel acaba de aparecerse con que este país debe cumplir la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU, que exige el desarme de Hizbulá, la retirada de la guerrilla chiita de la zona meridional y el despliegue en su lugar de unidades regulares del Ejército libanés. El buenazo de Israel; sí, ese mismo que en sus 50 años de historia se ha ciscado olímpicamente en no menos de 46 resoluciones de las Naciones Unidas; entre ellas, las dirigidas contra los asentamientos judíos en tierras palestinas, el muro de Cisjordania; las emitidas a favor del regreso de los palestinos expulsados de sus casas; las que reclamaban la inmediata e incondicional retirada del Líbano…

Pura artimaña esta de los halcones sionistas, sabedores de que gran parte del ejército que presumiblemente desplazaría a Hizbulá está integrado por chiitas, como los miembros de la organización; asimismo, conocedores de que el desarme del grupo y el despliegue del ejército resultan impensables bajo el actual régimen libanés, calificado por alguien de «delicado tapiz de comunidades étnico-religiosas», donde la conmoción más leve puede echar abajo toda la estructura y llevar al Estado a la anarquía total, sobre todo después de que los estadounidenses tuvieron éxito expulsando a las fuerzas armadas sirias, único elemento que durante años proporcionó un poco de estabilidad.

En ese concierto de exigencias moralistas, los Estados Unidos, que en han frustrado reiteradamente la cristalización de resoluciones de condena y salvado al socio con su poder de veto, se atreven a pontificar sobre el derecho de Israel a defenderse. Incluso, la secretaria de Estado, la señorita Rice, ha clamado por que el necesario alto al fuego se de con las «condiciones correctas»: las mismas que pretende dictar Tel Aviv. De ánimo festivo, sentado junto a su alter ego Tony Blair, el inefable Bush resolvió el problema de una estocada escatológica, sin reparar en un micrófono indiscreto: «¿Ves? Lo que necesitan hacer es conseguir que Siria haga que Hizbulá detenga esta mierda, y se acabó».

¿Se acabó? Como si Damasco pudiera recomponer el caos exportado por Washington. Caos que, en opinión del filósofo y sociólogo Samir Nadir, se traduce en la imposición de un modelo político, imposición que desemboca de manera indefectible en la guerra.

La estrategia recompuesta

Para observadores como Alberto Cruz, la guerra de liberación nacional en Iraq, el triunfo de Hamas en las elecciones palestinas, la resistencia de Irán a las presiones enfiladas a que desmantele su programa nuclear pacífico -posible excusa para una nueva guerra- y la firme negativa de Hizbulá a desarmar su brazo militar mientras Israel ocupe un ápice de territorio libanés han puesto sobre la mesa el relativo fracaso de la estrategia de USA, iniciada con la guerra de Afganistán, en 2001, y continuada con la de Iraq, 2003, para un reordenamiento de indubitable corte colonial en todo el Oriente Medio.

Fracaso relativo, porque los agresores lograron la ruptura de Iraq como país unido, con lo que les será más fácil el control futuro, a pesar de la situación bélica de hoy día, y la retirada de Siria del Líbano.

Con plena conciencia del panorama, y en momentos de baja crítica en la popularidad de Bush, como consecuencia de la situación global en la región, los neoconservadores que flanquean al presidente gringo se han propuesto recuperar la iniciativa y probar que la guerra emprendida hace cinco años está trayendo réditos. Para ello, apostilla Cruz, vuelven a utilizar el eslabón más débil, y donde cuentan con más aliados, el Líbano, como muestra de recomposición de la estrategia. Sí, porque reviviendo la denominada revolución roja puesta en marcha en febrero y marzo de 2005, culminada con el despliegue sirio en virtud de la aprobación por el Consejo de Seguridad de la Resolución 1559 (2 de septiembre de 2004), los Estados Unidos ansían se materialicen los aspectos no cumplidos aún: el desarme de las milicias palestinas en el Líbano, especialmente en los campos de refugiados, y la disolución del brazo armado de Hizbulá. Quizás de Hezbolá íntegro. Luego, el imperio podría emplearse a fondo en sus anhelos de cambio de Gobierno en Siria e Irán.

Pero una cosa piensa el victimario y otra la víctima, que se defiende con denuedo, Hizbulá mediante. A tal extremo, que para analistas serios, de fuste, tales Gilad Atzmon, parece muy claro que el «ejército más fuerte del Oriente Próximo está batallando en una guerra desesperada que nunca puede ganar ni táctica ni moralmente». Resulta bastante obvio que el ejército israelí no tiene un programa claro para oponerse a las atrevidas operaciones militares. «Los despiadados daños colaterales de hoy, tanto en Beirut como en Gaza, demuestran que, al menos militarmente, Israel está en la desesperación total. No tiene respuestas, ni políticas ni militares para oponerse a la resistencia árabe».

Resistencia a todas luces obcecada en ver redivivo cierto paso de tanques y blindados que iban dejando en las dunas una estela apuntando al sur. Como en mayo de 2000, cuando los sionistas se retiraban del Líbano -aguijoneados por Hizbulá-, mientras sus soldados, lejos de lucir tristes, disparaban los fusiles al aire, bailaban y andaban adosados a sus celulares, al habla con sus ya no tan lejanas familias y olvidados como por ensalmo del «sagrado derecho a la defensa» que algún halcón les inculcó.