En la semana de los derechos humanos trataré de precisar algunas cuestiones, señalando que la lucha por alcanzarlos es tan vieja como la humanidad y se ha dado en toda circunstancia en que existieron sectores de poder con capacidad de oprimir a otros más débiles.
Siempre que existió un sistema perverso que pudiera arrasar la vida y la identidad de las personas, se ha buscado oponerle un escudo protector de valores esenciales para la dignidad y plenitud del ser humano. Y a través del tiempo esa barrera impeditiva se consolidó mediante el perfeccionamiento y tipificación de esos derechos.
Su fuente generadora para todos aquellos que buscaban reparación a sus agravios, se encuentra en la injusticia, la opresión, la prepotencia, el atropello y el desconocimiento del otro.
Como concepto, podemos decir que los derechos humanos son el conjunto de prerrogativas y acciones que los individuos gozan a su favor por su sola condición humana, tendientes a impedir o paralizar aquellos actos u omisiones del Estado y de los particulares que puedan afectar o menoscabar su calidad de tales.
Son al decir de Julen Rekondo “una promesa incumplida para millones de personas que luchan por sobrevivir”.
Si bien en los últimos tiempos este tema se ha asociado casi linealmente a las organizaciones que reclaman por los desaparecidos, los apremios ilegales o de gatillo fácil, pero su espectro es mucho más amplio.
Hacia fines del siglo XVIII y principio del XIX se consagran los derechos humanos de primera generación, los que tuvieron su inspiración en el liberalismo, integrándose con los derechos civiles y políticos, como el derecho a la vida, a la libertad, la libertad de opinión y expresión, a un juicio justo, a libertad de elección, etc.
En nuestro país estos plasman en la Asamblea del año 13, en los Proyectos de Constitución y fundamentalmente en la Constitución de 1853.
En el plano internacional se consagraron el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas con la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
El preámbulo de ella expresa: “que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de los miembros de la familia humana, ya que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias.”
A principio del siglo XX aparecen los derechos de segunda generación o sociales, alumbrados por la corriente conocida como constitucionalismo social que se expresara en la Constitución Mexicana de 1917 y en la de Weimar de 1919, entre los que se encuentran el derecho al trabajo, la salud, el comercio y la educación entre otros, que en el país se consagran en la Constitución peronista de 1949 y con el artículo 14 Bis y otros de la Constitución de 1957.
Las nuevas realidades y condicionantes, con el auge de la tecnología y el desarrollo de las grandes corporaciones, hicieron que a fines de la década del 70 del siglo pasado, surgieran los derechos humanos de tercera generación, destacándose entre ellos el derecho al ambiente, a la calidad de vida, a la autodeterminación de los pueblos, a la soberanía alimentaria, a la no corrupción, a la ciudad, a la solidaridad y a la paz.
Hoy se habla de derechos de cuarta generación o transgeneracionales como el derecho de las generaciones futuras a gozar de un ambiente sano y libre de degradación.
Este derecho debe ser abordado desde una visión holística, integrado por dos realidades, una natural que es el medio para el desarrollo común y otra dada por la acción de los hombres comprensivo de lo histórico, artístico, arqueológico, paisajístico, etc. que se interrelacionan, se condicionan y que necesitan la acción tutelar del estado.
Así que el ambiente natural sirve de sostén al ambiente humano (sociedad), y las acciones sociales a su vez modifican, alteran o degradan al ambiente natural.
Un ambiente degradado hace inviable la vida en plenitud, por lo que la aptitud del mismo se constituye en un presupuesto básico para el desarrollo integral del ser humano.
Esto ha sido receptado por constituciones modernas y consagrado en el art. 41 de la nuestra de 1994, que expresa: «Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano.»
La degradación, atenta contra la dignidad humana, y los pueblos que la padecen no pueden avanzar hacia estadios superiores de organización social, cultural y política. Hoy se habla que “El ambiente es el primer derecho humano”.
Pero, admitamos dolor que toda esta corriente doctrinaria, jurídica y política en expansión, no ha servido para impedir la profundización de modelos esencialmente injustos e inequitativos, por lo que se impone cambios profundos en nuestras actitudes y formas de participación.
La sociedad de consumo globalizada nos impone una ética individual extrema, que anula la solidaridad, la participación y sobre todo la utopía de que más allá de esa opción, hay otros modelos de vida posible.
Por ello, no esperemos a seguir contando los muertos para iniciar un camino distinto en beneficio de todos.
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