Deberíamos contagiarnos de la rabia de los movimientos anticoloniales y antirracistas y desmontar el tinglado simbólico que apuntala nuestra superioridad euroblanca.
El furor de los últimos tiempos contra las estatuas y monumentos que perpetúan la memoria de la historia colonial puede parecer algo extemporáneo y fuera de lugar; impropio de “sociedades avanzadas”. Son reliquias del pasado, se nos dice, carentes de capacidad mnemónica o contenido ideológico, cuyo valor cultural y artístico ha de ser respetado y protegido como parte de nuestro patrimonio. Tal apariencia vulnerable e inocua es uno de los modos más efectivos de naturalización del status quo en nuestros regímenes modernos. Desde su pedestal, las viejas estatuas señalan de manera sutil y silenciosa a los depositarios legítimos de la memoria, aunque su contenido se haya olvidado, confirmando sin violencia aparente el orden de privilegios y exclusiones transmitido a lo largo del tiempo. Esta airada furia revisionista molesta e indigna porque transgrede los limex de ese ámbito sagrado, anacrónico y estético, en el que colocamos los mitos fundacionales de nuestro sistema de tal manera que permanezcan incuestionados y a resguardo. Por eso también ha causado perplejidad y enojo el modo en que la nueva derecha reactiva ostentosamente ritos “tribales” que se creían superados o se tenían pudorosamente alejados de la visión pública. Los periodos de intensa crisis como el que vivimos tienen la virtud de rasgar velos y disipar espejismos devolviendo a símbolos en apariencia dormidos todo su poder de atracción y repulsión, como cápsulas que condensan el sentido de procesos históricos tan virulentos en su naturaleza como profundos y duraderos en sus consecuencias.
El caso de las estatuas de Cristóbal Colón, objeto predilecto de las celebraciones y de las protestas actuales en torno a los monumentos, ilustra ejemplarmente el modo en que operan estos hitos del espacio público. En apariencia indiferente, desde lo alto de una céntrica glorieta madrileña, Colón es testigo “por defecto” de las paradas militares que cada 12 de octubre marcan la Fiesta nacional, sin que los discursos institucionales hayan de hacer mención directa a su persona o su significado. La enorme bandera que desde hace unos años ondea cerca de la estatua, rivalizando con ella en altura, satura el sentido simbólico de la plaza, haciendo innecesaria cualquier referencia precisa. Más explícita ha sido la elección del lugar por los líderes de los partidos conservadores con el fin de escenificar su indisoluble unidad en defensa de la patria, así como por las cada vez más frecuentes manifestaciones ultras congregadas bajo el grito de “se rompe España”. Estos fenómenos, que responden a la tendencia neofascista de invocar fantasmáticamente momentos “gloriosos” del pasado, logran a pesar de su vacuidad e impostura hacer visibles las profundas razones históricas que vinculan el mundo colonial con el orden social y político del presente.
Así lo puso en evidencia la artista peruana Daniela Ortiz cuando escenificó entre la muchedumbre españolista congregada ante la estatua barcelonesa el 12 de octubre de 2014 la posición del indio arrodillado y sumiso que aparece esculpida junto al religioso catalán Bernat Boïl, acompañante de Colón en su segundo viaje. Su performance incomodaba a los alegres portadores de banderas al hacer patente el componente racista y colonial del orgullo español que celebraban. La artista hacía un guiño a la acción llevada a cabo veintidós años antes por Coco Fusco y Guillermo Gómez Peña, en el contexto de las celebraciones del V Centenario. Haciéndose pasar por “dos indígenas aún no descubiertos”, ambos artistas se exhibían enjaulados ante la curiosa y crédula mirada de los turistas en los “setenteros” Jardines del Descubrimiento de Madrid, junto a la estatua de Colón. Lejos de ser un acontecimiento singular, petrificado en los monumentos, demostraban paródicamente que el acto colonial del “descubrimiento” se ha venido repitiendo ininterrumpidamente hasta el presente, incluida la espectacularización turística de las celebraciones del 92, preludio de la intensificación del extractivismo y la aculturación durante la globalización.
El que estas proyecciones hayan convergido en la figura de Colón dista, sin embargo, de ser resultado de un proceso lineal y exento de contradicciones. Ya que los monumentos afirman principios y valores definitivos e incontrovertibles, listos para ser colectivamente asumidos o eventualmente rechazados, no está de más poner de manifiesto los pies de barro de tales estatuas, explorando cómo y porqué han llegado a cobrar el significado que hoy les damos.
Colón tuvo que esperar casi cuatrocientos años a que España le hiciese el tipo de estatua que Fernández de Oviedo evocaba al dirigirse al emperador. No existía a principios del siglo XVI una tradición monumental en España capaz de traducir la retórica evocación romanista del cronista. De haberla, difícilmente se habría aplicado a Cristóbal Colón “el descubridor”, habida cuenta su detención y el áspero litigio que sostuvieron él y sus herederos sobre las riquezas y el gobierno de “las Indias”. Tal celebración de su persona era incompatible, en cualquier caso, con la titularidad absoluta que se arrogaba la Corona respecto al acontecimiento y sus implicaciones, que no permitía el reconocimiento de otra gloria que no fuera la suya propia. La sombra proyectada sobre la figura de Colón favoreció que Américo Vespucio fuera reconocido como sucesor de Ptolomeo por Waldseemüller en su famosa Universalis Cosmographia de 1507, mientras el mapa de costa de la entonces bautizada “América” se poblaba de insignias lusitanas y castellano-leonesas, de acuerdo con lo firmado entre ambas coronas en Tordesillas en 1494. Waldseemüller no ignoraba el papel de Colón en el descubrimiento, sin embargo, aquel enviado de la monarquía castellana no podía ser considerado como el moderno equivalente del geógrafo alejandrino.
La proverbial confusión de Colón respecto a la naturaleza de su descubrimiento: “las Indias”, es una buena metáfora de lo contingente de un relato cuyo perfil iba a difuminarse en los escritos del cronista real Lucio Marineo Siculo, Opus de rebus hispaniae memorabilius, publicado en 1530. Ni las fechas, ni el número de barcos, ni el nombre mismo de Colón aparecen registrados correctamente. Ese mismo texto recogía el episodio espurio del hallazgo de una antigua moneda imperial romana en una playa americana, prueba irrefutable de una dependencia histórica del Nuevo Mundo respecto al viejo. La narración del hito del genovés no se iba a fraguar siguiendo la voluntad de construir el relato épico de la conquista española del Nuevo Mundo, sino como la primera de las múltiples historias derivadas de las aventuras, desventuras y conflictos que acompañaron a un proceso inconmensurable e inenarrable en los términos de la época. A pesar de los diarios y cartas anejos a sus viajes, la historia de Colón empieza realmente a tramarse tras 1497, el año en que el rey y la reina deciden cancelar su contrato y Diego Colón viaja a Roma para hablar a favor de su hermano cerca de Julio II. El humanista Pietro Martire, a cargo de fijar la versión oficial de los hechos, iba a ser persuadido por Colón para que terminara lo antes posible la primera parte de su historia latina, incluyendo la información acerca de los descubrimientos que él mismo le había dado. De hecho, a la muerte de Colón, su historia sólo sobrevive gracias a la publicación de De orbe novo en 1516.
Veinte años después de la muerte del almirante hubo un intento frustrado de resucitar a Colón como héroe basilar del imperio, digno de ser conocido por todo “buen español”. En 1526, en la misma carta al emperador Carlos que abre De la natural historia de las Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo afirma, como principio argumental de la misma:
Que como es notorio, don Cristóbal Colón, primer almirante de estas indias las descubrió en tiempos de los católicos reyes Don Fernando y Doña Isabel, abuelos de Vuestra Majestad, en el año de 1491 años [sic] […] El cual servicio hasta hoy es uno de los mayores que ningún vasallo pudo hacer a su príncipe y tan útil es a sus reinos, como es notorio. Y digo tan útil, porque hablando la verdad, yo no tengo por castellano ni buen español al hombre que de esto desconociese.
Tras la retórica con que adorna esta introducción, Oviedo aspiraba a modelar y fijar un relato hegemónico con muy pocas posibilidades de éxito. Su énfasis en la dimensión épica de la empresa colombina delataba un vacío en el corazón de la conquista que resultaba tanto más evidente cuanto más avanzaba la invasión militar y la sórdida explotación material y humana de las así denominadas “Indias”. Para llenar dicho hueco Oviedo ofrecía la figura emblemática de Colón como prefiguración de la de sí mismo, con toda la ambivalencia de un temprano sujeto colonial: por un lado, como personificación del espíritu de la monarquía, por nacimiento y por servicio, y, por otro, desde su posición de miembro de la primera generación de pobladores españoles tras su desembarco en tierras del continente en 1513. A pesar de la distancia irreconciliable entre Oviedo y su contemporáneo Fray Bartolomé de Las Casas, ambos coincidían en señalar el vertiginoso abismo epistemológico y moral que abría la conquista y en reivindicar la figura de Colón como nudo desde el que tramar una historia plausible de la misma. Desde el particular punto de vista de Oviedo, la recuperación de Colón como único y legítimo descubridor era tan necesaria para la pensabilidad del imperio como lo era la representación del mundo natural que se desplegaba ante los ojos de los recién llegados y que él se disponía a acometer en su obra. Como sabemos, Oviedo fracasó en sus esfuerzos en más de un sentido. Cortés, y no Colón, iba a ser el héroe sin disputa en los textos de Ginés de Sepúlveda y de Lope de Gómara. Ambos autores imperiales beben abundantemente de los escritos de Oviedo, pero se paran al llegar a la figura de Colón, diluyendo su responsabilidad en el descubrimiento en circunstancias confusas y una neblina de testimonios contradictorios.
Cuando la figura de Colón reaparece varias décadas más tarde en las famosas ilustraciones de Theòdore de Bry sobre la conquista de América, lo hace a través del buril del enemigo luterano y en el contexto de la así llamada “leyenda negra”. Vestido como soldado a las órdenes de la reina, pica en mano y espada a la cintura, se le retrata sometiendo a los desnudos e ingenuos indígenas a la autoridad de la corona española. Esta representación, muy alejada de la del navegante a que estamos acostumbrados, no era sino la imagen especular de aquella única que le cabía al almirante y a todos los que le siguieron en el camino de las Indias según la narración hispana. El perfil de valeroso emprendedor y sabio cosmógrafo que, por contraste, quisieron dejar sus herederos en ese collage de narraciones que es La historia del Almirante firmada por su hijo Hernando, acabó dirigiéndose a los lectores italianos, traduciéndose y publicándose en Venecia en 1571. A pesar de tales esfuerzos, en el famoso dibujo de Jan van der Straet, America (ca 1575), seguirá siendo Américo Vespucio quien aparezca despertando y nombrando al “nuevo mundo”, personificado por una mujer desnuda recostada en una hamaca. Mientras América, apenas erguida, solo cuenta con su cuerpo erotizado, el cosmógrafo, en pie ante ella, porta los atributos que simbolizan el dominio civilizatorio europeo. En este caso no son la pica y la espada, como en el Colón de Bry, sino un astrolabio y una bandera con la cruz.
En el discurso de la nación hispana Colón no iba a tener el áureo papel que Camões diera a Vasco de Gama en Os Lusíadas, ni tampoco el que el mismo Colón representara más tarde en el imaginario de las jóvenes repúblicas americanas, o para la naciente Italia del siglo XIX. De hecho, Colón iba a tener que esperar hasta 1846 para protagonizar el Canto épico sobre el descubrimiento de América, y su autor –Narciso Foxá– sería un cubano de adopción nacido en San Juan de Puerto Rico.
El primer monumento europeo a Colón se erigió en su natal Génova ese mismo 1846, en el umbral de la unificación italiana, representando a un personaje sin insignias militares y apoyado en un ancla marinera. A sus pies se sienta una india desnuda, aunque en este caso sus manos están llenas: una cruz en la derecha y un cuerno de la abundancia en la izquierda. En uno de los lados del pedestal, en grandes letras latinas se lee: DIVINATO UN MONDO LO AVVINSE DI PERENNI BENEFIZI ALL’ ANTICO (“habiendo imaginado un mundo, lo encontró para perpetuo beneficio del viejo”) dejando claro el sentido extractivo y económico del proceso inaugurado por el descubrimiento a ojos de sus compatriotas. En el lado principal aparece el complementario significado nacional del monumento: A CRISTOFORO COLOMBO. LA PATRIA. El visionario Colón genovés, “injustamente” apresado por los reyes de España, personificaba el pujante espíritu de las nuevas naciones burguesas que por entonces aspiraban tanto a enriquecerse como a liberarse de las cadenas de la tiranía, recobrándose desde esa nueva faceta patriótico-capitalista el protagonismo “usurpado” por Vespucio.
Cuando se erigieron los monumentos de Barcelona y Madrid unas décadas más tarde, se haría con cierta desidia institucional y habiendo de adaptar la iconografía de Colón a patrones ideológicos y a referencias históricas de sentido muy diferente. Aunque el liberalismo burgués trataba de abrirse paso en una cultura anclada en el Antiguo Régimen, nuestro país seguía siendo más de venerar a santos y vírgenes que a prohombres de la patria. Cabe recordar que el 12 de octubre seguimos celebrando la Virgen del Pilar, patrona de España y de la Guardia Civil.
En el agitado contexto de la Primera República, el federalista Ayuntamiento de Barcelona quiso que un monumento a Colón presidiera la así llamada Plaza de la Junta Revolucionaria, situando al intrépido héroe en las antípodas del nacionalismo centralista español. Cuando quince años más tarde, reprimido el fervor revolucionario, se construyó el monumento barcelonés al final de Las Ramblas, quedó muy corta la suscripción popular inicialmente prevista. Menos éxito aún tuvo el arquitecto murciano formado en París, José Marín-Baldo, quien empleó su juventud en proponer la construcción de un costosísimo cenotafio inspirado en los mausoleos imperiales romanos. Presentó infructuosamente el proyecto a Isabel II y posteriormente lo llevó, con éxito de crítica, pero sin resultados prácticos, a la Exposición Universal de Filadelfia de 1876. Una trayectoria similar tuvo el proyecto que el arquitecto vasco Alberto de Palacio presentó a la Exposición Mundial Columbina de Chicago de 1893, con el que pretendía emular a la torre de su maestro Eiffel para la exposición parisina de 1889. Su descomunal monumento devolvía a Colón el rol que le negara Waldseemüler como generador de una nueva imagen del mundo, moderna y tecnológica; un mundo listo para ser dominado según los parámetros del progreso capitalista. Se trataba de un globo terráqueo metálico de 300 metros de altura situado sobre un complejo arquitectónico con bibliotecas, museos y lugares de ocio. En su modernidad, incluso lo acompañó de un plan de viabilidad económica basado en la explotación turística. Como en el caso de Marín-Baldo, el reconocimiento estadounidense tampoco resultó en la materialización de tan desmesurado proyecto, que también fue desestimado cuando propuso construirlo en El Retiro madrileño, junto al Palacio de Cristal que él mismo había construido unos años antes para los fastos coloniales de la Exposición de Filipinas de 1887.
La imagen que finalmente cristalizaría no sería ni la del héroe clásico de Marín-Baldo, ni la del pionero de un futuro mundialista, que imaginara Palacios, sino otra historicista y autorreferencialmente hispánica. Cuando el Madrid de la Restauración erigió el monumento sito en el Paseo de Recoletos lo haría en dimensiones conceptual y económicamente más modestas y colocando la estatua sobre un desproporcionado pedestal gótico “Reyes Católicos”, acorde con los esfuerzos de restaurar la erosionada imagen de una monarquía metropolitana en plena decadencia. Su figura, con los brazos abiertos y la mirada extasiada hacia el cielo, imita a la de nuestros místicos patrios. El relieve de un Colón encadenado que ilustrara el pedestal de la estatua genovesa se veía aquí sustituido por enfáticas alusiones a su vinculación a la monarquía y a la religión católica. Un lugar privilegiado iba a tener el escudo de armas concedido por los reyes al almirante en que se lee en letras góticas “A CASTILLA Y A LEÓN UN NUEVO MUNDO DIO COLÓN”. A pesar de tal esfuerzo de traducción ideológica, su entrega al Ayuntamiento, coincidiendo con el IV centenario del descubrimiento, se llevó a cabo sin pena ni gloria. Por una jugada del destino, el “Pabellón de los descubrimientos”, que pretendía recuperar por fin la narración hispano-colombina desde la historia de la ciencia y la tecnología en la Expo 92, sufrió un demoledor incendio dos meses antes de la apertura de la “feria” sevillana, extirpando violentamente ese aspecto de las celebraciones del V centenario.
La narración de la historia de Colón estuvo destinada desde sus inicios a marcar distancia respecto al significado del descubrimiento que daba de iure y de facto la Monarquía española, a excepción del vano intento de Oviedo y Las Casas por dotar de sentido al sinsentido de una empresa que excedía los parámetros heredados de la Cruzada contra el islam. Lo fue desde posiciones muy diferentes. Su “hagiografía” se tramó como defensa de los intereses de sus herederos y, solo tras un prolongado hiato, fue recogida por el republicanismo independentista americano, desde el Cono Sur a Las Antillas, así como por un rampante Estados Unidos de Norteamérica que encontraba afinidad en su espíritu individualista y pionero. Teñido de orgullo patriótico, la reivindicó Génova en el contexto ideológico de la unificación y el Risorgimento, y el colonialismo capitalista de finales del XIX volvió a mirarse especularmente en aquel hombre emprendedor, blanco y de origen europeo, presto a dominar el mundo mediante su supuesta superioridad racial, cultural y tecnológica. La “reespañolización” de Colón, según hemos narrado, fue tardía e impostada, desde una posición defensiva, teniendo que negociar con narraciones generadas, precisamente, para separar “el descubrimiento” del discurso español.
Es interesante comprobar que a pesar de la violencia y la desigualdad racista que impera en Estados Unidos, se están eliminando gradualmente las conmemoraciones y monumentos de su venerado Colón mediante la implementación de decisiones democráticas adoptadas en los consejos municipales desde Los Ángeles a Nueva York, pasando por Denver, Phoenix, Alburquerque o Minneapolis. Recientemente, fue retirada la estatua de Colón e Isabel la Católica que presidía la rotonda del Capitolio de California, como parte de una limpieza general de imágenes ofensivas para la población indígena por celebrar su genocidio. Es el resultado de largos y ásperos procesos de activismo y protesta antirracista y en defensa de los derechos civiles que nos hablan de la plasticidad que conserva aún la sociedad norteamericana.
En 2010, coincidiendo con el segundo centenario de las independencias latinoamericanas, se inauguró la exposición Principio Potosí en el Museo Reina Sofía, templo de la modernidad española después de la dictadura. El equipo curatorial, formado por un imposible cruce germano-boliviano, pretendió romper definitivamente el “huevo de Colón” poniendo en evidencia que existe un único e ininterrumpido proceso de expropiación y explotación que aún continúa a escala global. Desmontando el mito racionalista del progreso, señalaban que la sustancia de lo que denominamos modernidad se fraguó en el proceso de “acumulación primitiva” violentamente incoado por los españoles en las minas de Potosí en el siglo XVI y desplegado sin solución de continuidad por el capitalismo hasta hoy. Con ello minaban de paso los fundamentos ilustrados de las narraciones de independencia que se celebraban entonces. Siguiendo a Enrique Dussel, el sujeto moderno se configuraría como ego conquiro a partir de una dialéctica de la dominación previa e inseparable de la misión supuestamente cristianizadora y civilizadora de España y Occidente. Habiendo estallado las últimas costuras del proyecto ilustrado, la modernidad se desvelaría en toda su crudeza barroca, excéntrica, mestiza y violenta, aunque no por ello carente de fermentos disruptivos y emancipatorios.
Los movimientos anticoloniales y antirracistas contemporáneos reconocen, con los comisarios y artistas de Principio Potosí, que el Colón emprendedor y cosmopolita y el Colón soldado al servicio de España son dos caras de una misma moneda; partes constitutivas del proceso que ha esculpido con su cincel de dominación nuestro espacio social y ha esquilmado el planeta en su totalidad. El acto “bárbaro” de derribar sus estatuas, ya sea metafórica o literalmente, debería contagiarnos algo de su rabia y llevarnos a desmontar de una vez por todas el tinglado simbólico que entiba nuestra superioridad euroblanca, un gesto imprescindible y urgente si queremos imaginar y construir un mundo vivible.
Jesús Carrillo es profesor del departamento de Historia y Teoría del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y doctor en Historia por la Universidad de Cambridge (King’s College). Es autor de los libros Tecnología e Imperio (2003) y Naturaleza e Imperio (2004).