Traducido del inglés para Rebelión por J. M.
En la medida en que nuestro entendimiento de la supremacía racial comience y termine con hombres enfurecidos golpeando a gente de color, a izquierdistas y a cualquier otra persona que ven como un objetivo, nunca alcanzaremos un cambio significativo, ni en Charlottesville ni en Tel Aviv.
Supremacistas blancos atacan a manifestantes antirracistas durante la manifestación Unite the Right, Charlottesville, Virginia, 12 de agosto de 2017. (Rodney Dunning / CC BY-NC-ND 2.0)
Hace tres años, una noche de julio, yo estaba sentada con un grupo de amigos en un elegante café en un vecindario de Tel Aviv, tratando de ignorar los cantos de «muerte a los árabes» que venían de la plaza de enfrente. Estábamos en medio de la guerra de Gaza y acabábamos de venir de una protesta contra la guerra en una plaza cercana. Nos habíamos ido rápidamente, ya que la zona se estaba complicando. Grupos de jóvenes habían comenzado a filtrarse, escudriñando a las multitudes agotadas, con el cuello tenso. Fue una de las numerosas protestas en las que miembros de la extrema derecha de Israel habían asaltado a los izquierdistas durante ese verano interminable y sangriento.
Los cientos de manifestantes de la extrema derecha que se habían concentrado en la plaza enfrente del café comenzaron a marchar por la ciudad cantando y agitando banderas israelíes. La tranquilidad volvió y la plaza asumió nuevamente la apariencia externa de la normalidad. Es un espacio común: bancos, un columpio para niños, árboles, setos bien cuidados. Cafeterías y boutiques alrededor. Esto encapsula perfectamente la «burbuja» de Tel Aviv, criticada por ser una ciudad a cuyos habitantes se percibe, con razón o sin razón, como poco comprensivos de la violencia que acecha gran parte de Israel-Palestina o si lo hacen gozan del privilegio de que los conflictos rápidamente se retiran de ellos.
Y sin embargo esa plaza, al menos en mi mente, nunca parecería lo mismo. Yo pasaba por allí semanalmente hasta que salí de Israel-Palestina a finales de 2016. Y aunque sólo concurrían allí familias jóvenes y lectores solitarios, ese grupo de rebuznantes hombres jóvenes -saltando de arriba abajo y gritando epítetos racistas- siempre estaba allí. Invierno y verano, lluvioso o soleado, noche y día, acechando. Una perturbación atmosférica, como mirar el horizonte a través de la niebla que produce el calor. Caminara por la plaza o me sentara allí en silencio, oía siempre «muerte a los árabes».
Después de que salí del país esos recuerdos se atenuaron, aunque no desaparecieron. Estaban, o eso creía, estrechamente unidos a ese espacio físico. Pero aquí en Charlottesville, adonde me mudé hace unos meses, esas apariciones han resurgido. Yo no estuve allí para presenciar las manifestaciones de la supremacía blanca los días 11 y 12 de agosto, pero la sensación de un ambiente revuelto por la violencia política era inconfundible.
Porque ése es uno de los efectos más sutiles, a más largo plazo, de la violencia que perfora un agujero a través de cualquier membrana para compartir experiencias y recuerdos en nuestras cabezas. En el mejor de los casos el cerebro tiene el extraño hábito de intercambiar elementos de nuestros recuerdos, ajustar a personas y lugares, agregar aquí y restar allí. El choque de la violencia, ya sea experimentado directa o indirectamente, exacerba esas peculiaridades; los recuerdos asociados a ella se fragmentan, los trozos navegan a la deriva a través de nuestro consciente y subconsciente, irrespetuosos de cualquier espacio o estructura.
Cuando la violencia vuelve a aparecer en nuestro entorno inmediato, se abre un espacio que chupa esas manchas de la memoria y las instala en un nuevo hogar. Y así es que cuando paso por la estatua de Thomas Jefferson en la Universidad de Virginia, donde cientos de supremacistas blancos marcharon el pasado 11 de agosto llevando antorchas y cantando «sangre y tierra», el ojo de mi mente proyecta sobre la escena una multitud de extremistas israelíes que coreaba «muerte a los árabes».
Hay, claramente, grandes diferencias entre las situaciones en los Estados Unidos e Israel-Palestina. El racismo estructural en cada país se ha desarrollado de diferentes maneras. La violencia estatal a menudo, aunque no siempre, se expresa de manera diferente. La carencia de un Estado de millones de palestinos no tiene analogía en los Estados Unidos modernos, a la vez que la escala y el alcance de las historias de ambos países son de un orden diferente.
Además las dos manifestaciones fueron, en cierto sentido, la imagen negativa una de la otra: la protesta en Tel Aviv fue organizada por activistas de izquierda anti-guerra, la manifestación estadounidense fue organizada por neonazis. Y por supuesto aunque hubo lesiones en Tel Aviv esa noche, y en otras protestas durante los 5 días de la guerra, nadie sufrió el destino de Heather Heyer, asesinada por un supremacista blanco.
Un mural dedicado a Heather Heyer, asesinada por un supremacista blanco durante la manifestación Unite the Right en agosto de 2017, Charlottesville, Virginia. (Natasha Roth)
Sin embargo esos contrastes no deben impedir que examinemos las resonancias de las diferentes situaciones, sobre todo la ironía perversa de los supremacistas blancos en un país que canta «los judíos no nos reemplazarán» y los supremacistas judíos en otro país que cantan «muerte a los árabes». Es el corazón del asunto: la supremacía racial es la supremacía racial y la violencia en ambas manifestaciones, en el momento en que ocurrieron, fue emblemática de los procesos más amplios de radicalización de la derecha que tienen lugar en ambos países.
El nivel de odio e intolerancia en la esfera pública israelí-palestina no ha hecho más que crecer desde ese verano, alimentado por el Gobierno más derechista de la historia del país. En Estados Unidos la elección de un racista fantasioso y misógino como presidente ha llevado la retórica casi a los mismos niveles de toxicidad que el que emana de Jerusalén. La supremacía blanca ya no está rondando en los márgenes del discurso político estadounidense cotidiano, es parte integral de él.
Por debajo de la retórica, sin embargo, se encuentra una cuestión más fundamental: cada país ha demostrado ser incapaz, en mayor o menor medida, de llegar a un acuerdo completo con su historia. Ambos niegan, suprimen o reescriben varias partes de su pasado. Y ambos, con resultados previsiblemente devastadores, se niegan a reconocer hasta qué punto esas historias no son historia: están aquí, con nosotros, en diferentes formas, pero conformando las mismas estructuras de desigualdad racial, discriminación y segregación. Jim Crow sigue vivo. La Nakba continúa.
Desde esa perspectiva hay sorprendentes paralelismos entre Charlottesville y Tel Aviv. Ambas ciudades tienen una reputación bohemia y liberal. Ambas se presentan como modelos de armonía y coexistencia, una «burbuja» entre sus respectivos entornos. La agresión estatal y estructural que impregna ambas ciudades -la brutalidad policial contra las minorías y las personas de color, por ejemplo- no ha logrado desalojar esas fantasías.
Estos mitos han resistido hasta ahora la presencia de los indicios de las violentas historias de estas ciudades incrustadas en el paisaje, una estatua de Charlottesville confederada, rastros de una aldea palestina despoblada y destruida en Tel Aviv (y todavía no hay debate público en Israel comparable al que se está produciendo actualmente en los Estados Unidos).
Y eso es exactamente lo que demuestra la amplitud de la tarea: mientras nuestro conocimiento y comprensión de la supremacía racial comience y termine en los grupos de hombres enfurecidos cantando y golpeando a gente de color, a izquierdistas y a cualquier otra persona que ven como un objetivo, nosotros nunca nos acercaremos a la profundidad necesaria para efectuar un cambio significativo.
Las turbas racistas no son los portadores de la supremacía, son sus excrementos. Desigualdad de ingresos; disparidades en las tasas de encarcelamiento; brechas en la educación; discriminación para la vivienda; falta de representación, son la realidad constante de los efectos de la supremacía racial y representan un desafío mucho mayor que la iconografía de estatuas, ruinas y banderas. Es nuestra tragedia y nuestra acusación que necesita de violencia física para hacernos ver lo que siempre ha estado ahí.
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Mientras escribía estas palabras el 7 de octubre, un grupo de supremacistas blancos que llevaban antorchas -conducido por Richard Spencer– se reunió de nuevo en la estatua de Lee en Charlottesville, menos de dos meses después de que uno de ellos asesinara a Heather Heyer. Que su memoria sea una bendición, así como la memoria de todos los que han sido asesinados por la mentalidad racista que la asesinó mientras protestaba.
Fuente: https://972mag.com/challenging-racial-supremacy-from-charlottesville-to-tel-aviv/130103/
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, a la traductora y Rebelión como fuente dela traducción.