Mientras que Arafat yacía en estado comatoso en su cama de un hospital de París hasta el momento de su muerte el 11 de noviembre, los medios plantearon preguntas simbólicas, sin ninguna relación con los temas esenciales. ¿Permitiría Israel que Arafat fuera enterrado en la mezquita Haram al-Sharif en la parte vieja de Jerusalén? ¿Obligaría […]
Mientras que Arafat yacía en estado comatoso en su cama de un hospital de París hasta el momento de su muerte el 11 de noviembre, los medios plantearon preguntas simbólicas, sin ninguna relación con los temas esenciales. ¿Permitiría Israel que Arafat fuera enterrado en la mezquita Haram al-Sharif en la parte vieja de Jerusalén? ¿Obligaría a que sus restos descansaran en Gaza? ¿Presionaría Washington en pro de un compromiso de manera que los restos de Arafat fueran enterrados en Ramala, en la Margen Occidental? Fuera de su custodiado cuarto del hospital, otros «líderes» de la OLP debatían las implicaciones políticas de su sitio de enterramiento.
El Primer Ministro israelí Ariel Sharon vetó a Jerusalén y subrayó el reclamo de Israel sobre la exclusiva propiedad de la vieja ciudad -otra bofetada al rostro ahora muerto de Arafat. Sharon no cederá el status simbólico permitiendo que su rival fuera enterrado allí. «Jerusalén es una ciudad donde los judíos entierran a sus reyes. No es una ciudad donde queremos que se entierre a un terrorista árabe, a un asesino en masa», dijo con desprecio el Ministro de Justicia de Israel, Yosef «Tommy» Lapid. Aunque los medios occidentales lo presentaron con esos términos peyorativos, Arafat era una seria figura histórica cuya muerte traerá cambios impredecibles en la turbulenta historia de Palestina e Israel.
Pero antes de que un paciente muera, los médicos deben preguntar: ¿quién lo enfermó? Aunque las autoridades hospitalarias negaron la teoría, algunos conocedores -que pidieron permanecer en el anonimato-, especularon que los equivalentes de Bruto y Casio en la OLP envenenaron a Arafat (su versión menor de César) a fin de apoderarse no sólo de su ambiguo poder político, sino también de su supuesta gran fortuna. (Algunos periódicos estimaron sus propiedades en $10 mil millones de dólares, $100 000 de los cuales al mes «mantenían» a su esposa Suha en un hotel de París). Ella batalló con algunos de la OLP acerca de quién tenía la autoridad de desconectar los aparatos que lo mantenían vivo.
La muerte de Arafat puede que abra la puerta a las posibilidades políticas para los palestinos que estaban viciadas por su liderazgo. Como político, durante cuarenta años luchó de manera inconclusa contra Israel, Occidente y los otros estados árabes, mientras manipulaba simultáneamente para mantener el control interno.
Quizás para bien, Arafat no trató de manera adecuada la cuestión de su sucesión. Una nueva hornada de líderes palestinos sin lazos con los ancianos burócratas de la OLP pudiera emerger desde la base. Pero los que juzgaron a Arafat también comparten la responsabilidad por el estado de confusión en el Medio Oriente. Al igual que Occidente ha hecho con sus antiguas colonias después de explotarlas y oprimirlas durante siglos, culpa por todos los «errores» en el desarrollo o de gobiernos corruptos en el propio pueblo ocupado. Por tanto, los palestinos tienen la responsabilidad de eliminar los «obstáculos para la paz», los cuales son definidos por Washington y Tel Aviv. Los medios plantean el asunto como si los palestinos fueran una simple e irresponsable entidad.
Este enmarcamiento de los hechos plantea una pregunta clave: ¿a quién representaba en verdad Arafat? Aunque los palestinos lo eligieron presidente en 1996, Arafat tenía una deuda de décadas con un pequeño grupo de ricos hombres de negocios cuyos intereses no reflejaban los de la mayoría empobrecida.
Desde mediados de los años 60, Arafat recibía apoyo financiero de este grupo de empresarios nacionalistas, así como de los gobiernos corruptos y ricos en petróleo como Arabia Saudí. Pero desde el inicio él dominó personalmente la política de la independencia palestina. Como la mayoría de los movimientos nacionalistas del Tercer Mundo, la OLP buscaba llevar a los palestinos desde la colonización y la derrota a la escena de la historia contemporánea.
En 1964 la Liga Árabe apoyó una base palestina en El Cairo para fomentar sentimientos nacionalistas dentro de la diáspora, que se formó en 1948 después de que sionistas militantes los obligaron a huir de sus tierras y hogares hacia los vecinos estados árabes.
Después de la humillante derrota de los estados árabes a manos de Israel en la guerra de 1967, el pequeño grupo de nacionalistas se transformó en un movimiento viable de resistencia comprometido con la liberación de Palestina. En 1969 los distintos grupos fragmentados de la coalición eligieron a Arafat, quien era jefe de Al-Fatah (Movimiento para la Liberación Nacional de Palestina), como presidente del comité ejecutivo de la OLP.
Después de 1967, la OLP operó desde el exilio en una Jordania aparentemente hospitalaria. Pero en 1970, el difunto rey Hussein, temiendo que la magnitud y el poder del movimiento palestino allí representaran tanto una provocación para Israel como una amenaza para su propio poder, atacó a los miembros de la OLP. Durante un período de diez días conocido como Sábado Negro, el ejército jordano masacró a más de tres mil palestinos. Arafat mudó a la físicamente herida y diezmada organización para Líbano. Pero en 1982 Israel invadió y bombardeó a ese país. Los medios reportaron las consiguientes masacres de más de mil palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Shatila a manos de paramilitares libaneses pagados por Israel.
Para entonces la OLP había ganado reconocimiento mundial como resultado del secuestro de 11 rehenes israelíes en las Olimpiadas de 1972 en Munich, por parte de 8 miembros del grupo Septiembre Negro (que luego se supo que estaba vinculado con la OLP).
A fines de los años 70, el gobierno israelí, temeroso de la creciente atracción del nacionalismo palestino, ofreció apoyo a la organización religiosa Hamas, con la intención de minar a la seglar OLP. Oficiales israelíes de inteligencia creían que los palestinos pobres de la Margen Occidental y de Gaza seguirían a los apolíticos mulahs, ya que la ideología de la OLP pedía fidelidad a los palestinos, pero ofrecía poco o ningún beneficio material.
Hamas comenzó a florecer. Llegaron hasta los pobres en la Margen Occidental y en Gaza, mientras que Arafat y compañía operaban en Túnez después de la conquista de Líbano por Israel en 1982. La OLP permaneció en África del Norte hasta la firma en 1993 de los Acuerdos de Oslo. En septiembre de ese año, el Presidente Clinton presionó al renuente Arafat y al Primer Ministro israelí Itzhak Rabin para que se dieran la mano en el jardín de la Casa Blanca. Los pueblos del mundo suspiraron aliviados: habría una oportunidad para la paz. Parecía que los palestinos tendrían su estado, aunque incompleto y débil.
Pero Arafat hizo poco por preparar la escena en Oslo. En realidad los palestinos de la Margen Occidental y Gaza, algunos de los cuales no aceptaban órdenes de la OLP, habían realizado una Intifada (levantamiento) de seis años que había obligado a Israel a presentarse a la mesa de negociaciones. Palestinos más jóvenes lideraban este movimiento no violento que estalló en 1987. Al poco tiempo, la mayoría de los sectores de la sociedad palestina lo apoyaba, ya que todos compartían las diarias privaciones de la vida bajo la ocupación israelí y la insatisfacción con el liderazgo externo de la OLP.
Sin embargo, dos sucesos pronto acabaron con el júbilo por los acuerdos de Oslo y el histórico apretón de manos. En 1995 Yigal Amir asesinó a Rabin y se proclamó un patriota que había eliminado a un obstáculo en el camino hacia el «gran Israel». Además, Israel sorprendió a la OLP al aumentar la construcción de asentamientos en territorios palestinos.
Arafat no tenía control sobre fanáticos israelíes como Amir y Baruch Goldstein, quienes en 1994 hirieron a tiros a 29 palestinos que oraban en la mezquita de Abraham. Si él y su personal hubieran leído los acuerdos de Oslo hubieran sabido que Israel no había condenado explícitamente la construcción de futuros asentamientos ni se había comprometido a detenerlos. Israel tampoco se comprometió a retirarse de todos los asentamientos. El acuerdo decía: «Ninguna de las partes iniciará o dará pasos que cambien el status de la Margen Occidental y de la Franja de Gaza mientras se espera el resultado de las negociaciones acerca del status permanente».
Israel también se negó a incluir en el acuerdo de Oslo los otros asuntos contenciosos acerca del derecho de los palestinos al regreso a sus tierras y el status de Jerusalén. Tal indisciplina por parte de la OLP se había hecho ubicua. Mientras los líderes israelíes planeaban con precisión una estrategia anti-OLP, algunos líderes de la OLP pasaban horas preciosas en Washington antes de reuniones clave bebiendo y comiendo en hoteles elegantes. Mostraban arrogancia al no consultar a brillantes intelectuales palestinos en el exilio, como Edward Said, o con conocedores aliados políticos en Washington. El propio Arafat determinó el tono de este tipo de comportamiento.
En septiembre de 2000 Ariel Sharon entró en la mezquita de Haram al-Sharif y provocó la segunda Intimada palestina. Superado nuevamente, Arafat se vio confinado por los israelíes en su ruinoso complejo en Ramala. Su status disminuyó. Es más, el presidente Bush lo calificó de «improcedente».
Arafat pareció no entender que debido a su naturaleza no violenta, la primera Intifada se ganó a la opinión mundial y ayudó a forzar a Israel a que hiciera concesiones. Bajo su supuesto liderazgo la segunda Intifada tomó un camino violento e inhumano: bombardeos suicidas, en los cuales los más viejos programaban a los más jóvenes a que se volaran en pedazos. La táctica unificó a un Israel dividido y permitió a Sharon usar sus superiores fuerzas armadas apara infligir grandes bajas al pueblo palestino. La decadente y estancada «dirigencia» palestina ya no dirigía. La creciente y explosiva naturaleza de Hamas y de la Brigada de Mártires de Al Aqsa comenzó a dominar la realidad palestina.
Arafat permaneció como el símbolo del nacionalismo del Tercer Mundo y específicamente de la liberación palestina. Su determinación y sacrificio por la causa palestina fueron inevitablemente diluidas por la procedencia del dinero de la OLP, lo que provocó la corrupción dentro de la organización. Personalmente él poseía el valor de enfrentar las privaciones y la muerte, mientras que simultáneamente carecía de la disciplina para hacer su tarea antes de realizar un juicio decisivo (como firmar el acuerdo de Oslo y alinearse con Saddam Hussein durante la Guerra del Golfo). Esos errores definen a los líderes. Mientras que sus adversarios israelíes trabajaban incansablemente para que los asuntos giraran a su favor. Arafat derrochó las oportunidades de persuadir a la opinión pública. Aunque los israelíes tenían recursos muy superiores, Arafat desoyó a brillantes palestinos en el extranjero que se esforzaban por guiarlo hacia políticas más eficaces.
Los palestinos se merecen un liderazgo visionario y mejor para la próxima década. Ellos y los israelíes comprenderán que comparten la misma tierra. Finalmente surgirá una solución de uno o dos estados. Pero Yasser Arafat merece su nicho en la historia, junto a la lucha universal de los pueblos por su autodeterminación.
Saul Landau dirige los medios digitales en la Universidad Cal Poly Pomona y es miembro del Instituto para Estudios de Política. Su nuevo libro es El negocio de Estados Unidos: cómo los consumidores reemplazaron a los ciudadanos y de qué manera se puede invertir la tendencia. Hassen regresó recientemente de Siria, donde trabajó para la ONU.