Año y medio después de iniciada esta hecatombe, la comunidad internacional permanece contemplativa, por mucho que algunas voces, tímidas, hablen de genocidio, promuevan juicios internacionales y unos cuantos Estados hayan suspendido relaciones diplomáticas.
La campaña bélica decretada por el régimen de Tel Aviv contra Gaza desde hace más de 16 meses ha dejado un reguero de muerte, destrucción e ignominia imposible de asimilar. Por lo menos para una persona imparcial y capaz de empatizar con el sufrimiento humano, porque, a ojos de numerosos, por lo que se ve, “ciudadanos del mundo”, el castigo inclemente sufrido por los habitantes de la desventurada franja no es sólo asimilable sino perfectamente justificable.
Pensábamos que la barbarie expresada por la maquinaria bélica sionista había llegado a su cota máxime de depravación con los bombardeos indiscriminados de desplazados, en su mayoría niños y ancianos, la tortura sistemática a los jóvenes gazatíes en las cárceles de la ocupación o la medida más miserable y atroz de todas, la imposición de un cerco de hambre y sed a millones de personas privadas de servicios básicos esenciales para sobrevivir.
Creíamos que habíamos visto lo suficiente en esta exhibición de violencia despótica pero, con el sionismo en su versión contemporánea, has de esperarte siempre un salto cualitativo más. El último, el asesinato de una docena larga de enfermeros y rescatistas palestinos de la Cruz Roja y Naciones Unidas, ametrallados por el ejército ocupante cuando acudían a socorrer, para variar, a un grupo de compañeros heridos por una incursión anterior en el sur.
A lo largo de los últimos meses hemos asistido al descubrimiento de fosas comunes con cadáveres de palestinos amontonados a toda prisa bajo cúmulos de tierra apelmazada por las ominosas excavadoras de la ocupación; sin embargo, lo verdaderamente sobrecogedor, como podría decir alguno de esos comentaristas que a estas alturas parece asombrarse antes las carnicerías perpetradas por los soldados israelíes, es que algunos de aquellos cadáveres hayan sido encontrados con las manos atadas o con disparos de gracia. Eso, y el hecho de que en el momento del bombardeo se hallaran a bordo de vehículos convenientemente señalizados, con los indicativos pertinentes de pertenencia a organismos de ayuda humanitaria, ha despertado ¿un movimiento de repulsa internacional? No, en absoluto.
La Oficina de Medios de Comunicación de Gaza afirma que, desde el 7 de octubre, el ejército ocupante ha matado a 1.402 profesionales de la medicina y ha destruido o dejado fuera de servicio 34 hospitales junto con 240 centros e instalaciones sanitarias, algunas de las cuales han sido reconvertidas en cuarteles o centros de operaciones.
Se han ensañado de forma especial con las ambulancias, cerca de 150 bombardeadas o ametralladas, como en el caso al que nos referimos. Diversos organismos de ayuda internacional hablan de un crimen de guerra ahora, lo mismo que en sucesos anteriores, a partir de las declaraciones de testigos y las pruebas recogidas in situ; sin embargo, la versión aducida por el régimen de Tel Aviv apunta que en realidad aquellos supuestos sanitarios eran miembros o simpatizantes de Hamás y que se les disparó porque no atendieron a las requisitorias de identificación.
Un problema de narrativas: la israelí resulta siempre la más “comprable” pues, a fin de cuentas, dominan el discurso y mantienen bajo su égida a la inmensa mayoría de las grandes agencias de noticias y medios de comunicación occidentales que, a su vez, moldean la “narrativa” oficial que ha de prevalecer en el mundo. El libro de estilo sionista ha condicionado la percepción de eso que llaman opinión pública mundial; evadirse por tanto a las líneas maestras de esta des-información programática solo termina aportando la etiqueta, inefable, de extremista.
La versión sionista prevalece, sí, pase lo que pase, desde que se inventaron la estupidez de la “tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” o el mito de la “única democracia de Oriente” (¿cómo va a ser democrático un estado basado en la supremacía de una nación-religión que expulsa a los habitantes legítimos de la tierra y les prohíbe regresar a ella?).
Aun cuando los postulados de esta visión espuria y falsificadora de la realidad no resisten un mínimo análisis basado en el sentido común y la noción de justicia, la narrativa sionista se impone. Y ay de quien, en cualquier parte, sobre todo en Estados Unidos y determinados países europeos, ose ponerla en duda. Es la víctima universal, eterna, quien define los criterios de lo correcto y lo pensable. Habiéndose convertido la gran estructura intelectual e institucional del sionismo en la “víctima por excelencia” resulta imposible que ella misma haya podido devenir implacable verdugo.
De igual manera que el ejército israelí ha asesinado y herido ya a un número de enfermeros, médicos y conductores de ambulancias superior a cualquier otro acontecimiento en lo que llevamos de siglo, la vesania empleada contra el oficio de periodista excede ya cualquier tipo de registro. Más de doscientos han muerto sin que haya pasado gran cosa. Como los sanitarios, son palestinos: y, lo sabemos bien, la vida de un o una palestina no vale nada. No se les puede considerar víctimas, porque en aquella tierra el protagonismo en este sentido se ha asignado ya a la parte dominante, la cual, haga lo que haga, siempre será una víctima; y tampoco se puede considerar que se trate de un atentado flagrante contra una profesión en particular, porque un periodista palestino siempre será, en primer lugar, un palestino; una persona, por tanto, sospechosa de infringir, por naturaleza, la deontología profesional.
Más que informar, manipula y sirve los intereses del “mal”. Los antecedentes de las hordas sionistas en la agresión a reporteras e informadores son notorios. Han muerto de todos los colores y en todas las circunstancias, por lo general cuando cubrían una incursión militar.
El régimen de Tel Aviv no se molesta demasiado en aclarar las circunstancias de la muerte de esta periodista o aquel reportero. Solo si se trata de corresponsales procedentes de países occidentales, en ocasiones con origen palestino, se pone en marcha el protocolo habitual, eximente por necesidad: primero, el disparo procedió de “terroristas” palestinos; segundo, cuando se demuestra la invalidez de este subterfugio, el o la periodista se hallaba donde no debía estar; tercero, de cualquier modo, organizamos una comisión de investigación que, indefectiblemente, decretará la inocencia del ejército y el cum laude de la diplomacia estadounidense: “¿Ven? No había nada que ocultar. Las Fuerzas de Defensa Israelíes son, una vez más, inocentes”. Y cuarto, todos estos pasos demuestran que estamos ante una democracia en la que prevalecen la justicia y la imparcialidad. Por ello, cualquier intento de criminalizar a su ejército constituye un acto de intolerable agresión hacia su perpetua condición de víctima
El Gobierno israelí, con el apoyo incondicional de su gran patrón estadounidense, ha asesinado a decenas de miles de personas, ha reducido a escombros la mayor parte del territorio de Gaza, ha provocado el desplazamiento de casi todos sus habitantes, a quienes condena al hambre y la privación. Los colonos, mientras, están acelerando el plan de expansión colonialista en Cisjordania —la cosa ha ido siempre de eso, de echar a más palestinos y quedarse con sus tierras y, si se tercia, las de sus vecinos árabes—, en pos de ese funesto y perverso gran Israel.
Pero año y medio después de iniciada esta hecatombe, la comunidad internacional permanece contemplativa, por mucho que algunas voces, tímidas, hablen de genocidio, promuevan juicios internacionales y unos cuantos estados hayan suspendido relaciones diplomáticas. Ante tanto horror, estos gestos, honrosos por excepcionales, resultan anecdóticos. Cuesta asimilar que numerosos estados sigan aportando armas y cobertura diplomática a esta caterva criminal y que determinados Gobiernos árabes hagan lo posible para que la maquinaria bélica sionista erradique cualquier atisbo de oposición política en Palestina, ante la pasividad de sus súbitos, una pasividad tan hiriente e injustificable como la nuestra.
Todo eso constituye un oprobio universal. Para la administración estadounidense y el proyecto sionista en su conjunto lo preocupante, sin embargo, es que los gazatíes sigan resistiendo, negándose a dejar su tierra. O a venderse. Pero esta fabulosa confabulación no tiene por qué triunfar. Como escribe el poeta marroquí Mohámmed Bennís (Vigilia de silencio, traducción y estudio crítico de Federico Arbós, Verbum, Madrid, 2025, p. 212):
Vi a Gaza
volar
con alas
de esmeraldas.
En el lado de enfrente, extranjeros intercambian
regalos y brindan por la tierra de Palestina.
En lugares que nadie ve,
otros se conduelen por Gaza llena de sangre
Esos “extranjeros que se intercambian regalos”, como los griegos que ofrecían presentes a las puertas de Troya en los famosos versos de Virgilio, son el trasunto de una operación largamente orquestada para consagrar un proyecto colonial vergonzante. Estados Unidos, como está demostrando su presidente con el penoso affaire de los aranceles, socavando los pilares de un liberalismo mercantil diseñado por ellos mismos, tiene suficiente poder, todavía, para amparar su visión israelí para Oriente Medio. Eso sí, unas alas de esmeralda son muchas alas.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/devastacion-gaza-ignominia-mundial