El diario Público del pasado 21 de enero incluía unos comentarios acerca de la encuesta continua sobre intención de voto en las elecciones legislativas de marzo, que hacía referencia a los «votantes exquisitos» a los que el PSOE habría de hacer un guiño durante la campaña para que acudieran a las urnas, englobando en tal […]
El diario Público del pasado 21 de enero incluía unos comentarios acerca de la encuesta continua sobre intención de voto en las elecciones legislativas de marzo, que hacía referencia a los «votantes exquisitos» a los que el PSOE habría de hacer un guiño durante la campaña para que acudieran a las urnas, englobando en tal categoría «al votante informado» reacio a movilizarse, dada la extremada complacencia conservadora del gobierno durante la presente legislatura en temas como el aborto, Iglesia Católica, etc. El propio calificativo, «informado», invita a reducir la condición de elector a la de comprador -los mercados eficientes con información, sobre los que tanto se publica-, pareciendo dar por hecho que no existan ciudadanos politizados que conforme los años pasan contemplan con desesperanza la reinterpretación de los principios de igualdad y libertad desde un cada vez más conformista posibilismo.
Desde luego, hay ciudadanos con suficiente información como para constatar que los amos del mundo controlan hasta nuestro más leve suspiro, manejando los hilos de unas marionetas a las que hacen jugar papeles aparentemente antagónicos, pero que defienden en lo sustancial idénticos intereses económicos. La irreflexiva carrera por mantener el actual estado de cosas: un desarrollo basado en un nivel de consumo viable solamente -y me paso de optimista- para la cuarta parte del planeta, es común a cualquiera de las opciones con posibilidades de gobernar y coincide, por muy panfletario que suene, con los intereses de la banca y las grandes corporaciones.
La desigualdad, tanto entre países como dentro del mismo país, es cada vez mayor, lo que no es óbice para que incluso los gobiernos en teoría socialdemócratas cuestionen los clásicos mecanismos de redistribución (la supresión de determinados impuestos, sobre todo los ligados a las herencias, tan defendidos ya no por el socialismo clásico, sino por los ilustrados), y en vez de hacer políticas efectivas tendentes a disminuir algo tan medible y palpable como la pobreza, hagan juegos malabares con santificadas cifras macroeconómicas, obtenidas en base a modelos más que cuestionables, aunque la contumaz realidad demuestre una y mil veces cómo el crecimiento del PIB no tiene ningún efecto apreciable sobre los ciudadanos no ligados a algún consejo de administración o carentes de una importante cartera de valores.
Con el reblandecimiento del discurso, bien enterrado Marx, el proceso productivo parece responder a las benévolas intenciones de los empresarios que tienen a bien crear empleos precarios, sin que nadie pueda poner límite a sus ganancias ni decidir sobre las reinversiones no especulativas. Las amenazas de deslocalización y otras más o menos veladas, que tienen como objetivo mantener a cualquier precio -de la fuerza de trabajo- las altas cuotas de ganancia, son interpretadas por los sindicatos en clave de diálogo responsable, que no significa otra cosa que el sometimiento del trabajador a exigencias cada vez más impertinentes. El resultado es la continua merma del poder adquisitivo y unas condiciones laborales tan impensables hace veinte años como lo serán las de hoy dentro de otros veinte, a no ser que el proletariado, pongamos por caso, de Europa del Este y de China se libere de sus nada metafóricas cadenas.
El caso es que, para los que creemos que el mundo podría ser otro, no existe diferencia sustancial entre la política económica de la derecha y de la izquierda posibilista, parlamentaria o como se le quiera llamar. Es más, no existen mecanismos constitucionales que permitan tomar medidas de gran calado sobre las desorbitadas ganancias de la banca o sobre la especulación del suelo e, incluso después de muchos años de democracia, seguimos observando, ya sin escandalizarnos, cómo todo tipo de mafiosos, algunos políticos corruptos y conseguidores de diverso tipo disfrutan de los privilegios de un Estado de derecho, como no podía ser de otro modo, para pasear con todo descaro los signos externos de su inexplicable fortuna, saliendo la mayoría de ellos indemnes de los procedimientos e investigaciones en las que estuvieron incursos. Son fallos del sistema que el imaginario colectivo considera tolerables, como también lo son los miles de muertos en accidentes laborales (¿cuántos responsables han ido a la cárcel?) y de tráfico. Me pregunto qué pasaría si el PP, los medios de la derecha o el sindicato de tertulianos, y no sólo ellos, le hubieran dado la centésima parte de importancia a estos muertos que la que le dieron a los que en los últimos cuatro años causó ETA, y si los jueces y la policía hubieran mostrado la misma diligencia en sus investigaciones, y en la aplicación de las leyes, que la que mostraron para dictar las desmesuradas penas contra el llamado entorno de ETA, o para, utilizando el mismo cuerpo doctrinal, exonerar a Botín y condenar a Atutxa.
Parece como si los que de verdad mandan en el mundo, las grandes corporaciones controladoras también de los medios y las agencias de noticias, establecieran en cada situación y momento la barrera entre la «crítica sana» y las salidas de tono, englobando bajo esta última rúbrica las opiniones que generalmente se mantienen fuera de los medios y contra las que, en las escasas ocasiones en que aparecen, el ponderado pensamiento monolítico despliega toda una taxonomía descalificadora, tildándolas ya sea de decimonónicas -si reivindican el racionalismo en temas religiosos-, apología del terrorismo -si se muestran inflexibles contra la tortura o contra la criminalización de la efectiva libertad de expresión- propias del izquierdista trasnochado -si osan denunciar los desmadres del imperialismo en África o América, o suscitadoras de todo tipo de recomendaciones paternalistas -nunca es el momento y siempre se le hace el juego a algún reaccionario impresentable- si se trata de cuestionar la vigencia de una institución tan irracional, caduca e impúdica como la monarquía.
Admitiendo que el referente ideológico yace completamente escorado hacia la derecha, lo cierto es que existen matices, y se nos presenta en cada proceso electoral la cara y la cruz de la misma moneda: la incuestionable política económica que en última instancia, como decía el tan bien enterrado, condiciona todo lo demás. Pero, los de la cruz, del ganchete de los obispos, de rancios conceptos patrio-hispánicos -no muy distintos de los del recuperado Bono- y con modos absolutamente ultramontanos, nos hacen caer en el espejismo -y yo soy el primero en aceptarlo-, de que es fundamental vacunarse contra discursos y modales difícilmente consonantes con el actual estado evolutivo del homo sapiens, y así, aunque la vida se nos pase por delante sin contemplar grandes avances en la consecución de una sociedad más justa, nos vemos en la tesitura de hacer todo lo posible para que no nos devuelvan a la caverna, y poder disfrutar por lo menos de ciertos derechos democráticos que en cierto sentido ya anunciaban los iluminados de finales del XVIII. En consecuencia, el «yo no vuelvo a votar», eyaculado entre elección y elección más veces de las que negó San Pedro, se convierte en vísperas de la jornada electoral en una toma de posición táctica, tan respetable cuanto menos como la de quien defiende las siglas de un partido político con la misma vehemencia con la que el forofo defiende la de su equipo.
Por lo tanto, es circunstancia cada vez más habitual que para decidirse por unas determinadas siglas, el ciudadano abandonando por unos minutos el escepticismo, y no la exquisitez, escoja las que le parecen menos malas. Y desde lo menos malo hasta lo completamente descartado, existe una gradación que debería ser plasmada a la hora de elegir. Algo de esto es lo que contempla el sistema electoral irlandés, que fue instaurado para no primar excesivamente a los grandes partidos y, mediante la posibilidad de escoger varias opciones, tenía como fin que los protestantes obtuviesen representación en el parlamento, reflejando, en todo caso, mucho mejor la compleja realidad electoral que la nuestra ya incuestionable regla D´Hont.
Proclamarse ganador de las elecciones por ser el partido más votado no deja de ser una media verdad, o una gran mentira: a veces el más votado es el más denostado. Hay teoría suficiente para concluir que ningún sistema electoral es perfecto -las consecuencias de la paradoja de Arrow son ilustrativas a este respecto-, pero entre todas las posibilidades existentes, unas recogen mejor que otras las querencias del electorado; la regla D´Hont es de las peores, y no parece que exista ningún interés por cambiar el sistema de adjudicación de diputados o concejales. Pero, si cada vez es más gente la que reconoce decidirse por la «opción menos mala», es el momento de adaptar el sistema de votación, y así, si la máxima de un Estado de derecho es «ningún inocente debe ser condenado» -aunque las garantías procesales puedan conducir a que algún culpable quede libre-, la regla de oro de un sistema de adjudicación de escaños debería ser: jamás podrá gobernar un partido que más de la mitad de los votantes escogen cómo última opción. La solución sería tan fácil como que en la papeleta de voto, en vez de la opción única, pudiéramos ordenarlas todas según preferencias, y hacer el reparto de escaños de acuerdo con la puntuación alcanzada por cada partido, incluso utilizando la regla d´Hont. De esta manera todos los votos contarían y se podría comprobar como la opción más votada, según el sistema actual, podría ser también la más vetada, o sea, aquella por la que una clara mayoría no habría querido ser gobernada, y a este respeto sí que el PP lleva todas las de ganar. Es por eso que, como el sistema es el que es, los pactos postelectorales, más allá de la repetición de latiguillos y de dogmas tertulianos, deben garantizar la querencia de la parte del electorado que vota exclusivamente para inclinar la balanza en el sentido de que no gobierne una derecha que ni siquiera renegó claramente del fascismo.
Aún así, esperando que el PP no consiga mayoría en el Parlamento, algunas medidas en el sentido de moralizar la vida pública bastarían para colmar las escasas expectativas de los votantes escépticos, de manera que en próximas convocatorias les fuese más fácil acudir a las urnas. En primer lugar, no estaría de más que la «clase política» -durante muchos años me he negado a utilizar el término, pero la realidad ha mostrado que poco tienen que ver los políticos, más o menos profesionales, con el resto de los ciudadanos-, dejara de presentarse como una logia en la que cierto tipo de prebendas y canonjías se asumen con la mayor naturalidad: Consejos de TV, y similares, liquidación de ocho mil euros por fin de legislatura, puestos en el Senado, o en el Parlamento Europeo, para colocar a damnificados cuya única obligación es cobrar a fin de mes, etc.
También sería recomendable un exquisito cuidado en alejar de los cargos de alta responsabilidad a personas con importantes intereses financieros. Sin dudar de su honorabilidad, difícilmente se puede sentir identificado un votante de izquierdas con alguien que dirija la política educativa, pongamos por caso, y preste gran dedicación a su cartera de valores, aunque sea por vía marital. Por muy legal que esto sea, la estrecha amistad de Felipe González con Carlos Slim -primera o segunda fortuna del mundo, según qué fuente se consulte- junto con los casos de los líderes socialistas europeos Tony Blair, fichado por el banco JP Morgan con un sueldo descomunal, y Gerhard Schröeder, metido hasta el tuétano en los negocios del gas ruso, debieran servir de revulsivo para llevar a cabo una seria reflexión en este sentido.
Sin tener que acudir a los casos más escandalosos, como los de aquellos que aprovechándose de los cargos de responsabilidad, en sindicatos y en las más diversas corporaciones, se forraron sin ningún tipo de miramientos, hay muchas maneras de afrontar la existencia, y uno ya es lo suficientemente viejo para distinguir entre aquellas personas, algunas de ellas nada radicales, que con una muy buena posición de partida y condiciones intelectuales más que medianas dedicaron gran parte de su tiempo a causas perdidas, o en todo caso se despreocuparon absolutamente de la acumulación de capital -no era un objetivo de su paso por este planeta-, y aquellas otras que pusieron todas sus artes y saberes al servicio de la especulación, quizás legal pero difícilmente consonante con los ideales de equidad pretendidamente defendidos. En el PSOE existen ambos perfiles y lo mejor para deshacerse de los del segundo tipo no es hacerlos embajadores en el Vaticano.
Conscientes de que en el restringido marco en que nos movemos es muy poco lo que se puede hacer para cambiar el mundo, a los votantes exquisitos -pero no cadáveres- les gustaría tener alguna disculpa para votar en próximas convocatorias, aunque la derecha entonces ya hubiera bajado del monte, aparcara el monotema instrumental del terrorismo e, incluso, se declarara atea.
* Xenaro García Suárez es profesor de Economía y doctor en Filosofía.