Agosto de 2013. La plantilla del FC Barcelona, al completo, inicia su pretemporada con una visita por la paz a Israel y Palestina. Su autobús y la comitiva que le acompaña cruzan a Cisjordania por un checkpoint reservado a las autoridades militares israelíes. La mole de hormigón que es el muro de separación -condenado por […]
Agosto de 2013. La plantilla del FC Barcelona, al completo, inicia su pretemporada con una visita por la paz a Israel y Palestina. Su autobús y la comitiva que le acompaña cruzan a Cisjordania por un checkpoint reservado a las autoridades militares israelíes. La mole de hormigón que es el muro de separación -condenado por la Corte Internacional de Justicia- se abre de pronto para dejarle paso a Messi y los suyos, con los soldados, sonrientes por un día, dispuestos a ambos lados, en un improvisado pasillo para sus ídolos. Las armas sobre el regazo, relajadas. Nadie pide pasaportes ni permisos. Nadie abre maleteros ni pregunta el destino. Luego, en el traslado de Belén a Hebrón para el pequeño clinic, el Ejército y la Policía de Israel escoltan a los azulgranas y cortan la carretera -casi única, a excepción de vías intrincadas que más parecen caminos de cabras-. Sólo faltó la alfombra roja.
Cuando se marcha el Barça, la ilusión se acaba. Vuelta a la realidad. La que complica notablemente que los futbolistas locales, palestinos, vayan de una ciudad a otra a competir. La que hace imposible que haya una liga común en Cisjordania y Gaza, dos territorios separados, incomunicados, palestinos unos y otros, sin tocarse desde 2007.
No hay honores para los deportistas de la zona, obligados como cada civil a estar confinados en su territorio, a menos que se les conceda un permiso para cruzar los controles, acceder a territorio israelí -incluyendo Jerusalén, aunque el este sea árabe y reconocido como ocupado por Naciones Unidas- o salir a otros países. Forzados a esperar colas y revisiones, a tomar caminos que convierten un traslado mínimo en una travesía de horas, siempre confiando en que no haya un control extra o un corte de carretera que les impida llegar al entrenamiento o al partido.
Hoy Palestina, reconocida en 2012 por la Asamblea General de la ONU como un Estado observador, tiene incluso un equipo nacional aunque no sea una nación plena. Ni siquiera la selección se escapa a la tortura de la espera, la visa, la incertidumbre.
«Practicar el fútbol en estas condiciones es quijotesco», resumía recientemente la revista Sports Illustrated. Lo constata Jibril Rajoub, presidente de la Federación Palestina de Fútbol. El principal problema que afrontan, más allá del clásico de fondos en una tierra poco próspera, devastada por décadas de conflicto, es el de la movilidad. «Algo tan simple como ir a competir con un rival a veces es imposible», relata.
El caso de la selección es el más sintomático. Palestina, reconocida por la FIFA en 1998 aunque creada como federación en 1928, ha tenido que jugar durante diez años en Qatar o Jordania, por falta de infraestructuras propias, porque Israel no daba los permisos necesarios a sus contrarios para entrar en los territorios y por las «complicaciones de seguridad» de tiempos como la Segunda Intifada.
Por fin, ahora cuentan con un estadio propio, el Internacional Faisal Al Huseini en Al Ram, una villa dormitorio de Jerusalén que se ha quedado al otro lado del muro, en suelo cisjordano. El hormigón y el alambre sirven de guía para dar con él, un campo digno, equiparable con el de cualquier pueblo grande de España, con vestuarios casi cuartelarios, espartanos.
«Debido a las complicaciones de movimiento, es muy difícil confeccionar un equipo», se lamenta el presidente, pese al avance del estadio. Los jugadores de Gaza rara vez logran permisos para salir, así que el entrenador, Jamal Mahmoud, se tiene que limitar a buscar seleccionados en Cisjordania. A veces echa mano de jugadores de origen palestino que residen en América Latina -especialmente Chile, donde hay más de medio millón de palestinos- y Estados Unidos. «Pero el viaje desde allá es muy caro y no siempre se puede asumir», añade. Además, «también a estos jugadores se les pueden negar los visados de estancia».
La lista de decepciones es larga: en 2006 ya no pudieron salir de Palestina para competir en la fase de clasificación de la Copa Asia; en 2007 el clasificatorio definitivo con Singapur para el Mundial de 2010 no pudieron disputarlo, encerrados en casa; en 2008 se perdieron la Challenge Cup y en 2011, regresando de Tailandia de otra fase de clasificación, a dos de sus jugadores, Mohamed Samara y Majed Abusidu, se les impidió la entrada: no podían regresar a Cisjordania.
Hoy está en el puesto 137 de la clasificación mundial de selecciones, de 208 registradas, y casi parece un milagro que no sea la última. Un día llegó al puesto 115. Su sueño, pese a los obstáculos, es clasificarse para la Copa de Asia, el Australia 2015. «A ver si entonces hay paz y no pasa lo de siempre», dice un empleado del estadio, interesado en la conversación.
Omar Jarun, jugador del Otawa Furia de Canadá, internacional por Palestina, recuerda el impacto que supuso su entrada en Cisjordania. «Mi mujer y yo teníamos el temor de que hubiese mucha violencia, de no poder vivir en paz durante los días de los entrenamientos y el partido. Pero encontramos una gente maravillosa que sufre. El shock fue ver que yo podía pasar por los controles con mi pasaporte norteamericano y mis colegas estaban horas sometidos a interrogatorios y registros. ¿Qué vamos a llevar en la bolsa más que las zapatillas de tacos?», se pregunta enfadado.
Acostumbrado a su vida en Georgia (EEUU), siempre moviéndose por equipos pequeños pero occidentales -Polonia, Bélgica-, el choque fue «terrible». «Llegaba al partido sin ganas de jugar. Sólo quería gritar de impotencia», se queja vía correo electrónico. Cada vez que regresa con su selección se reabre la herida por la «injusticia» contra su tierra.
Yendo y viniendo ha estado también el actual máximo goleador local, Roberto «Peto» Kettlum, nacido en Chile. Su bisabuelo se marchó allá desde Belén. Recuerda que una vez, para jugar en su país, tan cercano a Palestina por el elevado número de descendientes que acoge, tuvieron que viajar a Kuwait con escala en Egipto. Los controles israelíes fueron de cinco horas, «porque éramos palestinos», en un hangar alternativo, lejos de los demás pasajeros, rodeados de guardias armados y sin «comodidades» para deportistas. Un desafío distinto para «los luchadores», «los caballeros» o «los leones de Canaán», como se llama a los internacionales palestinos.
Abdellatif Bahdari, también jugador de la absoluta, ha sido un pilar en la liga cisjordana, en la que compiten 12 equipos, al igual que en la de Gaza, hoy liderada por el Taraji Wadi Al Nes, de una villa próxima a Belén. Bahdari ha jugado, hasta hoy, en el Youth Club de Hebrón, verdadero ejemplo vivo de la ocupación y sus males. Acaba de ser fichado por el Zakho de la Premier iraquí, un reto peligroso que le llevará a una ciudad kurda del norte, no especialmente tranquila. «Pero me dicen que es mejor que Hebrón», bromea, confiado en tener una buena experiencia como en sus etapas previas en Jordania y Arabia Saudí.
Confiesa que no sólo se marcha por dinero o promoción deportiva, sino por salir de la red en que se encuentra. «Nosotros jugamos a veces los sábados. Ese día es sagrado para los judíos. Para proteger a los colonos de Hebrón, nos cierran a veces las carreteras y no hay manera de salir de la ciudad. Si damos la vuelta por otro checkpoint quizá pasemos, pero nos lleva a dar rodeos de horas para ir a otro estadio. Llega un momento en el que se te quitan las ganas de jugar», reconoce.
Para la mayoría de los futbolistas palestinos, además, el deporte no es más que un entretenimiento, porque no pueden llevar suficiente pan a su casa sólo con el balón, así que perder tiempo implica posiblemente pedir permisos o favores en el puesto de trabajo extra -hay maestros, contables, estudiantes…- que no siempre se logran o agradan. Ha habido compañeros, confiesa sin dar nombres, que han aprovechado sus días de libranza por matrimonio para salir a disputar un partido de la selección a otro país.
Como otros palestinos, no futbolistas, estos deportistas se exponen también a arrestos temporales o permanentes o a la muerte en operaciones militares. El caso más llamativo en estos años ha sido el de Mahmud Sarsak, jugador internacional, arrestado en 2009 bajo la figura de la «detención administrativa», que permite a las autoridades mantener a alguien recluido sin acusación en contra ni juicio alguno, de forma indefinida. Su detención se produjo cuando iba a salir de Gaza por el control de Eretz, camino de Cisjordania, previo permiso, para empezar a jugar en el equipo del campo de refugiados de Balata.
Sarsak estuvo tres años entre rejas, sospechoso de colaborar con la Yihad Islámica, algo que siempre ha negado. Cansado de su limbo judicial, se puso en huelga de hambre durante 96 días y logró finalmente la libertad. En su pelea encontró el apoyo de Joseph Blatter, presidente de la FIFA -luego homenajeado como doctor honoris causa en la Universidad de Nablus- .
Sarsak, desde Gaza, se ha convertido en el rostro más conocido de la causa de los futbolistas palestinos. Ha hecho incluso un documental mostrando el daño que operaciones militares como Pilar Defensivo y Plomo Fundido han causado en los estadios de la Franja -el Palestine, el Yarmouk, el Rafah y el National Olimpic- y se erigió en el portavoz de la campaña «Tarjeta roja al racismo israelí», que trató de frenar la celebración, el pasado verano, del campeonato mundial Sub 21, ganado por España. Entonces, 50 futbolistas internacionales apoyaron la iniciativa, entre los que se encontraban Eric Cantona y Frederic Kanoute.
«Destruyen nuestras carreras y nos quitan hasta la pasión por jugar. Fui a la cárcel sólo porque soy un deportista que representaba a Palestina. Mataron mis sueños», insiste Sarsak. Concienciado, repite nombres como el de Zakria Issa, muerto de cáncer en la cárcel «sin recibir tratamiento ni ser acusado de nada», o de Ziyad Al Kord, al que tiraron su vivienda por quejarse tras no lograr el visado para un partido. Israel recuerda, por el contrario, casos como el de Omar Abu Ruways, arrestado en 2012 y acusado de pertenecer a una célula que planteaba atentados en el país. Era el portero del equipo olímpico.
El problema del fútbol, claro, se extiende a los participantes de otros deportes, como los levantadores de peso, los tenistas de mesa, los baloncestistas o los jugadores de voleibol. También, por supuesto, a los equipos femeninos. La liga de chicas se creó en 2011 y hay un pequeño equipo nacional desde 2003. En octubre de 2012 iban a disputar un partido festivo en Belén contra Emiratos Árabes, con presencia importante de mandatarios de la FIFA, pero los controles de Israel a las jugadoras retrasaron la ceremonia cinco horas. Acabó por anularse. Ya no había público para ver el partido. Honey Thaljieh, la capitana, se queja de que no pueden ni «poner en práctica un hobby». En su caso, los controles se suman a los obstáculos previos al juego: la oposición de padres, novios o maridos, los rumores, las críticas del decoro… «Y, encima, Israel», casi ríe.
Pese a la maraña, la ilusión de fútbol crece cada minuto en Palestina. La afición desbordada por equipos como el Madrid y el Barcelona, los auténticos amos, contagia a la selección y los estadios locales se llenan cada semana. Hay blogs especializados, como el de Aboud y Bassil, dos jóvenes hinchas dedicados a contar al mundo, en inglés, cómo funciona su liga. Lo que falta es libertad.
Fuente original: El Confidencial