Hace unas semanas estaba viendo un partido de tenis entre las dos grandes, Serena Williams y (o mejor dicho, versus) María Sharapova. A pesar de no ser yo una enfervorecida y entendida seguidora del tenis, siempre me ha asaltado una pregunta, llamémoslo más correctamente, una duda feminista: ¿Qué coño (utilizo la palabra adrede) hacen ataviadas […]
Hace unas semanas estaba viendo un partido de tenis entre las dos grandes, Serena Williams y (o mejor dicho, versus) María Sharapova. A pesar de no ser yo una enfervorecida y entendida seguidora del tenis, siempre me ha asaltado una pregunta, llamémoslo más correctamente, una duda feminista: ¿Qué coño (utilizo la palabra adrede) hacen ataviadas con semejantes (y ridículas) falditas? Puede que el pensamiento posmodernista, que tiene mucho de apolítico, considere que la lucha por el cuerpo es una lucha trasnochada. Existe la ingenua creencia de que ya somos dueñas de nuestros cuerpos, que ya hacemos lo que queremos con ellos. Y, como consecuencia, la ropa que nos pongamos o nos dejemos de poner no tiene nada que ver con la ideología. Menuda mentira.
La lucha por ser dueñas de nuestro propio cuerpo, se quiera o no, es una batalla que aún está por disputarse. A pesar de lo que nuestras predecesoras feministas consiguieran años atrás, actualmente nuestros cuerpos le pertenecen al sistema. Serena Williams, con sus músculos, su sudor y su potencia, tiene, a pesar de todo, que enfundarse una faldita ridícula. No digo yo que una mujer musculada no pueda, si quiere, ponerse una falda. La pregunta, sin embargo, es: ¿Quiere? La posmodernidad dirá que ésta es una pregunta exenta de valor e interés, pues no es tan importante si Serena Williams o María Sharapova llevan falda o pantalones. Pero lo cierto es que esa falda sí que es importante. La falda es, en este contexto, un mecanismo para producir género. Es una tecnología de la «feminidad». La faldita no absorbe sudor, ni cumple ninguna otra función relacionada con el deporte. De hecho, las tenistas llevan pantalones cortos debajo de la falda, lo que evidencia que ésta no sirve más que para subrayar el género al que pertenece la jugadora. Sin embargo, ¡también las deportistas tienen derecho a ser femeninas! – gritan algunos, como para querer justificar la presencia de la dichosa faldita.
¿Pero qué es ser femenina? ¿Quién define lo femenino? ¿Qué prácticas son propias de lo femenino? Y, lo que es más importante, ¿por qué resulta urgente feminizar ciertos cuerpos? La respuesta es sencilla: los cuerpos que se salen del patrón impuesto por el patriarcado heterosexual son peligrosos. Para el heteropatriarcado, feminizar es dominar. Lo femenino es doblegable. Hay que calzarle una faldita a Serena Williams, lo quiera o no, por el bien del sistema de valores patriarcales. Porque el cuerpo musculado es esencialmente entendido como el cuerpo masculino, el cuerpo que puede moverse, el que hace cosas, el cuerpo activo, ¿y qué ocurriría si las mujeres conquistaran con sus cuerpos el terreno de la ‘masculinidad’? Probablemente, que también conquistarían espacios reales de poder, espacios de libertad, espacios de independencia, espacios más allá de ser ‘mujer’. De ahí la necesidad de normalizar el cuerpo ‘anormal’. En un momento en el que nadie, o casi nadie, pone en duda el derecho de las mujeres a moverse, ejercitarse o convertirse en deportistas de élite, lo que hay que hacer es feminizar al máximo el cuerpo musculado de las mujeres: tonos rosa, purpurina, volantes y lacitos inundan las estanterías de la sección ‘femenina’ del Decathlon. Con ello, lo que se consigue es que la subjetividad de lo que ‘debe ser y siempre ha sido’ femenino siga habitando en el cuerpo de todas las mujeres, estén o no musculadas. Es una táctica sutil de control. Parece que las mujeres cada vez conquistan más espacios sociales y políticos, y, sin embargo, la trampa es que, para conquistar dichos espacios, existe una condición: La condición consiste en no dejar de ser ‘mujeres’. Es decir, no dejar de desempeñar el rol histórico y machista que nos ha sido asignado a nosotras. Aunque no lo parezca, es una paradoja: Mujeres, ¡seréis libres siempre y cuando no seáis libres! ¡Haréis lo que queráis siempre y cuando no hagáis lo que queráis!
Por todo ello, hay que volver a entender que un cuerpo y su apariencia es mucho más que un cuerpo y su apariencia. Cuando desde el machismo cotidiano se escucha que la depilación, la moda, el maquillaje o los perfumes no son ideología, sino elección individual, debemos estar alerta. Depilarse puede camuflarse o disfrazarse de decisión, pero no depilarse es un acto político contra un sistema de valores. Así, nos encontramos ante la paradoja de que, en el contexto del capitalismo heteropatriarcal, depilarse, aunque cueste tiempo, dinero y dolor es más sencillo que no depilarse. La no-acción se convierte, así, en reivindicación, en lucha. No depilarse, no ponerse una faldita, no maquillarse y, en resumen, no incorporar necesariamente las prácticas de lo femenino no es un acto de pasividad o dejadez, como afirman algunos, es un acto de activa subversión.
El día que Serena Williams no se vista obligatoriamente como UNA tenista, ese día, en el estadio se escuchará un «Ohh» escandalizado. Ese «Ohh» no es otra cosa que el miedo a que las mujeres recuperen sus cuerpos.
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