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Dos colonialismos

Fuentes: Rebelión

Conversor o depurador La existencia del Estado de Israel ha realzado una problemática que caracteriza toda la llamada modernidad, es decir el tramo «nuestro», humano, de los últimos 500 años. Nada menos. La modernización impulsada con las circunnavegaciones y el «descubrimiento» o redescubrimiento de nuevos continentes (Asia, Europa y África se conocían mutuamente desde mucho […]

Conversor o depurador

La existencia del Estado de Israel ha realzado una problemática que caracteriza toda la llamada modernidad, es decir el tramo «nuestro», humano, de los últimos 500 años. Nada menos.

La modernización impulsada con las circunnavegaciones y el «descubrimiento» o redescubrimiento de nuevos continentes (Asia, Europa y África se conocían mutuamente desde mucho antes, pero los viajes de portugueses, hispanos, venecianos, genoveses, holandeses, ingleses) permitirán una nueva geopolítica y el centro de la globalización «clásica», en el Mediterráneo, se desplazará a los océanos, nada menos; al Atlántico, particularmente, y al Pacifico.

Desde hace entonces medio milenio, la expansión europea −porque se trata sobre todo de un «derrame» de la cultura europea sobre los otros continentes− ha tenido dos modalidades colonizadoras. La más difundida ha sido la colonización que establece una asimetría profunda entre el pueblo que arriba y se muestra con sus poderes y el pueblo receptor, generalmente apabullado o arrollado por «el recién llegado», las más de las veces, invasor.

Esta colonización establece una relación centro-periferia, en la cual el pueblo colonizador distribuye «el juego», rehace los circuitos materiales y suele quedarse con la mejor porción de «la torta», avasallando a las poblaciones locales, es decir, dejándolas como vasallas. Mano de obra para la metrópolis.

Hay sin embargo otra modalidad colonizadora que suele investirse de mucha mayor pureza ideológica, como la de los refugiados religiosos ingleses que colonizan la Abya Yala norteña, con sus trece colonias fundantes de lo que sería con el tiempo América del Norte, Norteamérica, EE.UU. Estos recién llegados lo hacían a menudo inconformes con la sociedad que los viera partir, se consideran a menudo, perseguidos religiosos y cruzan el Atlántico para forjar la sociedad de sus sueños, la perfecta, en su caso la cristiandad sin mácula. Cruzan familias enteras y autosuficientes. Y aunque son en general muy bien recibidos por los que muy pronto serán denominados «indios norteamericanos» en lugar de siux, cherokis, osages o de la nación a la que pertenecían y con el idioma que hablaban, no querrán contacto alguno con los anfitriones y no bien aprendidas −de los lugareños− las primeras técnicas de supervivencia en la nueva naturaleza, serán inclementes para sacárselos de encima, incluso asesinándolos.

Porque el colonialismo que pretendían estos inmigrantes era distinto. No buscaban ningún aprovechamiento de las poblaciones locales. Que en general ante las colonizaciones española, portuguesa, francesa, holandesa, pasarán a ser servidores, mano de obra esclava o semiesclava, carne sexual y otras subalternidades…

Esos otros «pioneros del nuevo mundo» nada querían compartir con los oriundos. No querían ni siquiera esclavizarlos. Como muy bien advierte el palestino Elías Sanbar, cuya tesis sobre la identificación de la modalidad colonizadora estadounidense e israelí vamos a procurar ilustrar en esta nota, hasta a los esclavos los trajeron de otros lados: estamos hablando de los americans, y de «su» población de esclavos afros, que aun costando lo que costaron (porque cada esclavo conseguido significaba la resistencia y el asesinato de varios de los compañeros y vecinos del capturado y transportado vivo, porque la resistencia de los africanos a semejante destino significó el arrasamiento demográfico del continente africano subsahariano, lo que se suele llamar el África negra).

Cuando el sacerdote irlandés Michael Prior se viera impelido a suspender sus estudios bíblicos en Belén y Jerusalén, porque el trato cotidiano de los sionistas e israelíes judíos a los palestinos termina por soliviantarlo, decide sustituir sus investigaciones bíblicas iniciales en el lugar por el abordaje de la problemática que significa la existencia misma del Estado de Israel. Escribe entonces una reflexión para entender -y denunciar− como judíos abusan y maltratan a la población local. Ese primer abordaje en forma de ensayo le fue cordialmente rechazado por el editor. Con más tino táctico, le sugirió dar a la cuestión un marco mayor; el abuso desde la Biblia, en más casos. Y Prior sumó al caso israelí, el de la América hispana y el de Sudáfrica. Ambos, cargados de muchísima «cristiandad» y racismo para el trato con los nativos, americanos y africanos. Y Prior hizo finalmente una obra valiosa y valiente: La Biblia y el colonialismo. [i]

Más allá de los valores del abordaje de Prior, tuvo un error a mi modo de ver garrafal: no haber tomado como ejemplo de aplicaciones bíblicas la colonización norteamericana. Que es lo que Sanbar, hace en Figuras del palestino. ¡Y cómo! [ii] (las citas que tengan sólo números de página le pertenecen).

«El hombre es medio ángel, medio bestia. Y cada vez que procura convertirse totalmente en ángel se convierte totalmente en bestia.» (frase extraída por Mario Sambarino de Blas Pascal)

La tesis de Sanbar es nítida y, a mi modo de ver, intachable: el sionismo es una versión colonialista que repite punto por punto los rasgos que caracterizaron la construcción de lo que mutatis mutandis, constituye hoy EE.UU. Penosa y vergonzante paradoja, cómo dos movimientos de perseguidos; los sionistas forjan su movimiento para atender a toda la judería perseguida y, como para abrochar dramática y trágicamente su aserto, la década del ’30 y el ascenso nazi refuerzan el planteo sionista, aunque el sionismo provenía de medio siglo atrás, sin atisbo nazi a la vista. Por su parte, cuando los puritanos y «otras iglesias perseguidas» del reino británico desembarcan, los primeros en Plymouth, en el actual Massachusetts, en el siglo XVII, venían también a establecer un refugio contra la tiranía, un rincón paradisíaco.

Ese ansiado paraíso resulta ser el infierno para «los otros». Pensemos en los habitantes ancestrales del «Nuevo Mundo». Brindamos una cita de Noam Chomsky, de su trabajo The Conquest continues, South End Press, 1993):

«Los pioneros ingleses en América del Norte completaron el curso de acción con el que sus predecesores habían jalonado la tierra natal. Desde sus mismos inicios la colonización de Virginia constituyó centro de saqueo y piratería desde el cual hacer sus incursiones contra el comercio español y las poblaciones francesas de la costa del Maine, y para extirpar a ‘los que creían en el diablo’ y eran ‘animales crueles’ −es decir aquellos [aborígenes] cuya generosidad les había posibilitado a los recién llegados sobrevivir− cazándolos con perros amaestrados, masacrando a mujeres y niños, aniquilando sus cultivos, […] y otros métodos que estos recién llegados podían recordar fácilmente puesto que los habían ejercido poco antes como pruebas de sus proezas irlandesas.»

El abordaje más elemental y primario de la llegada de los puritanos al Nuevo Mundo, el desembarco del Mayflower en 1620, nos da una serie de datos y rasgos que hacen de la colonización puritana un fenómeno con muchos rasgos disímiles de por ejemplo la conquista y la colonización lusoespañola más al sur del llamado, por los europeos, Nuevo Mundo.

Rocemos siquiera alguna de esas peculiaridades que anota Sanbar.

Hacia fines del siglo XIX un libro, The Land and the Book es el más vendido en todo EE.UU. luego de La Cabaña del Tío Tom. Su autor, W. M. Thomson, es un pastor que residió en Palestina durante… 46 años (entre 1833 y 1879). El libro consta de una serie de imágenes que procuran revelar las costumbres, un fresco de época, sumamente cargado de religiosidad… bíblica.

Realidad intelectual de EE.UU. a fines del s XIX: el libro más difundido es sobre negros que amaban la esclavitud; el segundo, uno que ama la Palestina bíblica. Por allí vamos: espíritu y redención.

Sanbar define la colonización que estamos analizando, depuradora, sin conversión como: [iii]

«…colonización de poblamiento-desplazamiento, idea de que la tierra codiciada, vaciada, es repoblada en vistas de su redención, convicción de que se puede hacer tabla rasa de una sociedad y su historia, son otras tantas constataciones que permiten afirmar el profundo parentesco entre el sionismo y el ‘americanismo’ estadounidense y permiten calificar de ‘Conquista del Este’ a la conquista de Palestina así como llamar ‘indianización’ al proceso que apuntó a hacer de los palestinos otros ‘pieles rojas’.» (pp. 166-167).

Hay algo que entiendo muy llamativo en la historia del sionismo: su «bisagra» con lo acontecido en el Congreso Mundial Sionista de 1942, en EE.UU., en Nueva York, en el Hotel Biltmore, y lo que sobreviene como movimiento sionista a partir de la posguerra.

Aun cuando dicho encuentro agrupa muy diversas posiciones, incluyendo hasta binacionalistas, como Martin Buber y otros que propendían a un diálogo con los palestinos musulmanes (o cristianos), el congreso articula una serie de llamativos y definitorios puntos:

1) no dar prioridad a la labor de rescate y solidaria con los judíos perseguidos. Observe el lector que ya dejamos atrás las hostilidades nazis de la década del ’30, por cierto preocupantes, pero en 1942 estamos en plena «solución final», la matanza a escala industrial de población judía (y otras, ciertamente; el celo depurador nazi fue muy intenso);

2) prescindir de la protección británica, con la que realmente había surgido el sionismo y a cuyo calor había podido progresar hasta entonces. En rigor, no sólo se tratará de prescindir de esa protección, porque muy pocos años después, en 1946, el sionismo encarará (como una puesta en escena, aunque con víctimas reales) lo que la historia oficial sionista califica de «guerra de liberación» contra el poder colonial británico (con el que habían sido hasta entonces asociados y colaboradores estrechísimos), mediante una serie de actos terroristas contra la estructura política y de seguridad que los había tenido en sus filas y los había protegido hasta entonces;

3) la decisión sionista de confeccionar y designar un nuevo protector para su tarea de conquista y colonización bíblica: EE.UU.

La ya más que considerable inmigración judía a EE.UU. adherirá con enorme fervor a «la causa judía» por entonces totalmente confundida con la sionista; algo que la persecución nazi no hará sino reafirmar. [iv]

Sanbar aporta elementos que ayudan a entender este tercer punto y consiguientemente el segundo. Presenta así la identidad profunda que estamos rastreando entre la colonización cruenta de la América del Norte y la de Palestina:

«En su encuentro con el sionismo -EE.UU. lo conocía ya, pero esta vez en el contexto de la 2GM, cuando se disponen a tomar el liderazgo del mundo occidental, se plantean cuestiones de alianza en términos fundamentalmente nuevos− EE.UU. se topa con algo así como el reflejo de sus propios rasgos en ese espejo.

«Su nuevo aliado no representa solamente una ventaja estratégica potencial en Medio Oriente. Es como un hermano siamés hasta tal punto son numerosos los rasgos compartidos íntimamente entre los dos procesos de conquista que dieron nacimiento a EE.UU., por un lado y a Israel por otro. Misma inspiración bíblica, mismo discurso de Tierra Prometida y el nuevo edén -¿no se consideraban acaso los colonos de lo que después sería EE.UU. los nuevos hebreos que entraban a una nueva Tierra Prometida?−, misma relación con los habitantes originarios, que no se trata de dominar ni de explotar sino que se espera expulsar para que cedan su lugar, misma certeza de que el Nuevo Mundo y el estado judío nacerán a partir de hacer tabla rasa de la historia de los pueblos codiciados.» (pp. 203 y 204)

Una única corrección me permito al análisis que acabo de transcribir. La misma relación con los oriundos, la misma identificación con la Biblia, la misma idea de construcción de un edén, pero no el mismo momento histórico. El proceso de formación colonial estadounidense corre los siglos XVII, XVIII y XIX. El tiempo en que otras potencias coloniales hicieron algo similar en todos los continentes (incluido, aunque apenas, el europeo).

El proceso colonial sionista sobreviene a lo largo del siglo XX, cuando justamente están entrando en descomposición tales relaciones vistas cada vez más como indignas, política y éticamente inaceptables. [v]

Analicemos los eslabones ejemplificados por Sanbar, de esa coincidencia ideológica, de las sociedades bíblicas de EE.UU. e Israel. El autor nos recuerda, por ejemplo, el enorme empuje laboral y comercial de Haifa, al punto que a mediados del siglo XIX la población musulmana tradicional en medio de una enorme cantidad de población disímil y diversa procedente de El Líbano, de Turquía, del Magreb, pasa a ser minoritaria en la ciudad, algo sin precedentes. En ese cuadro de situación

«…se agrega el establecimiento en 1869 del grupo milenarista de los templarios alemanes que fundan allí su primera colonia […] Rechazados por la población y vistos con malos ojos por las autoridades otomanas, los templarios viven a puerta cerrada, divorciados de la población y obsesionados por su autosuficiencia […] proveerán de artesanos especializados a los europeos y a las capas acomodadas de la población y, por lo demás, sin haberlo buscado, servirán de modelo a las futuras colonias judías.» (p. 108)

Observe el lector con qué nutre el aporte europeo la conquista sionista. Los templarios eran una orden muy militarizada y es ese espíritu el que resulta altamente compatible con el sionismo.

Sanbar explicita:

«…cómo la visión inglesa del dominio de Palestina se fundaba en tres postulados indisociables: los judíos recibieron de dios la propiedad de Palestina; los protes-tantes cristianos son los herederos legítimos de los judíos; Gran Bretaña es la protectora natural de judíos y protestantes en Tierra Santa. En 1850, el protes-tantismo es reconocido como una de la religiones oficiales del Imperio.» (p. 125)

A mediados del s. XIX, no sólo el incipiente sionismo pone su mirada, o mejor dicho enfoca su mira sobre Palestina. En medio de afiebrados movimientos cristianos, se suceden proyectos de colonización, y más bien de ocupación de «Tierra Santa». Será el momento en que Francia, instalando un consulado en Jerusalén, procurará aumentar su presencia,

«…en detrimento de Italia, de España y de Austria. Naturalmente sus competidores no ceden su lugar, de modo que las misiones, los monasterios y las instituciones que dependen de unos y otros, se multiplicarán. La toma de posesión de los Santos Lugares, por lo tanto, tendrá lugar en una gran confusión y según una estrategia más desordenada imposible. Los otomanos aprovecharán la ocasión, y no pudiendo expulsarlos, enfrentarán a las potencias, unas con otras.» (p. 126)

Pero si desde Europa existe este espíritu de cruzada aunque menos militar que las clásicas del siglo XI, en EE.UU. la situación no le va en zaga:

«[…] a partir de 1860. La colonización directa tiene [muchos] partidarios estadounidenses rigoristas que fundan la American Colony en Jerusalén; alemanes templarios en Haifa; Dunant, el futuro fundador de la Cruz Roja que elabora en 1866 un proyecto de colonización en masa en Palestina, preludiando su internacionalización.» (p. 132)

En síntesis, como remata Sanbar,

«…personajes a la vez diversos por sus orígenes y unidos en una avanzada absolutamente indiferentes a la suerte de los habitantes del lugar.» (p. 132)

Forjando nada menos que la administración de dios en la Tierra, toda consideración hacia otras materialidades resulta insignificante o despreciable.

La ética cariada del sionismo

Otro hallazgo metodológico de Sanbar es el haber rastreado textos, pasajes, pruebas, de la dudosa calidad ética de la empresa sionista. Estamos como ante la lectura de textos de Macchiavelli recomendando la duplicidad a un gobernante…

Transcribimos íntegramente el pasaje de una figura clave del sionismo fundacional, Max Nordau, enunciado en 1897 en el primer congreso sionista, en Basilea, Suiza:

«En la conferencia de Basilea hice todo lo que pude para persuadir a quienes reclamaban un estado judío en Palestina de encontrar un circunloquio que expresara todo lo que queríamos decir pero de manera de no provocar a los gobernantes de la tierra codiciada. Sugería Heimstaat [Estado del Hogar] como sinónimo de estado. […] Ésta es la historia de esta expresión tan comentada. Era equívoca, pero comprendíamos perfectamente lo que significaba. Para nosotros significaba Judenstaat (estado de los judíos).» (p. 135).

Observemos que veinte años después, el Foreign Office británico, que se supone regía «el mundo», adopta ese mismo estilo sibilino refiriéndose en la Declaración Balfour a un «hogar judío» en Palestina. Al decir «en Palestina» daba pie a suponer que habría otras entidades en Palestina, pero subalternas; por algo la diplomacia british las denominaba:

«…las comunidades no judías presentes en Palestina». (p. 148)

Sanbar nos presenta otro documento sobre la duplicidad diplomática del sionismo, de la misma coloratura del que ya vimos, de Nordau. Weizmann visita Palestina en 1918 y la figura principal del sionismo entonces comunica así su visita:

«Es extremadamente importante que se haga todo lo posible para conceder a la comisión fuerza de autoridad a los ojos de los judíos y al mismo tiempo disipar las sospechas árabes en cuanto a cuáles son los blancos reales del sionismo.» (p.149)

Una vez más, la política del ocultamiento, lo que Sanbar califica de «doble discurso».

Racismos

En resumen, el que designamos como colonialismo por conversión, que incluye ciertamente el abuso y la explotación de las poblaciones aborígenes (con «las mejores intenciones», obviamente; hacerlas crecer y madurar) y que fue el característico de España en Abya Yala o América y uno de cuyos rasgos constituyentes ha sido el mestizaje y el surgimiento así de naciones e individuos que no eran europeos ni «indios». Pero que eran. Cholos, garífunas, criollos… Y el que designamos colonialismo depurador se impone en la América puritana, de origen anglo. Con población blanca. Que se repetirá en Australia, Nueva Zelandia o Canadá…

El racismo, empero, ha estado persistentemente presente en todas las formaciones de origen colonial.

‘Los palestinos, ¿acaso existen?’. Golda Meir

Sanbar rastrea una constante: cualquiera que sea el tipo de «solución» al destino de Palestina, los palestinos, es decir quienes las han habitado milenariamente

«…no aparecen jamás como pueblo que detenta derechos sobre su tierra.» (p. 147)

Esta «ceguera» prosperará dentro de la ONU cuando se procure ayudar a resolver el conflicto palestino. Incluso representantes progresistas latinoamericanos desecharán hasta la posibilidad de reconocer derecho a una tierra a quienes han vivido en ella por generaciones, siglos o milenios. En rigor, el mismo desconocimiento que por cierto ha facilitado muchísimo el despojo a los originarios en la propia América:

«Si buscamos una interpretación en los principios generales del derecho internacional, nos hallamos con que sólo los estados soberanos pueden ser sujetos en el derecho internacional. Los individuos y los pueblos que no gozan del estatuto legal de gobierno soberano sólo pueden ser objetos del derecho internacional.» (Jorge García Granados, Así nació Israel. Biblioteca Oriente, Buenos Aires, 1949, p. 76)

El párrafo pertenece a un guatemalteco progresista, del equipo de Arévalo y Arbenz. Y es bien explícito, como para que entendamos de qué habla cierta progresía latinoamericana cuando dice «defender a los indios».

El señorío (falsamente) mediador de EE.UU.

La entrada de EE.UU. como factor diplomático en la resolución de la territorialidad palestina nos trae, muy desde sus inicios, un estilo mucho más decisivo y decidido que las componendas británicas. Ya en 1919, cuando Inglaterra era reina «absoluta» de la situación, aclaran los delegados estadounidenses, cada vez más identificados con lo inmigración judía creciente:

«En primer lugar, hará falta no un hogar nacional judío en Palestina, sino que Palestina sea el hogar nacional judío […] es decir, no un jardincito judío en el medio de Palestina […] la futura Palestina judía tendrá que tener el control del territorio y de los recursos naturales.» (p. 159)

Es decir, no ser más una colonia. Como concluye Sanbar, la entrada del «mediador» estadounidense anuncia un,

«…juego más brutal […] abierto, asumiendo explícitamente la eliminación del actor palestino.» (p. 159)

La peculiaridad de la colonización de Palestina se basa, como bien explica nuestro autor:

«…no en una conquista clásica sino en una reconquista, un pretendido retorno a un territorio del que se estuvo exiliado durante milenios. Apoyada en una legitimidad histórica que ella misma se otorgó, la organización que basa su proyecto en una doble acción (adquisición de tierras vaciadas y llegada de inmigrantes) se percibe a sí misma, detalle central, como una colonización, pero de repoblamiento.» (p. 166)

Los sionistas tendrán sumo cuidado en dosificar sus medidas de apropiación, al principio con suma parsimonia y lentitud y luego, a medida que se afianza el poder propio, cada vez con mayor descaro -tenemos ahora, cada pocos meses, edificación de cientos o miles de viviendas en terrenos arrebatados a los palestinos en los mismos corazones de sus áreas pobladas en Cisjordania (Gaza ha sido dispensada de esa penetración y se ha optado por otro tipo de destrucción de su tejido social)−. Esa reapropiación recibe un calificativo, que une una vez más un movimiento de origen no religioso, como el sionismo, con la identidad religiosa: redención de la tierra.

Sanbar transcribe un informe anual del Fondo Nacional Judío que administra las tierras que se van «ganando» en Palestina:

«En 1939, 53499 dunums fueron redimidos gracias al FNJ, una superficie de un tamaño hasta hoy nunca adquirido (…) Entre el comienzo de los desórdenes (1935) y el fin de 1939, el FNJ consiguió redimir no menos de 108000 dunums.» (p. 173)

Otra expresión de la reapropiación se constituye cuando, por ejemplo, se decide una plantación boscosa, como la que se hiciera en memoria de Theodor Herzl. Se contrató «naturalmente» a campesinos árabes para hacer el trabajo. Pero tratándose de un acto con enorme carga simbólica, hubo sionistas «puros» que reclamaron,

«…y los plantines que habían sido ya enraizados por los árabes fueron arrancados y vueltos a plantar». (p. 177)

El sionismo contra cualquier universalidad

Un gran salto ideológico mortal acometieron los sionistas de la primera hora para preferirse «socialistas» en tanto predicaban semejante exclusivismo antipalestino, antiárabe, antimusulmán.

Hasta entonces, el socialismo se había presentado, al menos teóricamente, como universalista. Y un socialista de cualquier tendencia se las habría visto en figuritas si hubiese tenido que defender a la vez un circuito exclusivo, una entente tribual o étnica. Claro que en el siglo XX veremos, en primer lugar la prevalencia del nacionalismo sobre el socialismo en la Gran Guerra, entre franceses y alemanes, luego la fusión de socialismo y nacionalismo que en el caso de las naciones oprimidas generará un socialismo nacionalista, pero sobre todo antiimperialista, que se irá nutriendo, intelectualmente con los aportes de Fanon, Nkrumah, Allende… aunque a la vez otra fusión de socialismo y nacionalismo, en el caso de naciones con pretensiones imperiales (no «nación oprimida» sino, propiamente, nación opresora) llegará a su paroxismo con la monstruosidad socialista nacional del nazismo (Nationalsozialismus, en alemán).

Ya vimos lo que implicaba para los judíos sionistas estadounidenses la incursión en Palestina: adueñarse del país por entero, sin el menor atisbo de compartir algo. Inglaterra mantendrá hasta «el fin de sus días» en la región la idea de un gobierno supremo o superior británico albergando diversas entidades políticas aunque subalternas:

«[…] Pretendiendo ser titular de una ocupación total del país, Londres no verá en la edificación de un hogar nacional judío más que un nacimiento situado al interior de las fronteras del país palestino. Precisando la lectura británica de la Declaración Balfour, Churchill escribirá en su Libro Blanco de junio de 1922: ‘El hogar nacional judío será edificado en Palestina pero no será Palestina». (p. 186)

Pudiendo leer «el diario del lunes» nos damos cuenta de la supina ignorancia de la diplomacia británica y como los estadounidenses hicieron causa común con los sionistas de modo decisivo.

La cobertura ideológica del sionismo se resquebraja

Benny Morris, uno de los «nuevos historiadores» que barrerá con la «historia oficial» (y rosa) del Estado de Israel según la cual los palestinos abandonaban el país alegremente y los sionistas no llegaban a cometer tropelía alguna, ni existían los saqueos ni las matanzas, nos recuerda que en 1937 se consolida la política de «transferencia», adoptando, plantea Sanbar,

«[…] el aspecto de las guerras indias al modo estadounidense». Pero dado que una orientación semejante no puede ser mostrada a cara descubierta ante ‘el mundo exterior’ [no estamos en los siglos XVIII o XIX, como explicáramos] el congreso [de 1937] hará que el concepto de ‘partición’ se transforme en el término presentable para decir ‘expulsión’: de modo que los informes finales serán limpiados de toda alusión explícita a la transferencia de población palestina.» (p. 194)

Nos atrevemos con una hipótesis complementaria: en el mismo momento en que el nazismo desarrollaba la guetización de población «enemiga», «hostil» o que no merecía el calificativo de alemán (y muy pronto ni el de humano) -finales de la década del ’30−, habría sido muy chocante ver a judíos practicando una política tan similar.

La duplicidad ética del sionismo se aprecia en su «buenismo». Ben Gurion nos explica la calidad ética de la transferencia (haavara). 1937:

«Para nuestra felicidad, el pueblo árabe dispone de inmensas tierras vacías. La fuerza judía crece y reforzará de este modo, las posibilidades que tenemos de realizar la transferencia a gran escala. No olviden que este método está en completo acuerdo con un importante principio humano y sionista, ya que se trata de transferir una parte de un pueblo hacia su propio país para traer nuevamente a la vida tierras desertizadas.» (pp. 198 y 199)

Entendamos claramente las «bondades» de la transferencia. Como las «gozadas» por los armenios durante su expulsión del Asia Menor, entre 1911 y 1915. O la de los quilmes arrancados de su Tucumán natal en el s. XVII y transferidos al sur de la ciudad de Buenos Aires (a donde apenas si llega un puñado de sobrevivientes de semejante desplazamiento). O la de los kikapus perseguidos y hostigados a partes iguales por la población euroamericana y el ejército de EE.UU. y consiguiendo apenas, sus sobrevivientes, una tierra de refugio en México. [vi]

Bajo el título «Pieles Rojas» aborda Sanbar el rasgo definitorio del americanism:

«Toda dominación constituye una relación desequilibrada. Sin embargo, no es nunca ilimitada, no porque no tienda a ello por su lógica interna, sino porque los dominadores deben detenerse en el límite que amenazaría la existencia misma de los dominados. Siendo que toda relación de explotación requiere de esos dos términos […].

Sin embargo, son esos mismos límites aquello que el americanism, la ideología constitutiva de EE.UU., nunca aceptó respetar. Y es en ese terreno de desbordamiento de las reglas [coloniales] donde el sionismo se reúne con él. […] aunque naciera como cualquier otra colonia, EE.UU. se convierte rápidamente en una tierra de inmigración, vacía y disponible, a la espera de redención […] serán percibidos, tanto como Palestina después, como una meca. […].» (pp.201-203)

La Constitución de EE.UU. en su artículo primero establece la ciudadanía a través del pago de impuestos. Los esclavos, negros, serán imponibles por 3/5 partes, en tantos los ciudadanos plenos serán plenamente responsables de sus impuestos. También lo serán los contratados por diversos trabajos dentro del territorio de la «Unión». Y expresamente se establece que a los nativos no se les exigirá impuestos. Un eufemismo para decretar su muerte civil.

A los originarios no se les reclama el pago de impuestos y por esa sencilla medida, los fundadores de la nación estadounidense excluyen «elegantemente» a «los indios» del nuevo estado. Quedan «afuera», como pasa hoy en día con los habitantes, palestinos, de la Franja de Gaza o Cisjordania.

«En las colonias puritanas el derecho de voto se limitaba a los miembros de la iglesia.» [http://es.wikipedia.org/wiki/Colonizaci%C3%B3n_de_Am%C3%A9rica_del_Norte]

Los palestinos israelíes pueden votar dentro del Estado de Israel pero son de todos modos ciudadanos de segunda categoría pues por su condición de no judíos les está vedado comprar inmuebles, alquilar tierras o participar del servicio militar, por ejemplo. En cuanto a los palestinos no israelíes, que únicamente ocupan espacio físico en tierra que el Estado de Israel reclama para sí, no pueden ejercer el derecho de voto, y si alguna vez lo han hecho auspiciados por la ONU, el gobierno israelí ha cancelado su efecto aprisionando a candidatos elegidos y reponiendo sine die a las viejas autoridades…

La objetividad impensable

El irredentismo sionista ha recurrido insistentemente en la falsificación histórica. También en el modo en que se produjo el despojo, la expulsión violenta… la Nakba. Sanbar nos da una muestra; lo que «cuenta» Shmarya Gutman en su Lod parte al exilio (1948):

«Se fueron por propia voluntad (…) Estaban contentos de irse, iban a reunirse con sus hermanos (…) A la vista de los miles de exiliados árabes nos viene a la mente el recuerdo del exilio de Israel. Cierto es que los árabes no están encadenados, no fueron expulsados por la fuerza; no fueron llevados a campos de concentración.» (p.278)

El cuentista Gutman, absolutamente contemporáneo con los hechos, mezcla las peripecias de los tiempos clásicos con las persecuciones nazis de los ’30-40. Si no fuera que el trajinado «éxodo del pueblo judío» es considerado hoy inexistente, barrido junto con tantos otros mitos de la historia oficial israelí (véanse las dos obras claves de Shlomo Sand: La invención del pueblo judío y La invención de la tierra de Israel), y que la «alegre» partida de los palestinos es una calumnia de un descaro asombroso.

Desde el ’48 los palestinos denunciaron las matanzas y las expulsiones, pero la versión israelí del retiro voluntario (y festivo) de los palestinos seguirá siendo la historia oficial hasta que los llamados nuevos historiadores israelíes, a partir de los ’80, denunciaran las intimidaciones, las expulsiones y las matanzas, coincidiendo punto por punto con las versiones de los historiadores árabes que jamás fueran recogidas como confiables por Occidente.

Los palestinos no accederán a la condición de existencia ni siquiera luego de la expulsión de 1948 y el robo de sus tierras. Como dice Sanbar:

«Nadie dice que los palestinos ya no existen -eso equivaldría a reconocer el crimen−, se dice, sencillamente, que no existen.» (p. 281)

El tribualismo radical y consecuentemente sectario que caracteriza al sionismo como recomposición del pueblo judío, fue generando una reacción especular: mientras prevalecía un pluralismo cultural y religioso, no existieron persecuciones a los judíos en Palestina (ni por otra parte en otros territorios islámicos), pero bajo la presión de la ocupación tentacular y rizomática sionista los palestinos han ido reaccionando cada vez más como tribu, ellos también, y dan, como sostiene Sanbar, «una prioridad absoluta a su cohesión». Con total lógica, existe,

«…el rechazo visceral a todo lo que, de cerca o de lejos, puede parecerse a una guerra civil.» (p. 325)

Tal situación ha dado origen a la «solución de los dos estados», que jamás había estado, lógicamente, presente entre las reivindicaciones palestinas que vivían la penetración sionista como un despojo. [vii]

Pueblos adolescentes y seniles: dos caras de la misma moneda…

Hay un concepto que podría ser compatible tanto con la modalidad del colonialismo «depurador» como del «conversor», que ya hemos entrevisto. Se trata del concepto de «nación o «pueblo adolescente».

El concepto de «nación adolescente» le permite al ente colonizador prometer un futuro formidable, donde alcanzar incluso la igualdad.

El de pueblo senil, en cambio, se refiere exclusivamente a una constatación, a menudo apesadumbrada, que lo futuro no pertenece a determinado pueblo. Al que le llegó «la hora»… Pero no por razones políticas, económicas, éticas, de apropiación o pillaje. De ninguna manera por desequilibrios de fuerza. Sólo que deben ceder su espacio vital a un pueblo joven, vigoroso, porque se trataría de pueblos que ya han cumplido (o están próximos a cumplir) su ciclo vital.

Los colonialistas ingleses usaron «generosamente» el concepto de «nación adolescente» para legitimar sus «mandatos», cuidando la formación y la futura independencia de algunas entidades políticas colonizadas. [viii] Así, a punto de heredar un mandato de la Liga de las Naciones para hacerse cargo de Palestina, con la derrota del «hombre enfermo», como se designaba entonces a la vencida Turquía, la diplomacia británica se referirá a que,

«…las naciones adolescentes sean conducidas hasta su mayoría de edad». (p. 144)

Respecto del destino de los seniles, Jacinto Antón, en «El fulgor salvaje de los pieles rojas» señala varios rasgos interesantes en un autor clave en la formación de las mentalidades dominantes en EE.UU.:

«[…] El noble carácter que representa en la novela de 1826 de [James] Fenimore Cooper al buen salvaje, al indio puro y su trágico declive y desaparición del paisaje americano resultó muy diferente del verdadero Uncas, sachem (líder) de los mohegan […]. El Uncas de verdad desempeñó un papel importante en la historia de las colonias puritanas de Nueva Inglaterra en el último tercio del siglo XVII. […] Por su apoyo constante a los colonos blancos de Connecticut se le ha considerado un traidor a la causa india, un ‘Judas rojo’ que no dudó en alinearse contra los pequod en la guerra que los destruyó.» (El País, Madrid, 19/8/2012)

Bueno es advertir el alcance del racismo de Fenimore Cooper, no sólo exaltando al nativo que se aviene a los intereses del invasor y coopera en el exterminio de otras naciones indias sino en «detalles» como que el personaje más extraordinario de la novela sea Carabina Larga, un blanco aindiado en sus costumbres que sin embargo conserva celosamente su pureza racial, que proclama permanentemente. Igualmente, que hay dos hermanas en la peripecia narrada, que se adoran mutuamente, una rubia y otra de pelo oscuro. Hijas de un general, Munro, otra caballerosidad andante. La rubia encarna con un joven oficial del ejército inglés «la pareja amorosa» del relato; la hermana, hija del general y una esclava, será apetecida por un jefe iroqués perverso y terminará inmolada junto al «último mohicano» con quien el autor había apenas insinuado alguna conexión, aunque Cora era civilizada y Uncas (el último mohicano) salvaje… Fenimore Cooper le otorga a «los indios» una desaparición majestuosa, de individuos valiosísimos pero pertenecientes a un universo condenado…

Hay lástima. Pero el mero concepto de «senilidad» dispensa al invasor de culpa. Escuchemos el comentario de Charles Darwin tras su visita a los mares del sur:

«Las variedades humanas parecen actuar unas sobre otras del mismo modo que las distintas especies animales; la más fuerte siempre erradica a la más débil. Era melancólico en Nueva Zelandia oír a los nativos, en el esplendor de su energía, que sabían que sus hijos estaban condenados a no recibir la tierra.» (El viaje del Beagle, 1839, cit. p. Alfred Crosby, El imperialismo ecológico, 1986)

Y está la convicción ideológica. La facilitada por «la ciencia». Nos explica el historiador Reginald Horsman (Race and Manifest Destiny, Harvard University Press, Cambridge, 1981).

«La nueva ideología racialista podía ser usada para forzar a los nuevos inmigrantes a conformarse con la política económica prevaleciente y con el sistema social establecido y podía ser también usada para justificar el sufrimiento y la muerte de negros, nativoamericanos y mexicanos. Los sentimientos de culpa podían mitigarse asumiendo una inevitabilidad histórica y científica.» (ob. cit., p. 6)

Y también la religión. Un wasp de pura cepa, como Albert J. Beveridge en plena década del ’30, a la sazón senador de EE.UU., contemporáneo del auge nazi (y también sionista), nos dice:

«Dios no ha estado preparando a los pueblos anglófonos y teutones durante mil años únicamente para vegetar en la autocontemplación y la admiración de sí mismos. ¡No! Nos ha hecho los referentes organizadores del mundo para establecer el orden donde reina el caos, administrar el gobierno entre salvajes y pueblos seniles.» (C.G. Bowers, «Beveridge and the Progressive Era», Nueva York, 1932, p.121, cit. p. Richard Hotstadter, The Paranoid Style in American Politics, Univ. Chicago Press, 1952.). (p. 176)

En 1774, un gobernador de Pennsylvania, Arthur St. Clair, comentará:

«‘La disposición de la gente común y corriente de este país es de lo más sorprendente: actúan en general con una crueldad salvaje, perpetran retozonamente crímenes que constituyen una desgracia para la humanidad.’ Catorce años después, seguía desesperado por la paz con los indios. ‘Nuestras colonizaciones se extienden a toda velocidad por todos los sitios imaginables: nuestras pretensiones hacia el territorio que ellos habitan les han sido transmitidas de un modo tan inequívoco, y las consecuencias de ellas son tan certeras y atroces que hay muy escasa probabilidad de que subsista alguna cordialidad entre nosotros’.» (Horsman…, p.110)

Sanbar ve cómo el pragmatismo se adueña del proyecto sionista y en eso también se parece cada vez más al americanism. Aprovechándose del episodio nazi, indudablemente mucho más aterrador que las violencias que habían vivido tantas iglesias libres, renacidas, autónomas, a manos de regímenes como el anglicanismo antes de su establecimiento en América, el sionismo encuentra un indisputable fondo común para asentarse en tierras que ya han hecho «suyas»:

«La conquista del este palestino es definitivamente un eco de la conquista del oeste norteamericano. Llevada a cabo en nombre del bien, para hacer justicia a los perseguidos judíos de Europa […] Los registros del derecho y la justicia son sustituidos por modalidades prácticas. Palestina es un territorio que hay que vaciar y toda la cuestión se reduce a la de los medios necesarios para llevar a buen puerto esa empresa.» (p. 252)

Y el contrapunto:

«No era infrecuente escuchar […] un irrefrenable deseo de que se declarara una guerra, para poder adueñarse de las hermosas tierras que esta gente pobre posee.» (de una carta del coronel George Morgan, cit. p. Horsman…, p. 111)

Es esa inteligencia pragmática, prescindente de toda noción política o ética, de respeto o de sociabilidad, que lleve a considerar al otro como existente, lo que da lugar a la política absolutamente autorreferencial del sionismo; la falta «perfecta» de diálogo. Y toda una ingeniería que escamotea ese autismo.

Sanbar destaca que en cierto sentido el despojo en Palestina fue más a fondo que en el continente que reocupan los puritans, puesto que los new englanders, ya convertidos en estadounidenses,

«…conservaron los nombres indígenas de los lugares y de las regiones que conquistaron, pero los judíos tienen miedo de los nombres árabes.» (p. 279)

Hay otros rasgos que ciertamente «hermanan» los procesos habidos en la formación de EE.UU. e Israel. Unas declaraciones de un famoso editor estadounidense, Henry Watterson (1840-1921), lo ejemplifica:

«De una nación de tenderos que éramos, nos hemos convertido en una nación de guerreros. Hemos escapado a las amenazas y peligros del socialismo y el agrarismo, así como Inglaterra logró escapar de ello por una política de colonización y conquista […] ciertamente cambiamos los peligros ‘de entrecasa’ por peligros extranjeros, pero en todos los sentidos multiplicamos las oportunidades de la gente […].» (cit. p. Hofstadter…, p. 180).

Ideas prefijadas de destino (manifiesto, en el caso de EE.UU.; bíblico en el caso sionista) le otorgan a las poblaciones de EE.UU e Israel en sus momentos constituyentes una peculiar autopercepción:

«Hacia 1850 un pensamiento generalizado en EE.UU. establecía que una raza superior, american, estaba destinada a conformar el destino de gran parte del mundo. También era creencia generalizada que en su empuje expansionista los americans se encontraban con una variedad de razas inferiores incapaces de compartir el sistema republicano de EE.UU. y [por ello] condenados a la subordinación perenne o a la extinción.» (Horsman…, p. 6).

Cómo la idea de tierra o espacio vacío, tan cara a la narrativa sionista para eludir el acto de despojo material se ventilaba en los orígenes de EE.UU.:

«…para Thomas Carlyle la tierra estaba vacía hasta que se establecían granjeros y pasaba a ser regida por anglosajones; análogamente para muchos americans el continente americano estaba vacío hasta que se hizo productivo con la expansión de la gente american.» (Horsman…, p. 64).

Repare el lector si estas líneas fundadoras de la concepción de EE.UU. no coinciden significativamente con la idea autoatribuida al Estado de Israel:

«Para David Trimble, de Kentucky, en 1827, el continente americano era ‘la tierra elegida de la libertad, la viña del dios de la paz, y nosotros sus caseros, seleccionados por la invisible voluntad de la Providencia para labrar este suelo y alimentar a las naciones hambrientas con el alimento de la independencia’.» (Horsman…, p. 88)

«[…] Sabemos cuan a menudo el Destino Manifiesto ha sido invocado a todo lo largo del siglo XIX. Albert Weinberg ha puntualizado, empero, que esta expansión tomó un nuevo significado en ese siglo. Antes, el destino significó, primariamente que cuando la expansión de EE.UU. era querida por nosotros, no iba a poder ser resistida por otros que pudieran estar en su camino. Durante el siglo XIX la idea de Destino Manifiesto tomó otra coloratura; la expansión no podría ser resistida por los mismos americans, atrapados, quieras que no, en el ruedo del destino. Esto comportaba consigo una cierta reluctancia. No era tanto lo que queríamos; era lo que teníamos que hacer. Nuestra agresividad estaba implícitamente definida como compulsiva; [era] el producto no de nuestra voluntad sino de una necesidad objetiva (o voluntad de dios).» (Hofstadter…, p. 177)

Veamos la mirada que los recién llegados ponen sobre los oriundos, los natives:

«En todas las colonias los indios pasaron a ser vistos como un escándalo ante la civilización y en Nueva Inglaterra eran vistos con particular odio como agentes diabólicos. En general, los indios en los últimos años del siglo XVII fueron despreciados porque habían intentado seguir siendo lo que eran y no habían mostrado deseo de convertirse en caballeros cristianos. Los indios, por ello, podían ser expulsados del país, maltratados y matados de cualquier modo (puesto que habiendo resistido las oportunidades que se les habían ofrecido […].» (Horsman…, p.104)

La batería de argumentos puede variar un tanto entre new englanders y sionistas, pero los resultados prácticos son exactamente los mismos: licencia para matar.

La diferencia puede estar en que los cristianos protestantes que en América del Norte colonizaron el nuevo territorio −prebisterianos, calvinistas, puritanos−, eran todavía proselitistas. Y el sionismo, en cambio, está encaramado en un judaísmo que hace ya mucho tiempo dejó de ser proselitista. Por eso los sionistas no necesitan reprocharle a los palestinos que no se hayan acogido al «reino verdadero» u otro arrebato místico. Para maltratarlos y hacer mataderos de los sitios en que viven o actúan los palestinos no necesitan decepción alguna.

Horsman, analizando las representaciones ideológicas dominantes en la primera mitad del siglo XIX -en el estado, la Unión consolidada y a la vez la existencia aborigen irresuelta− afirma:

«El ataque científico hacia el indio como inferior y desechable prosperó desde 1830 hasta 1850 y le otorga a muchos estadounidenses el respaldo de autoridad que necesitaban para sus creencias de larga data. Los hombres de la frontera estaban complacidos aceptando la condena científica de los indios, así como los dueños de esclavos aceptaban con tanto agrado los ataques científicos a los negros. La posición científica dominante en la década de 1840 era que los indios estaban condenados a muerte por su innata inferioridad, y que por ello estaban sucumbiendo ante una raza superior, y que eso resultaba bueno para EE.UU. y para el mundo. La impotencia del gobierno federal ante las matanzas de indios en California en la década de 1850 tienen que ser vistas sobre la base de esa representación intelectual y popular tan expandida, de que el reemplazo de una raza inferior por una superior era la consagración de las leyes de la ciencia y la naturaleza.» (Horsman…, p. 191)

Horsman destaca como entre los americans una inmensa mayoría quería apropiarse de todos los territorios, incluso de aquellos poblados por originarios que habían acordado plegarse a «la civilización» (y que, como en el caso de los cheroquis, lo habían logrado con particular éxito en el mercado con sus productos de granja y artesanales). «Sufrían» esos éxitos y en general lograban arrebatar tales tierras mediante violencia. Por eso, Ralph Henry Barbour, gobernador de Mississippi, en 1826 dirá en un rapto de sinceridad y lucidez:

«Ven que nuestras declaraciones son insinceras, nuestras promesas quebradas, que la felicidad de los indios es un sacrificio barato para quedarse con las nuevas tierras. Les decimos a los indios que les podemos brindar nuevas tierras apetecibles, pero nos preguntan: ‘¿Qué compromisos nos pueden dar de que no seremos exiliados otra vez cuando cuando surja en ustedes el deseo de poseer esas tierras?’ Barbour era consciente de que no se le podía dar ninguna promesa honesta.» (Horsman…, p.199)

En 1830 se aprueba una ley general de remoción de los indios, que no aconsejó el uso de violencia:

«Cuando se aprueba esa ley, por escaso margen, estaba sobreentendido que todos los medios serán usados por la Administración Jackson para llevar adelante la ley. Si no bastaban la presión y el soborno, se harían solares privados; se sobreentendía que los lotes privados iban a pasar todos ellos rápidamente a manos de los blancos. Muchos indios resistieron hasta lo último, aferrándose a las garantías otorgadas a sus tierras por gobiernos federales anteriores y testimoniando sus propios progresos civilizatorios. Pero el sur logró lo que quería: la transferencia de los indios, civilizados o no.» (Horsman…, pp. 201/202).

Los americans revelaron enorme interés en los derechos «de los otros». Con algunas precisiones. Horsman nos recuerda las de un abogado de la primera mitad del siglo XIX, Lewis Cass:

«A los indios les cabe pleno goce de todos sus derechos que no interfieran con los obvios designios de la Providencia ni con los justos reclamos de otros.» (Horsman…, p. 202)

Ya sabemos a quienes se refiere Cass con «los otros». La invocación a un acuerdo directo con dios, la providencia, Jehová, Yahvé o como se prefiera llamarlo, es un rasgo recurrente de los colonos norteamericanos, así como lo es entre los sionistas, no sólo entre los religiosos, sino, mediante maravillosas acrobacias intelectuales, entre los «laicos».

Andrew Jackson, presidente de EE.UU. desde 1828,

«[…] no gastaba noches de insomnio con la cuestión de la transferencia de indígenas. Estaba tan seguro como quienes lo seguían de que la misma Providencia que había bendecido a EE.UU. con un buen gobierno, con poder y prosperidad, había dispuesto que pueblos inferiores tendrían que ceder sus dominios tan escasamente usados a quienes a través de su uso iban a beneficiarse a sí mismos y al mundo entero.» (Horsman…, p. 202)

A siglo y medio de distancia uno ve la persistencia del supremacismo en «ideas» como las de William Neikirk;

«Somos los ángeles guardianes del mundo» (Chicago Tribune, 9/9/1990, cit. p. Chomsky, prólogo a su Deterring Democracy, 1991, Epsilon Press, Gotemburgo, 1995).

Neikirk calcula con desparpajo la venta de protección al mundo entero.

Horsman nos brinda incontables testimonios del espíritu con el cual los colonizadores desechaban todo derecho y todo respeto hacia los pobladores con que se habían topado, validos de lo que ellos consideraban sus propios derechos, el respeto hacia sí mismos. David Levy, instalado en Florida describirá así su disgusto ante quienes tenían cierta simpatía por los aborígenes:

«No escuchemos más, ruego de ninguna parte, alguna simpatía por los indios. No merecen ninguna merced. Son demonios, no hombres. Tienen forma humana, pero carecen de corazón humano. Si no pueden ser transferidos, tendrán que ser exterminados.» (Horsman…, p. 205)

Un buen ejemplo de lo cercano que están el genocidio y la transferencia.

Un hombre, Lewis. H. Morgan, cristiano, que procuró defender los derechos indios y sus capacidades, se dio cuenta que la política federal era sólo de circunstancias y para nada dispuesta a reconocerles derechos a los indios:

«…el sentimiento que proclama no es tan enfático como el encarnado en la política romana hacia los cartagineses –Cartago est delenda [Hay que destruir Cartago]−, pero se la puede leer en no menos significativos caracteres: El destino del indio es el exterminio. Este sentimiento está tan extendido como para haberse convertido en tema principal en los discursos escolares […].» (Horsman…, p. 207)

¿No resuena en nuestro días, en los medios de incomunicación de masas, este pensamiento doble (doble estándar):

«La resistencia de los indios a la rapidísima apropiación de sus tierras fue usada para condenarlos como salvajes semihumanos. La agresión anglosajona fue ensalzada como varonil; la resistencia india fue condenada como bestial.» (Horsman…, p. 204).

Está de más referirse a la agresión sistemática judía fundamentalista y a la del Ejército aviesamente bautizado de «Defensa», y a las formas, serenas o desesperadas, de la resistencia palestina.

Hay otro punto de contacto entre colonos norteamericanos y sionistas: la enorme preocupación ante el número de propios y ajenos. Aunque en el caso de EE.UU. esto no se aplicó en general con los indios, sometidos a un genocidio controlado (la población india actual se estima en cientos de miles de habitan-tes, cuando EE.UU. cuenta su población en cientos… de millones). Esta preocu-pación, ante un perfil de «sangre impropia» sobrevino, en el caso de la expan-sión estadounidense, con la invasión a México.

EE.UU. le arrebató a México a mediados del s. XIX (en el mismo momento que iba arrebatando todos los terri-torios a las naciones indias) la mitad de su territorio, pero significativamente, alrededor de un octavo de su población. Esto no fue casual: en el Congreso de EE.UU. se discutió esta invasión, disfrazada de guerra, y se concluyó que, militarmente se podían adueñar de todo México. Pero eso significaba ‘deglutir otros siete millones de humanos de segunda calidad’. Un millón, junto con California, Texas, Nuevo México, Arizona, vaya y pase. Pero se temió que ocho millones iban a poner en peligro la calidad racial de EE.UU. [que a la sazón contaba con unos 20 millones de habitantes].

«…hasta los expansionistas más virulentos se vieron en una encrucijada, no porque su política podía llevar la degradación a otros pueblos sino porque la presencia de otras razas podría arruinar la sociedad creada en EE.UU. (Horsman…, p. 231) […] los liberales en general enfatizaban lo que la agresión estaba haciendo en EE.UU., no lo que la agresión estaba haciendo en México. (ibid., p.240)

Una vez más, aterra el solipsismo, el ombliguismo, la falta de diálogo con el mundo, o si se quiere con el resto del mundo. Pocas veces podemos registrar semejante unicato mental, como el de los nazis, absolutamente incapaces de ver a otros (como toda mentalidad imperial).

Examinando la política de acuerdos, convenios, «soluciones de dos esta-dos», se puede verificar también en ellos una coincidencia sobrecogedora:

«No importa si un tratado otorgaba más o menos territorio; todo el territorio habría de ser tomado, pedazo a pedazo.» (cit. p. Horsman, p. 244)

Así, en referencia a la partición del territorio palestino; «la solución de dos estados», el sionismo la aceptará (de palabra); total, su estrategia es la del dominio total y aceptan una parte como solución provisoria, como etapa y, como dijera Moshe Sharett en 1937:

«La decisión del comité sionista en lo concerniente a la partición está destinada exclusivamente al mundo exterior y no expresa la posición interna del movimiento». (p. 193)

La conquista continúa

En diciembre de 2013 Miri Regev quiso justificar el despojo de las desérticas tierras del Neguev, aprobado en la Kneset a mediados del año, mediante «la justificación histórica» de estar haciendo, el gobierno de Israel, lo que los estadounidenses le han hecho a los indios«.

El Plan Prawer que el gobierno israelí procura llevar adelante es un paso más en la pulverización de Palestina y en la formación del Estado de Israel ocupando plenamente la Palestina histórica. Con el apoyo habitual: con fondos a menudo cedidos por EE.UU. o el AIPAC, el gobierno israelí cede, casi como de regalo, viviendas e instalaciones a numerosos judíos fundamentalistas que, sobre todo provenientes de países empobrecidos como los del viejo bloque socialista, están sumamente interesados en obtener esa ganga.

Su profundo espiritualismo bíblico es afortunadamente compatible con tales materialidades. La dirección del estado israelí revela la actualidad lacerante de «los caminos paralelos» de EE.UU. e Israel.

Hay una fineza ideológica del Plan Prawer, cierta concesión a un presente que ya no es el tiempo del apogeo de los atropellos de las razas blancas: es el celo puesto en explicar un presunto destino privilegiado de los beduinos a quienes se les piensa despojar de su hábitat milenario: el gobierno les promete «la civilización y el progreso»; viviendas adecuadas y educación infantil, y así «integrarse a «un estado moderno al tiempo que conservan sus tradiciones.» (textos oficiales cit. p. María Landi, «El rostro moderno de la limpieza étnica en Palestina», Brecha, Montevideo, 6/12/ 2013).

Pero atropellos en pleno s XIX y hasta en el s XX carecen de la mirada atrozmente ingenua y optimista en el s XXI.

Tal vez signifique algo profundo y no coyuntural que el gobierno israelí no haya tenido más remedio que postergar el desalojo; la transferencia de 70 mil beduinos.

Notas

Luis E. Sabini Fernández es Periodista, miembro del equipo docente de la Cátedra Libre de Derechos Humanos, Facultad de Filosofìa y Letras, Universidad de Buenos Aires, editor de futuros, .

[i] Hay edición en castellano, de Editorial Canaán, con ese título, Buenos Aires, 2008.

[ii] Editorial Canaán, Buenos Aires, 2013.

[iii] Véase mi nota «Conversión o racismo depurador», una disyuntiva no tan nítida», oct. 2009 (rebelión, indymedia, etcétera y en forma de libro en la compilación El racismo de la ‘democracia’ israelí, Editorial Canaán, Buenos Aires, 2012).

[iv] En los primeros años de gobierno nazi, los sionistas tuvieron varios escarceos y planteos de acciones comunes, que fueron a veces respondidos afirmativamente. Por ejemplo, Adolf Eichman, jerarca austríaco, fue invitado a conocer los kibbutzim en Palestina a mediados de los años ’30; estaba dedicado a estudiar hebreo, atento al desarrollo sionista. No pudo llegar a kibbutz alguno. Pero no por rechazo de los judíos sionistas, ciertamente. Sino de las autoridades británicas que lo rebotaron en la Aduana. Debió hacer sus encuentros de tanteos o confraternidad con jerarcas sionistas en Egipto (Lenni Brenner, Sionismo y fascismo, Editorial Canaán, Buenos Aires, 2011, p. 287). Pero en los ’40 esos arrumacos habían desaparecido ¡y cómo!

[v] Coinciden, empero, al menos por un tiempo, con el proceso del apartheid sudafricano (que se instaura legalmente desde 1948 hasta 1991, aunque su realidad también adviene, como en el caso de lo que resultará EE.UU., desde el siglo XVII y también sintiéndose enviados e investidos de derechos… bíblicos).

Podríamos incluso decir que el quiebre de la Unión Sudafricana y el advenimiento de la República de Sudáfrica que acaba de perder a una de sus figuras señeras, Mandela, 27 años preso, podría marcar el comienzo de un semiaislamiento planetario del Estado de Israel, privado desde entonces de uno de sus dos principales sostenes planetarios (semi, porque el de EE.UU. sigue, incólume o no tan incólume, en pie).

[vi] Tuvieron la mala fortuna de recibir un refugio en México, en Texas, porque la invasión de conquista estadounidense se adueñó de Texas, y los kikapus se vieron otra vez sometidos a la persecución del mismo racismo que ya los había desalojado de sus tierras originarias; los sobrevivientes tuvieron que pedir, y recibieron, una nueva tierra de refugio en el México que quedó al margen de la expansión norteamericana.

[vii] Véase mi nota «La solución de dos estados», 16/10/2009, difundida en rebelión, ALAI, indymedia y en la compilación ya citada, El racismo…, p. 80

[viii] En Argentina, durante el menemato y su aperturismo para facilitar el gobierno desde «la metrópolis», tuvimos al embajador de EE.UU. James Cheek, definiendo a la Argentina como una adolescente de 16 años a la que había «naturalmente» que guiar… dejamos librado al lector el sitio hacia donde había que llevarla.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.