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Las lecciones de Cheng Ho y de las jóvenes de Samoa

Dos hermosos datos contra el determinismo biológico

Fuentes: Rebelión

  La sorpresa que Margaret Mead se llevó en Samoa es un lugar común de la antropología. Después de viajar allí para investigar qué forma toma en aquellas islas la crisis psicológica que acompaña la adolescencia en las jóvenes de nuestras latitudes, hubo de concluir tras varios meses de trabajo que en el grupo de […]

 

La sorpresa que Margaret Mead se llevó en Samoa es un lugar común de la antropología. Después de viajar allí para investigar qué forma toma en aquellas islas la crisis psicológica que acompaña la adolescencia en las jóvenes de nuestras latitudes, hubo de concluir tras varios meses de trabajo que en el grupo de sesenta y ocho chicas que ella estudió tal crisis sencillamente no se producía. Al parecer, las muchachas samoanas estaban inmunizadas contra estas zozobras por una cultura solidaria e igualitaria, por unidades familiares amplias que amortiguaban los conflictos, y por una actitud más abierta y tolerante hacia el sexo que todo a lo que estamos acostumbrados por aquí.

 

Margaret Mead era además una excelente escritora y su obra Coming of Age in Samoa (1928), traducida al castellano como Adolescencia y cultura en Samoa (Paidós, Trad. de Elena Dukelski Yoffe) se convirtió pronto en un best-seller que desafiaba muchas nociones convencionales sobre la naturaleza humana. Se aportaban allí sólidos datos que inducían a considerar la cultura como un factor esencial a la hora de fijar algunas pautas que antes se tenían por innatas y como tal inevitables. Y si nuestro modo de ser y vivir está más influido por los hábitos y patrones en que hemos sido educados que por rasgos heredados, sin duda las posibilidades de modificar nuestra percepción de la realidad están mucho más abiertas que si un ciego determinismo biológico lo fijara todo. Lo que traía el mensaje antropológico de Margaret Mead era también un rayo de esperanza.

 

La observación de algunas culturas que han conseguido producir patrones de humanidad envidiables, con individuos poco violentos, inclinados más a la colaboración que a la agresión, y sociedades igualitarias y en las que la mayor parte de las neurosis que nos aquejan a nosotros son enfermedades exóticas, resulta realmente estimulante. Éste es sin duda uno de los tónicos más reconfortantes que podemos administrarnos en una época en que un vistazo a la realidad que nos rodea llevaría a pensar que la competencia salvaje, la depredación y el saqueo son las tendencias básicas del ser humano.

 

Pero sin duda no son sólo pueblos lejanos y extraños los que muestran rasgos que invitan a la esperanza. Mientras en estos momentos los estados más influyentes exportan armamento y promueven guerras de rapiña por todas partes, hay también en el mundo países pequeños y heroicos que exportan médicos y cultura para los más empobrecidos. Esto es algo que debemos tener muy en cuenta, aunque muchos dirán que este tipo de comportamientos serían impensables en un estado poderoso. ¿Será capaz acaso un país con grandes recursos económicos y militares de no aprovechar estas circunstancias para imponerse a los demás? ¿Conoce la historia algún ejemplo de un gran imperio con potencial de expansión y que haya renunciado a las conquistas y ofrecido a todos sus vecinos una leal y generosa colaboración?

 

Sin duda pueden encontrarse buenos ejemplos de esto, pero uno muy claro y bastante olvidado se halla en los viajes de exploración del gran almirante Cheng Ho en los primeros decenios del siglo XV. Cheng Ho (Zhèng Hé en transcripción Pinyin) (1371-1435), cuya vida coincide con los comienzos de la dinastía Ming, fue un musulmán chino que intervino muy joven en empresas guerreras en las que fue hecho prisionero y castrado. Posteriormente, entre 1405 y 1433 realizó siete expediciones al servicio de los emperadores Ming en las que llegó al golfo Pérsico y recorrió África oriental hasta el canal de Mozambique. Estos periplos, que involucraban centenares de barcos y decenas de miles de hombres, no tenían una importante finalidad militar o comercial, sino que eran más bien de reconocimiento y, como diríamos ahora, propagandísticos. Algunos de los navíos, los denominados «barcos del tesoro» de casi 130 m de eslora, eran mayores que los que había en ese momento en cualquier otro lugar del planeta, y estaban destinados al transporte del tesoro. En sus escalas en diversos países, el eunuco Cheng Ho dejaba siempre costosos presentes para los reyes y reyezuelos que eran visitados, con lo que se buscaba sobre todo robustecer el prestigio del «gran soberano del Imperio Central». Cien años antes de que Vasco de Gama emprendiera la conquista a sangre y fuego de aquellas mismas regiones, Cheng Ho dejó en ellas el recuerdo de un visitante obsequioso y benéfico.

 

Es cierto que la situación actual del mundo no suministra demasiadas razones para el optimismo, pero deberíamos considerar también que no existe ningún oscuro fundamento que merezca ser llamado «naturaleza humana», para que esto sea así. La antropología y la historia parecen sugerir que el ser humano es algo mucho más rico y variado en sus potencialidades de lo que estamos dispuestos a imaginar. Estas reflexiones tienen su cara y su cruz, pues si por una parte aportan esperanza en el momento crítico que vivimos, por otra nos abruman señalando la enorme responsabilidad que todos tenemos en lo que está ocurriendo.

 

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