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Asesinos multinacionales S.A.

Dow Chemical, Monsanto y la muerte enlatada

Fuentes: Ecoportal.net

La llegada de la revolución industrial trajo, indudablemente, un gran progreso y muchos beneficios a la humanidad. Pero ésta, en forma paralela, comenzó en poco tiempo a padecer los sistemas implementados por la industria para lograr esos progresos, que de estar inicialmente pensados para el hombre han llegado a transformarse en su destrucción. De hecho, […]

La llegada de la revolución industrial trajo, indudablemente, un gran progreso y muchos beneficios a la humanidad. Pero ésta, en forma paralela, comenzó en poco tiempo a padecer los sistemas implementados por la industria para lograr esos progresos, que de estar inicialmente pensados para el hombre han llegado a transformarse en su destrucción. De hecho, a constituirse en beneficios únicamente para las multinacionales, que en realidad desprecian a la humanidad y sólo contemplan su progreso propio, creando continuamente nuevas formas de destrucción, mientras ocultan datos, mienten, sobornan y atacan a quienes pretendan denunciarlas. Intentaremos reflejar de qué manera han acumulado desastres y daños en el planeta esas multinacionales del terror, y además de quiénes se trata.

Comenzaremos por recordar que hace poco se cumplieron 22 años de que ocurriera uno de los mayores de esos desastres. En la noche del 2 al 3 de diciembre de 1984 se produjo la fuga de 30 a 40 toneladas de gases letales en la fábrica de pesticidas de la Union Carbide Corporation en la ciudad de Bhopal, en la India. Esos gases, que se escaparon de algunos de los tanques durante una rutinaria operación de mantenimiento, contenían isocianato de metilo y cianuro de hidrógeno, entre otras sustancias altamente tóxicas. Esa noche, seis de las medidas dispuestas para prevenir una fuga de gases no funcionaron, fueron desconectadas o resultaron inadecuadas, además de no funcionar tampoco la sirena de alarma. Los gases, que rápidamente se expandieron por la ciudad, quemaron los ojos y las vías respiratorias de la gente, se introdujeron en su corriente sanguínea y dañaron todos sus sistemas corporales. Muchos murieron en sus camas, otros salieron de sus casas a tropezones, ciegos y ahogándose, para morir en la calle, y otros murieron al llegar a un hospital. Esos gases mataron de inmediato a 8.000 personas y envenenaron a otras 20.000, comenzando una tragedia que aún no ha llegado a su fin. Desde entonces, y de acuerdo a cálculos de organizaciones de sobrevivientes, continúan muriendo de diez a quince personas por mes a consecuencia de enfermedades relacionadas con la exposición a aquellos gases tóxicos. Actualmente, los más de 150.000 sobrevivientes de la catástrofe son enfermos crónicos que deben seguir recibiendo tratamiento médico, y aproximadamente 500.000 de los que estuvieron expuestos de otras formas a los gases tienen sustancias tóxicas en su flujo sanguíneo, mientras todos ellos más los hijos de los afectados viven enfrentados a las secuelas de ese legado, entre ellas cáncer, problemas neurológicos, ciclos menstruales caóticos, enfermedades mentales y daños en los sistemas musculoesquelético, reproductivo e inmunológico. A 22 años de ese desastre, la empresa responsable del mismo y sus antiguos ejecutivos, que huyeron de la India dejando abandonada la fábrica, siguen eludiendo a la justicia.

En 1999, Union Carbide se fusionó con la multinacional Dow Chemical, al comprar ésta a aquella por unos 9.500 millones de dólares, pasando así a convertirse en la compañía química más grande del mundo. Pero Dow Chemical no sólo había comprado los activos de Union Carbide, sino también sus obligaciones. Sin embargo, se negó a aceptar las responsabilidades morales por las operaciones de Union Carbide en Bhopal. Mientras sigue la batalla legal intentándose probar esa responsabilidad en los tribunales estadounidenses, el pueblo de Bhopal sigue sufriendo, como se dijo, las consecuencias y secuelas de esa catástrofe y, todavía, la exposición a sustancias tóxicas en las instalaciones industriales abandonadas.

Se había pedido a Union Carbide que indemnizara a los afectados de Bhopal, pero después de cinco años de luchar en los tribunales, el gobierno indio, por debilidad o por corruptela, aceptó un acuerdo extrajudicial por sólo 470 millones de dólares, que se firmó en febrero de 1989. Eso fue todo. Según la propia Dow Chemical, ambas empresas suman ingresos anuales por más de 25.000 millones de dólares. La indemnización media por daños personales fue de entre 370 y 533 dólares por persona, apenas el dinero necesario para cubrir gastos médicos por cinco años, pese a que miles de los afectados y sus hijos permanecerán enfermos y no podrán trabajar durante todo lo que les reste de vida. Desde esa catástrofe se han iniciado más de 140 causas civiles en los tribunales federales de Estados Unidos a favor de las víctimas y los sobrevivientes, en un intento por obtener una indemnización apropiada para ellos. Todos esos casos aún siguen pendientes.

Dow Chemical y el Agente Naranja

El curriculum de la Dow Chemical abunda en muchas otras iniquidades además de la de Bhopal, pero nos remitiremos a las más destacadas y las que mejor reflejan su «espíritu de progreso».

En 1964, y anticipándose a los encargos que poco después le haría el gobierno norteamericano, Dow Chemical contrató a un dermatólogo de la Universidad de Pensilvania para que hiciera algo que no tuviera nada que envidiarle a uno de los preferidos de Adolf Hitler, el doctor Josef Mengele, y se le pusiera a la par. El dermatólogo realizó ensayos con dioxinas utilizando a setenta reclusos de la prisión de Holmesburg, en Filadelfia, cuyos resultados serían usados al poco tiempo y en gran escala contra la población civil vietnamita. Las dioxinas son las sustancias más dañinas que se conocen. Además de cancerígenas, son cinco millones de veces más tóxicas que el cianuro. En 1971, la compañía química volvió a los ensayos con presidiarios para probar un pesticida tóxico en el organismo humano. El resultado, considerado «satisfactorio», le sirvió para lograr un nuevo agente nervioso, el Chlorpyrifos, producto que sustituyó al DDT cuando éste fue prohibido en 1972, pero tanto o más dañino. Obviamente, nunca llegó a saberse qué fue de todos los reclusos utilizados para los experimentos.

Entre 1970 y 1971, la planta de la Dow Chemical en Midland, Michigan, arrojó más de 17.000 millones de litros de aguas residuales al río Brazos y al Golfo de México. En 1980, un grupo de investigadores descubrió que 25 trabajadores de la factoría de la empresa en Freeport, Texas, tenían tumores cerebrales, 24 de los cuales resultaron mortales. Sin embargo, la fabricación y manipulación de productos de alta peligrosidad por parte de los trabajadores nunca se detuvo.

La última hazaña es tema hace un tiempo de los diarios de Nicaragua, ya que miles de agricultores allí están contaminados por el pesticida Nemagón, un producto que elimina las plagas pero también a los seres humanos. Solamente entre los trabajadores bananeros, el pesticida acabó con la vida de 849 de ellos en los últimos años, y la Dow Chemical, uno de los baluartes en la fabricación de pesticidas y sustancias letales, figura entre las compañías demandadas por los agricultores nicaragüenses.

Pero quizás la esmeralda que resalta en la corona de Dow Chemical ha sido hasta ahora, al menos hasta que no invente algo peor, el Agente Naranja.

Esta otra creación de la compañía química es una mezcla de dos herbicidas: el 2,4-D y el 2,4,5-T, y fue utilizado como desfoliante en los bosques y los arrozales por el ejército norteamericano en la guerra de Vietnam. Por cuestiones propias del apuro militar para ponerlo en práctica en esa guerra fue producido con una deficiente purificación, presentando contenidos elevados de una dioxina cancerígena: la tetraclorodibenzodioxina, tóxico cuyo uso afectó a más de tres millones de vietnamitas e incluso a muchos soldados estadounidenses a quienes, por supuesto, no se les informó debidamente sobre lo que arrojaban desde los aviones y sobre lo que recibían los que estaban abajo. Algo habitual en los emperadores del Norte, si recordamos que ni siquiera la tripulación del «Enola Gay», el avión que arrojó la primera bomba atómica sobre población civil en Hiroshima -con las consecuencias que aún hoy sufren los sobrevivientes y su progenie-, conocía el poder de lo que transportaban. Un producto, esta letal dioxina, que además dejó secuelas en los afectados de ambos bandos en Vietnam, ya que ellos y sus descendientes siguen padeciendo graves problemas de salud, entre ellos malformaciones genéticas.

Un grupo de vietnamitas inició un juicio en Estados Unidos contra las grandes compañías fabricantes del Agente Naranja. Mientras ellos aún aguardan el resultado de sus demandas, al menos un grupo de más de noventa veteranos de guerra de Estados Unidos tuvieron algo de suerte dentro de sus padecimientos: en 1984 obtuvieron la suma de 180 millones de dólares en concepto de daños a la salud por los efectos adversos de la exposición a ese herbicida. Por su parte, los representantes de las compañías depredadoras esgrimen en su descargo dos palabras casualmente bien conocidas en la Argentina, sobre todo en los últimos años de su historia reciente: «obediencia debida». Para ellos, simplemente «se siguieron órdenes del gobierno».

Como la Dow Chemical, también la empresa Monsanto suministró al ejército estadounidense su propia versión del Agente Naranja, pero esta versión contenía concentraciones de dioxina mucho más altas que la de su competidora en el negocio cívico-militar que representaba entonces la guerra de Vietnam. De todas maneras, ambas compañías y otras menores pero no menos peligrosas siempre han convivido perfectamente en este circo de horrores conformado por el complejo militar-industrial norteamericano.

Monsanto: de la sacarina a Vietnam

La compañía química Monsanto fue fundada en 1901 en la ciudad estadounidense de Saint Louis, Missouri, por John Francis Queeny, un veterano de la industria farmacéutica que invirtió capital propio y dio a la nueva empresa el nombre de soltera de su esposa, la española Olga Monsanto. A poco de entrar en escena, Monsanto lanzó el edulcorante artificial «Sacarina», si bien en realidad su fundador había traído algunos antecedentes de ese producto desde Alemania, ya que había trabajado para la firma Merck. También se constituyó en uno de los principales proveedores de cafeína para la Coca-Cola. En la década de 1920 expandió sus negocios hacia la química industrial, por ejemplo produciendo ácido sulfúrico, y en la de 1940 ya era líder en la fabricación de plásticos, entre ellos poliestireno y fibras sintéticas. Desde entonces, Monsanto se consolidó como una de las diez mayores compañías químicas americanas.

A poco andar y al igual que sus competidoras multinacionales -la Dow Chemical es un claro ejemplo de ello- Monsanto no escapó a la saga de desastres que las caracterizan. En 1947 un carguero francés que transportaba fertilizantes de nitrato de amonio explotó en un muelle, a sólo 80 metros de la fábrica de plásticos de la empresa en Galveston, Texas, donde murieron más de 500 personas. Esa fábrica producía plásticos de estireno y poliestireno, hoy importantes componentes de envases alimenticios, botellas de aguas mineralizadas y gaseosas y muchos otros productos de consumo, además de encontrarse en ventanas de edificios, papeles pintados, tuberías, cables, tarjetas de crédito y hasta en algunos instrumentos médicos. En la década de 1980 la EPA -siglas en inglés de la Agencia de Protección al Medioambiente, organismo del gobierno norteamericano- clasificó al poliestireno como el quinto producto químico cuya producción genera más desechos peligrosos. Su elaboración disemina dioxinas por el aire, y su incineración contamina por otras vías. Pero Monsanto también comenzó a diseminar por el mundo otro engendro letal: el PCB.

En 1929 Monsanto compró la compañía química Swann, que había comenzado a desarrollar el bifenil policlorado llamado comúnmente PCB (por Polychlorinated Biphenyl, su denominación en inglés). El producto fue ampliamente elogiado por ser no inflamable y de alta estabilidad química, y de inmediato se lo utilizó en la industria de los equipamientos eléctricos, que lo adoptó como refrigerante para su nueva generación de transformadores. Para la década de 1960, los PCB de Monsanto ya eran utilizados como lubricantes, fluidos hidráulicos, selladores líquidos y protecciones a prueba de agua, entre otras aplicaciones. Pero investigaciones a partir de esos años comenzaron a demostrar la alta toxicidad del producto: científicos suecos que habían estudiado los efectos biológicos del DDT habían encontrado concentraciones significativas de PCB en la sangre, pelo y tejido graso de animales salvajes, e investigaciones durante los años ’60 y ’70 revelaron que los PCB y otros cloruros orgánicos eran potentes agentes cancerígenos, y también los relacionaron con un amplio abanico de desórdenes inmunológicos, reproductivos y de crecimiento. El PCB puede ingresar al cuerpo humano a través del contacto por la piel, por la inhalación de vapores o por la ingestión de alimentos que contengan residuos del compuesto. Este tóxico fue prohibido en Estados Unidos y Europa a partir de 1976, luego de que se sucedieran algunos accidentes, siendo reemplazado por productos alternativos más seguros como los aceites de silicón o ciertos tipos de aceite mineral, o bien pasaron a utilizarse transformadores «secos» o refrigerados por aire. De todas maneras, los efectos destructores y tóxicos del PCB persisten en el mundo entero.

En uno de tantos «países basurero» como la Argentina -pese a que las compañías de electricidad se comprometieron a reemplazar los transformadores con PCB luego de haberse puesto en evidencia que la muerte de varias personas con diversos tipos de cáncer se produjo por residir en proximidades de los mismos- aún existen muchos transformadores de media y baja tensión conteniendo aceite refrigerante de PCB. En varios casos se descubrió que ese lubricante chorrea por falta de mantenimiento -más la habitual abundancia de desidia de los gobiernos municipales de turno-, y la liberación de ese aditivo contamina el suelo, las napas y el agua. Ello ocurre no sólo en un barrio sino en una amplia zona, ya que una de las características del PCB, además de su resistencia a la ruptura o degradación química y biológica a través de procesos naturales más su tendencia a acumularse y permanecer en organismos vivos, es que se disemina con suma facilidad. Se estima que un transformador con buen mantenimiento y trabajando sin exceso de carga puede tener una vida útil de cuarenta a sesenta años. Posteriormente esos artefactos son considerados residuos peligrosos. El principal riesgo sucede si los transformadores explotan o se incendian. En tal caso, el PCB se transforma en una dioxina, y ya hemos visto las consecuencias que éstas acarrean, por si fueran pocas las que genera el PCB.

La facilidad del PCB para diseminarse rápidamente por tierra, agua y aire ha hecho que se detectaran altas concentraciones del tóxico en el Artico, y por extensión en la cadena alimenticia acuática: la merluza ártica, por ejemplo, contiene concentraciones de PCB 48 millones de veces superiores a las de las aguas en que se encuentra, y los mamíferos depredadores, como los osos polares, pueden tener en sus tejidos concentraciones de PCB cincuenta veces más grandes. Por consecuencia, los habitantes esquimales del Artico, los indígenas «inuit», no están para nada exentos de la acción de este veneno. Hoy este producto está incluido en la llamada «docena sucia», un listado de los doce contaminantes más peligrosos del planeta. Además es considerado un «contaminante orgánico persistente», lo que equivale a decir que permanece en el medio ambiente por largos períodos. Se estima que los efectos del PCB se extenderán hasta después del año 2025. En tanto, el entusiasmo de Monsanto por la creación de nuevos flagelos para la humanidad no se detenía allí.

La relación de Monsanto con las dioxinas arranca con la fabricación del herbicida 2,4,5-T, comenzada a fines de la década de 1940. Sobre ésto Peter Sills, autor de un libro sobre dioxinas, explica: «Casi inmediatamente, los trabajadores de la fábrica empezaron a enfermarse, con eczemas en la piel, inexplicables dolores en piernas, articulaciones y otras partes del cuerpo, debilidad, irritabilidad, nerviosismo y pérdida de la libido. Los memorándums internos muestran que la compañía sabía que estos hombres estaban tan enfermos como afirmaban, pero mantuvieron las pruebas bien escondidas». Una explosión en la fábrica de herbicidas de Monsanto en West Virginia, en 1949, atrajo una mayor atención hacia esas quejas. El agente contaminante que generó esas condiciones no fue identificado como dioxina hasta 1957, pero el Cuerpo Químico del ejército de Estados Unidos -cuándo no- se interesó enseguida por esta sustancia, pensando en un posible agente para guerra química. Incluso se reveló, gracias a la Ley de Libertad de Información, que ya desde 1952 había unas 600 páginas de intercambio de informes y correspondencia entre Monsanto y esa dependencia del ejército sobre el tema de este subproducto de los herbicidas. Estaba cercana la puesta en marcha del Agente Naranja, para que las fuerzas norteamericanas en Vietnam se divirtieran arrojando este veneno transformando en páramos bosques y arrozales, y arruinando por extensión las demás vidas orgánicas, incluso la del hombre.

Bienvenida, biotecnología

A punto de iniciarse la década de 1990, Monsanto era una de cuatro compañías químicas que estaban por sacar al mercado una hormona de crecimiento bovino sintética, producida en bacterias modificadas genéticamente para producir proteínas bovinas. Otra de las empresas era American Cyanamid, luego propiedad de American Home Products, ésta a su vez posteriormente fusionada con Monsanto. Asimismo, comenzaba una agresiva promoción de Monsanto para imponer sus productos de biotecnología, como por ejemplo, además de la hormona bovina, las semillas de soja y maíz transgénico y sus variedades de algodón resistentes a los insectos. En los hechos una paradoja ya que, mientras son efectivamente resistentes a alguna variedad de insectos, no lo son para otras, por lo que deben seguir utilizándose plaguicidas, obviamente fabricados por Monsanto, cuyas consecuencias para la vida humana ya conocemos. Muchos observadores ven este accionar como la continuación de muchas décadas de prácticas éticamente cuestionables, y como dice el ya citado Peter Sills: «Las corporaciones tienen personalidades, y Monsanto es una de las más malignas. Desde sus herbicidas al desinfectante Santophen y a la hormona de crecimiento bovino, parece que hace todo lo posible para hacer daño, a sus propios trabajadores y a los niños».

 

Monsanto venía intentando, desde 14 años antes de lanzar su hormona, la aprobación para ello de la Agencia para las Drogas y la Alimentación (FDA-Food and Drugs Agency), organismo del gobierno de Estados Unidos, intento que estuvo marcado por varias controversias, incluyendo versiones sobre un supuesto esfuerzo concertado para suprimir información sobre los efectos negativos de la hormona. Incluso un veterinario de la FDA, Richard Burroughs, fue despedido después de acusar tanto a Monsanto como a la agencia gubernamental de suprimir y manipular datos para esconder los efectos de las inyecciones de la hormona en la salud de las vacas lecheras. En 1990, cuando la aprobación de la FDA parecía inminente, un patólogo veterinario de la Universidad de Vermont mostró, a dos legisladores del estado, datos que habían sido previamente suprimidos que documentaban importantes incrementos en las tasas de infección en las vacas que habían sido inyectadas con la entonces experimental hormona de Monsanto, además de una inusual cantidad de graves defectos de nacimiento en las crías de vacas tratadas con ese producto. Por otra parte, una revisión independiente de esos datos hecha por un grupo representante de las granjas regionales documentó problemas de salud adicionales en las vacas asociados con la hormona, entre ellos altas tasas de lesiones en cascos y patas, dificultades metabólicas y reproductoras e infecciones uterinas. A su vez, la Oficina Presupuestaria del Congreso (GAO-General Accounting Office) intentó una investigación sobre el caso pero no pudo obtener los archivos necesarios de Monsanto para continuarla, particularmente respecto de las sospechas de efectos teratogénicos y embriotóxicos. Los auditores de la GAO llegaron a la conclusión de que las vacas inyectadas con Posilac -nombre comercial de la hormona- tenían una tasa de mastitis (infección de las ubres) un tercio mayor que las no tratadas, y recomendaron mayores investigaciones sobre niveles más altos de riesgo en la leche producida utilizando la hormona. Investigaciones que por supuesto nunca más se concretaron.

Finalmente, la hormona de Monsanto fue aprobada por la FDA para su venta comercial en 1994. Al año siguiente la Unión de Granjeros de Wisconsin publicó un estudio con sus experiencias con la hormona, cuyos resultados excedían los problemas de salud antes detectados. Hubo informes sobre muertes espontáneas de vacas tratadas con la hormona, alta incidencia de infecciones en las ubres, graves dificultades metabólicas y problemas de reproducción. Muchos granjeros experimentados que habían probado el uso del Posilac de pronto tuvieron que reemplazar a gran parte de sus rebaños, pero en lugar de examinar las causas de las quejas de los granjeros sobre la hormona, Monsanto pasó a la ofensiva, amenazando con litigar contra las pequeñas empresas lecheras que anunciaran sus productos como «libres de la hormona». El caso es que las pruebas de los efectos dañinos de este producto en la salud, tanto de las vacas como de las personas, continuaron acumulándose. Al mismo tiempo, afloraba también la canallesca relación de Monsanto -siempre obviamente tras el logro de su beneficio- con determinados funcionarios de diversos niveles gubernamentales.

La verdad incómoda

Hace un tiempo atrás, el diario británico «The Independent» informó sobre un estudio que Monsanto había mantenido en secreto, que mostraba que un grupo de ratas alimentadas con maíz transgénico de esa multinacional había sufrido cambios en órganos internos y en la sangre. La información tuvo amplia repercusión en los principales medios de prensa de Europa y muchos del resto del mundo. En México, sin embargo, la noticia fue ignorada por las autoridades y escasamente difundida por los medios. Claro, la Secretaría de Salud mexicana aprobó para consumo humano, a partir del 2003, ese maíz transgénico -al que Monsanto se encargó diligentemente de distribuir por todo el país, ejerciendo de paso la autoridad que le da la propiedad de su patente para recaudar las onerosas regalías que deben abonar los campesinos por la semilla- y entonces, en un país que es el centro de origen del maíz y su población lo consume en forma masiva, este tema no ha resultado relevante. Quizás porque allí hay demasiadas ratas o demasiados amigos de Monsanto. O lo que es lo mismo, una mezcla de ambas cosas a la vez. De hecho, según afirman muchos, el ex presidente Vicente Fox, antes de llegar a asumir altos cargos públicos, se había desempeñado como ejecutivo de una subsidiaria de Monsanto.

Y debemos volver a un lugar del mundo citado al comienzo de la nota, la India, con otro aspecto trágico. De acuerdo a datos reconocidos por el propio Ministerio de Agricultura indio, entre 1993 y 2003 hubo 100.000 suicidios de campesinos, y entre 2003 y octubre de 2006 ocurrieron 16.000 suicidios de campesinos cada año. En total, entre 1993 y 2006 hubo alrededor de 150.000 suicidios de campesinos, un promedio de treinta diarios durante 13 años. ¿Y bajo qué condiciones puede darse semejante tasa de suicidios entre productores rurales?. Para algunos obedece simplemente a cuestiones de endeudamiento, pero a los ojos de observadores imparciales, la verdadera razón radica en la imposición de una tecnología agrícola totalmente inadecuada, tanto desde el punto de vista económico como del ambiental. Un ejemplo que grafica bien esta cuestión es el de Anil Khondwa Shinde, un pequeño agricultor del distrito de Vidarba, estado de Maharashtra, en el sector centro-occidental de la India, quien hace poco se suicidió -las casualidades a veces no existen- ingiriendo un potente plaguicida, muriendo en pocos minutos a sus 31 años de edad. La desproporción entre costos de producción y precio de venta no le permitieron pagar el crédito extendido por los proveedores de insumos. Shinde había decidido sembrar algodón «Bt», transgénico producido por Monsanto que supuestamente reduce la necesidad de plaguicidas y aumenta la rentabilidad del productor. La realidad de esta historia es que el algodón de Monsanto ofrece algo de protección frente al llamado «gusano del fruto» pero no frente a otras plagas que afectan este cultivo. Es así que los agricultores como Shinde recurrieron a este algodón de Monsanto buscando reducir el costo en plaguicidas pero se llevaron una ingrata sorpresa, ya que se vieron obligados a seguir aplicando estos insumos, y peor aún, la trampa del endeudamiento se les vino encima mucho más rápido dado que las semillas del algodón de Monsanto son mucho más caras. Es así como centenares de campesinos indios que sembraron algodón transgénico decidieron buscar la salida del suicidio frente a una situación económica desesperada que empeora año tras año.

También en la India -que para las transnacionales del terror parece un ideal depósito de venenos y basuras varias, al igual que los países latinoamericanos y africanos- se descubrió hace algunos meses la presencia de una serie de pesticidas en las bebidas gaseosas comercializadas por Coca-Cola y Pepsico. Un comité del Parlamento indio confirmó que ambas compañías vendieron bebidas contaminadas, entre ellas las conocidas Coca-Cola, Coca Diet, Fanta, Sprite, Pepsi, Pepsi Light y Mirinda de naranja y limón, poniendo en peligro la salud de los consumidores. Según el diario británico «The Guardian», las bebidas alcanzaron a contener una cantidad de pesticidas más de treinta veces superior a lo establecido por las regulaciones europeas en la materia. Todas las bebidas contaban, entre otros pesticidas, con la presencia de DDT, cuya función es acabar con las plagas de mosquitos pero que ha sido prohibido hace bastante tiempo en Estados Unidos y Europa, y que puede generar desde cáncer a importantes daños en el sistema inmunológico de los seres humanos. De hecho, en la India -a cuyo débil y corrupto gobierno no parecen hacerle mella tragedias como la de Bhopal- continúan utilizándose varios plaguicidas que ya han sido prohibidos, como se dijo, en varios otros países. De todas maneras fue el pueblo indio, mediante fuertes campañas desarrolladas contra las citadas empresas de bebidas gaseosas, el que logró que al menos en varios estados del país se dejara de consumir y comercializar esos refrescos, igual que en escuelas y en las cafeterías de edificios públicos. Sanjay Nuripam, miembro de una de las organizaciones que integraron el comité conjunto parlamentario, en declaraciones a «The Guardian» se planteó: «Tú no encuentras refrescos de cola con pesticidas en Estados Unidos. ¿Por qué nos fuerzan a que nos los bebamos nosotros?». Para más claro, echarle agua. Pero claro, sin pesticidas.

Si algo caracteriza a Monsanto, como a otras multinacionales que hacen su negocio a expensas de vidas humanas, es su capacidad para tratar de minimizar sus acciones a través de campañas publicitarias que laven su imagen, incluyendo el pago a diversos patanes que mediante mensajes a través de Internet o en sus propios blogs descalifican toda crítica o informe negativo hacia la multinacional, ensalzando a la vez las «bondades» de sus productos. En Gran Bretaña, por ejemplo, invirtió un millón de libras esterlinas en una campaña de márketing patrocinando una exposición sobre biodiversidad con la más avanzada tecnología, y en el Museo Americano de Historia Natural, en Nueva York, además de muchos otros espacios similares, está intentando aparecer como una empresa concientizada y progresista. Otra medida que adopta es la de captar a políticos de nivel que colaboren con su gestión empresarial. ¿Ejemplos?. En mayo de 1997 Mickey Cantor, asesor de la campaña electoral de Bill Clinton en 1992 y Representante Comercial de Estados Unidos durante su primer mandato, fue designado miembro del Consejo de Dirección de Monsanto. Por su parte Marcia Hale, antes asistente personal del mismo presidente, trabajó luego como Relaciones Públicas de Monsanto en Gran Bretaña. Además, directamente ha sobornado y comprado a varios funcionarios de la gubernamental FDA, la Agencia para las Drogas y la Alimentación, y colocado a elementos propios en cargos de esa agencia, aparte de haber logrado en su momento la protección de la administración Reagan para eludir situaciones que la comprometían. Con lo cual se ha demostrado que la FDA, que supuestamente debería velar por la salud de sus ciudadanos, en los hechos es un organismo que brinda su coraza en defensa de los intereses de las multinacionales. Y por si ésto fuera poco, la compañía intenta todo para intimidar a los críticos que la denuncian y a suprimir los juicios negativos en los medios. Monsanto cuenta, en tal sentido, con más de ochenta empleados y un presupuesto anual de unos diez millones de dólares con la exclusiva tarea de investigar y perseguir tanto a agricultores díscolos como a periodistas nada complacientes.

Conclusión (por ahora)

Cuando se habla de la administración Bush como representante del complejo militar-industrial norteamericano se tiende a pensar, exclusivamente, en los altos mandos del Pentágono, el ministerio de Defensa y los altos círculos financieros de Wall Street, vinculados mediante múltiples lazos con los grandes monopolios de la fabricación de armamentos: Boeing, Northrop Grumman, Lockheed, General Dynamics, MacDonnell, etc. Sin embargo existe otro sector de la producción, la industria química, farmacéutica y biotecnológica que, si bien menos visible, también ocupa una posición central en el amplio entramado de intereses políticos, económicos y militares de ese llamado complejo militar-industrial. No sólo una parte considerable de sus investigaciones y su producción está destinada a satisfacer las letales demandas del Pentágono en cuanto a la fabricación y almacenamiento de armas biológicas o químicas, sino que en gran medida sus beneficios dependen directamente de una contraprestación: la capacidad del poder militar estadounidense para imponer los intereses políticos y económicos del país, y por lógica consecuencia los suyos, en todo el mundo.

Aunque operando casi siempre en un segundo plano, las grandes multinacionales de la industria química y farmacéutica norteamericana son los otros «señores de la guerra». Una guerra que, de no despertarse las conciencias en los gobiernos de los países que son utilizados como cobayos y vaciaderos de desperdicios mortales para adoptar de una vez decisiones políticas que se correspondan únicamente con los intereses de sus poblaciones, estará perdida para siempre.