(A la memoria de Murray Bookchin) Desde que el investigador y activista norteamericano Murray Bookchin publicó en 1952 un estudio sobre el uso de productos químicos en los alimentos, su inquietud por crear una «ecología social» no pudo parar. En sus teorías, la crítica al crecimiento económico como único proyecto civilizatorio del capitalismo fue uno […]
(A la memoria de Murray Bookchin)
Desde que el investigador y activista norteamericano Murray Bookchin publicó en 1952 un estudio sobre el uso de productos químicos en los alimentos, su inquietud por crear una «ecología social» no pudo parar. En sus teorías, la crítica al crecimiento económico como único proyecto civilizatorio del capitalismo fue uno de los aspectos centrales. Pero también lo fue la concepción de alternativas a este sistema. En las siguientes líneas comentamos algunas de estas cuestiones en relación con la actual perspectiva del decrecimiento.
Tratar de abordar el decrecimiento como un todo puede convertirse en una cuestión imposible o estéril si, además, no se asume bien de antemano la complejidad a la que nos enfrentamos. Por eso, lo más normal es perderse enseguida en cuanto tratamos de idear alternativas al crecimiento o de trazar un esquema decrecentista sobre una crisis como la actual en la que, más que nunca, los factores sociopolíticos y económicos se encuentran indisolublemente unidos a los problemas ecológicos y energéticos. Y lo más normal también es que, fruto entre otras cosas de esa complejidad, el decrecimiento esté llamado a interpretarse – o malinterpretarse- de muchas maneras… así que prefiero acotar y destacar de antemano tres aspectos en los que, a mi juicio, reside el interés principal y la fuerza de la impronta decrecentista.
En primer lugar, el carácter frontalmente anticapitalista de la propuesta ya que, por definición, el decrecimiento supone la negación del capitalismo en la medida que sitúa directamente su punto de mira sobre el único pilar en el que éste se sustenta: el crecimiento incesante. En segundo lugar, la potencialidad que el decrecimiento ofrece – en tanto que acicate para la reflexión- de imaginar nuevas formas de organización de la vida social que propicien el acuerdo con la naturaleza y la superación de la alienación que la mercantilización de las relaciones sociales provoca. Y, en tercer lugar, el modo en el que una inequívoca apuesta decrecentista puede llegar a suponer un espacio común de lucha al conjunto de movimientos sociales y, al mismo tiempo, una renovación del debate ecológico que puede abrir la posibilidad de minimizar la atomización de los enfoques y propuestas ecologistas que fragmentan por completo a este movimiento.
Crecimiento o muerte
Sin embargo, creo que es importante señalar que la percepción del decrecimiento como una lucha únicamente «ecológica» puede ser un verdadero hándicap si termina por canalizarse solamente en ese sentido. Máxime además cuando, por la fragmentación apuntada, ha llegado un momento en el que casi puede hablarse de tantas sensibilidades ecológicas como personas o, por lo menos, de tantas ecologías como intereses creados. Si se trata de definirse, pues, pienso que la «Ecología Social» esbozada desde una perspectiva libertaria por Murray Bookchin (1921-2006) sigue siendo uno de los mejores intentos de captar la interacción entre el género humano y la naturaleza bajo la insistencia de que, la crisis ecológica y la crisis social, no son dos cosas distintas sino que ambas son un mismo producto del desarrollo de la economía capitalista y del sistema de relaciones sociales que se reproducen en su seno. Por eso, la ecología social no se contenta con la denuncia de los síntomas de la depredación ecológica, sino que se dirige directamente al cuestionamiento de la raíz que los causa. En este sentido, bien puede decirse que la crítica radical al imperativo capitalista de «crecimiento o muerte», (una expresión muy común en Bookchin que tiene su base en El Capital de Marx), ha sido siempre uno de los objetivos principales de la ecología social, y por eso muchos de los planteamientos actuales en torno al decrecimiento no le suenan a nada nuevo ni le son nada ajenos.
Por otro lado, a diferencia de la totalidad de ecologías que componen la gama de tonos del espectro verde, la ecología social no se contenta con el parcheo y el activismo puntual; ni con ir a remolque de ningún partido político, por muy verde que sea, sino que presenta su propia dimensión política constituyéndose como un cuerpo de ideas que tratan de construir una alternativa global a la sociedad. Y lo hace además sin ningún tipo de máscara ya que, la fusión que Murray Bookchin plantea entre anarquismo y ecología, no sólo resulta el aspecto más llamativo de sus ideas sino que se trata también del más productivo: la ecología social considera que los principios básicos que tradicionalmente el anarquismo propone como forma de organización social (descentralización, autogestión, cooperación, ausencia de jerarquías…) son los que más analogía guardan con el funcionamiento natural de los ecosistemas y que, por lo tanto, son los que mejor pueden inspirarnos a la hora de imaginar una sociedad armónica consigo mismo y con la naturaleza.
La municipalización de la economía
Pero donde más se concreta la propuesta política de la ecología social es en la formulación del «municipalismo libertario» en tanto que organización social y económica de carácter comunalista. En ella, el municipio se percibe como la unidad de convivencia básica que puede facilitar que el «logos común» fluya y adopte la forma de democracia directa. La vida económica del municipio se concibe como una «municipalización de la economía», tanto en el sentido de propiedad comunal como en la dirección colectiva de la propia economía local. Frente a la las formas de centralización y de concentración de poder, este municipalismo de base apuesta por la confederación de municipios regida por el intercambio y el apoyo mutuo.
Naturalmente, Bookchin, que es autor de trabajos como Los límites de la ciudad (1974), estudió a fondo los modos de organización social en nuestra cultura que históricamente no se han regido por la lógica estatista. Y, obviamente, se inspiró en concepciones como el Municipio Libre que afloraron en nuestra experiencia republicana y que este autor norteamericano también estudió. En 1984 escribió sus conocidas Seis tesis sobre el municipalismo libertario y, por ejemplo, en marzo de 1989, el grupo anarquista con el que desde finales de los setenta luchaba desde la pequeña ciudad de Burlington (Vermont, USA) se presentó a elecciones municipales – que es una posibilidad que su concepción contempla- con un programa que, en primer lugar, se refería a la cuestión del crecimiento como el problema «más acuciante»; al mismo tiempo que pedía una moratoria del crecimiento para que los ciudadanos «tengan tiempo» de decidir en asambleas abiertas cómo desean que sea el desarrollo de su comunidad. Otros puntos del programa eran «la compra por parte de la municipalidad de tierras libres» y «la creación de una red directa entre agricultores y consumidores para fomentar la agricultura local».
Visto, pues, desde la óptica y las alternativas que en la actualidad se esbozan en el seno del movimiento por el decrecimiento y, especialmente, en el hincapié que éste hace sobre cuestiones como la «relocalización» de la economía, la «economía de aproximación» o la revitalización de la experiencia comunitaria, creo que está claro que la Ecología social, y las enseñanzas que Murray Bookchin ha aportado, tienen suficiente sustancia como para merecer una precisa atención. Sobre todo si lo que se desea desde el decrecimiento es construir un movimiento internacional verdaderamente transformador, y no una «red» ciudadanista más o menos progresista y sofisticada.
(Artículo publicado en catalán en el monográfico «Decrecimiento» de la Revista Illacrua, Nº 161, septiembre de 2008, págs. 26-27.)