Este texto fue originalmente publicado en las páginas del CSCA y de Rebelión el 12 de octubre de 2003, pocos días después de la muerte de Edward Said, y recogido después en el libro «Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos» (Santiago Alba Rico, Editorial Hiru, Hondarribia 2006).
Decía Robert Fisk hace unos días, en medio de otros elogios, que su amigo Edward Wadi’a Said era a veces un hombre «enojado». Los que sólo lo conocimos a través de su obra, pero lo leíamos al mismo tiempo con asiduidad y compromiso -hasta el punto de incorporarlo poco a poco, en este mundo de ángulos e intemperies, al círculo intenso de los parientes de lucha, como antes se hablaba de los «parientes de leche»-, no dejamos de percibir este «enojo» que, de una manera creciente, se había ido apoderando de sus textos en los últimos años de su vida. Fue sin duda un largo proceso de acumulación, pero lo cierto es que este «enojo» se hizo conmovedoramente visible hace no mucho tiempo; creo incluso que podría datar su primera expresión pública en el verano del 2001, al hilo de una serie de artículos sobre Palestina de entre los que recuerdo al menos dos: «Muerte lenta: castigo detallado» y «Palestina: la verdadera atrocidad es la ocupación». En ellos el lector avisado se veía sorprendido, y sacudido, por un temperamento completamente nuevo: el desprecio por los gobiernos árabes, incluido el de la ANP, el horror ante la violencia israelí y la rabia frente a la manipulación mediática abandonaban de pronto el terreno de la denuncia estricta y del análisis soberano para expresarse un poco a empellones, con la agitación de un pecho que solloza. El hombre pudorosamente académico del que tanto habíamos aprendido se convirtió al final en otro delicadamente colérico que coloreaba (de un rojo vivo) su prosa de combate. Y aprendimos, si cabe, mucho más. El profesor de Columbia retrocedía a adjetivos sumarísimos («psicópata», «asesino», «secuaces») para localizar rápidamente la fuente de un dolor insoportable; y este contraste, tan espontáneo, tan sincero, tan bien fundado, derribaba la última defensa de la inteligencia, que a veces se refugia en el cinismo o la ironía precisamente para no entender. El «enojo» es mucho más limpio. El enojo de Said conmovía porque era justo. El enojo de Said conmovía porque era la sombra -y no el sucedáneo- de un pensamiento. Y el enojo de Said conmovía porque parecía tejer el destino de su pueblo, hebra con hebra, con el suyo propio: a medida que se agravaba la situación en Palestina, en efecto, se agravaba también su enfermedad. No pienso, desde luego, que Edward Said, al que el trabajo había protegido de toda forma de narcisismo, estableciese ninguna simpatía supersticiosa entre los dos procesos, pero sí que era consciente de que cuanto más lejos estaba la liberación de Palestina menos vida le quedaba para contribuir a ella. El enojo es, sobre todo, una cuestión de tiempo, de falta de tiempo. El enojo es un atajo; comprime la eternidad que aún necesitaríamos para encontrar la solución. Es una sublevación contra la finitud. Uno se enoja porque no tiene tiempo suficiente, pero uno se enoja también para compensar su angustiosa escasez: el enojo dice muy deprisa lo que podríamos decir más despacio si los días fuesen más largos y si la frase no se expandiese a medida que disminuyen nuestras horas. Lo que llevó a Said a la literatura, lo que hizo de él un extraordinario literato, fue el tic-tac inscrito, como su cronómetro y su antídoto, en la experiencia de la escritura: el tiempo. En «Fuera de lugar», su bellísimo libro de memorias, Said recuerda su primer reloj de pulsera, que escandía el orden inflexible de una jornada sin vanos ni treguas dominada en todo momento por «la culpa del tiempo desperdiciado», tanto más aguda cuanto más aumentaba su ritmo de trabajo. La sensación de que era «demasiado tarde», de ir siempre «por detrás» de sus obligaciones, de acumular cada vez más «retrasos» respecto de una tarea creciente -y la inseparable angustia del sueño experimentado como un descuento y no como un descanso- no le abandonó jamás. Durante su infancia, nos cuenta, aceptaba con alivio la enfermedad como una interrupción irresponsable de esta premura, pero naturalmente esto ya no le valió con la dolencia que le llevó a la muerte. «Ahora», escribía, «por una diabólica burla, me encuentro a merced de esta enfermedad dolosa que no perdona y en la que trato de no pensar, esforzándome con un cierto éxito en seguir viviendo en mi habitual dimensión temporal, con esa sensación de ir siempre con retraso, de tener plazos y no lograr hacerles frente, algo que comencé a advertir hace cincuenta años y que tengo casi perfectamente interiorizado. Pero en mi fuero interno me pregunto si, por una extraña inversión de valores, precisamente este sistema de deberes y de plazos no representa ahora mi salvación; incluso si sé bien, naturalmente, que la leucemia avanza imperceptiblemente, de un modo más oculto e insidioso que las agujas de aquel mi primer reloj que entonces llevaba sin darme cuenta de hasta qué punto medían mi mortalidad, dividiéndola en intervalos perfectos e inmutables de un tiempo que permanecerá incompleto por toda la eternidad». Pero -digámoslo claramente- el enojo de Said nos afectaría menos, nos enseñaría muy poco, si fuese sólo el resultado de su intolerancia de la finitud. El problema de Said no era el tiempo sino la Historia, donde el robo, el descuento, el retraso no son de ninguna manera inevitables, y donde la solución, por tanto, no viene impedida por la falta de minutos sino por la falta de escrúpulos, de conciencia, de coraje o de justicia. Su enojo, y el dolor subyacente, no se alzaba contra la injusticia de la mortalidad sino contra la mortal injusticia de la Ocupación. No es que la vida dure poco, es que esta injusticia es demasiado larga. Y fue Israel, y no Cronos, el culpable de que Said se muriera sin terminar de hacer los deberes.
Una imagen del enojo de Edward Said dio maliciosamente la vuelta al mundo. El 23 de mayo del 2000 el ejército israelí se retiró precipitadamente del sur del Líbano; el 3 de julio el intelectual palestino visitó el país donde había transcurrido parte de su infancia y no quiso dejar de sumar su alegría a la de los libaneses apenas liberados. Tras recorrer los siniestros pasillos de la prisión de Al-Khiam, donde el Tsahal había torturado durante años a miles de prisioneros, Said se acercó a uno de los puntos fronterizos con Israel e, imitando a una veintena de jóvenes, lanzó una piedra al otro lado, por encima de la valla y el alambre de espino. Sesentón y con leucemia, flaco y trajeado, se dejó llevar y lanzó también su piedra al campo vacío. El precepto evangélico dice: «El que esté libre de pecado que lance la primera piedra». Los israelíes, al igual que sus valedores estadounidenses, lo siguieron a rajatabla y no han vuelto a lanzar ni un guijarrillo a los desgraciados: en su lugar sólo usan aviones, misiles y bombas, lo que es un signo incontestable de su virtud superior. Una piedra es, efecto, demasiado poco, demasiado inofensiva, como para no ser un pecado. En un mundo donde sólo se respetan la tecnología y la fuerza y en el que los medios de destrucción justifican todos los fines, un guijarro tiene la monstruosa pequeñez de un desacato. La fotografía de Said lanzando su piedra demostró a los que sólo lanzan bombas de fragmentación (o las aprueban) que todos los palestinos son unos terroristas. Said recibió cartas con insultos y amenazas y se le intentó expulsar de la Universidad (porque a los «antisemitas» hay que tratarlos como el nazismo trataba a los judíos). Después de que le concedieran el premio Príncipe de Asturias, algunos de esos fanáticos que condenan las piedras y exaltan los misiles airearon el gesto para reprochárselo; otros, más moderados, se sintieron en la obligación de disculparlo. Por mi parte, no puedo dejar de incluir esa piedra entre sus méritos, junto a algunas de esas últimas frases que le salían como sarpullidos y que me conmovieron: el reflejo de un sabio que había sido niño en esa tierra y que tenía la sensación de haberse salvado tan poco como los que allí permanecieron. Esa piedra era la más tímida declaración de honestidad que pueda imaginarse, el impulso de una ingenuidad que había sobrevivido no sólo a las adversidades sino -mucho más difícil- al corruptor prestigio de las academias. Se agachó por las mismas razones, y con la misma naturalidad, que los jovencitos que lo rodeaban; y sintió al liberar el brazo el mismo gozo infantil y justiciero. Said explicó que había sido «un gesto simbólico de irreflexiva alegría» por la liberación del Líbano y yo lo creo. Pero creo también que, si hubiese tenido tiempo de pensarlo, hubiese hecho lo mismo. Said, que como palestino habría tenido tantas cosas que reprocharle, admiró siempre a Sartre y siguió admirándole incluso después de ese fugaz encuentro con él, a finales de los setenta, en el que vio al Maestro francés reducido a la mínima expresión, viejo, dependiente y casi prisionero de sus amigos judíos. Si Said, antes de lanzar la piedra, se hubiese detenido a reflexionar, tal vez no habría pensado en Sartre, pero habría pensado sin duda como él. Las únicas promesas que se pueden mantener son las que se hacen al lado de otros, al mismo tiempo que otros, y prometer y proyectar son, de alguna manera, verbos sinónimos: com-prometerse es lanzarse hacia delante, por delante de uno, con un impulso compartido y desde un espacio común. Said siempre respetó a Sartre por lo mismo que otros, que sí lo hicieron, le guardaron luego tanto rencor: porque nunca escondió la mano. Y desde luego el palestino tenía muy presente en la memoria al hombre que rechazó el premio Nobel, el único de los grandes (aparte Brecht) que la CIA no pudo comprar para su «guerra fría cultural», cuando escribió «Sobre los intelectuales y el poder» en 1994, recordando que la función del intelectual «sólo puede ser ejercitada por aquellos a los que se sabe comprometidos a plantear públicamente las cuestiones que molestan, a enfrentarse a la ortodoxia y el dogma (y no a producirlos), aquellos que no son reclutables a voluntad por los gobiernos y las grandes empresas y cuya razón de ser es la de representar a todas las personas y todos los problemas sistemáticamente olvidados o dejados de lado». A lo que añade enseguida: «El intelectual, para este cometido, se basa en principios universales; a saber, que todos los seres humanos, independientemente de la nación a la que pertenezcan, tienen el derecho a esperar que se les apliquen las mismas normas de decencia y de comportamiento en materia de libertad y de justicia, y que toda violación de estas normas, deliberada o no, debe ser denunciada y abiertamente combatida». Juan Goytisolo escribió que Edward Said era el único «intelectual libre» del mundo árabe, lo que por desgracia hace tiempo que ha dejado de ser un pleonasmo. Aparte la consideración de que, fuera del mundo árabe, no tenemos tampoco mucho de qué jactarnos, estoy de acuerdo. Fue tan libre, tan valiente, tan engagé, que logró que el término «intelectual» volviese a evocar una actividad seria, de alto riesgo y altísima moral, y no una vía estética de acceso a los privilegios de este mundo. Said rehabilitó ese nombre y su sola presencia -su trabajo y su ejemplo- dejó sin derecho a usarlo a decenas y decenas de «intelectuales esclavos» que esconden la mano detrás de él para recibir a escondidas su recompensa.
En uno de sus últimos artículos, Said escribió que «la invasión de Iraq habría sido imposible sin la visión que los occidentales tienen del otro y concretamente de las sociedades árabo-musulmanas». Esta frase lapidaria resume la tesis que «Orientalismo» (1978) había desplegado exhaustivamente en 450 páginas de análisis, datos y referencias orientadas a desenmascarar una refinadísima técnica de poder que trabaja a partir, no del uso de las armas, sino del uso de la mente. La idea de que «una representación está eo ipso comprometida, entrelazada, incrustada y entretejida con muchas otras realidades, además de con la «verdad» de la que ella misma es una representación» llevó a Said a desentrañar la síntesis espontánea que es la condición misma de toda relación de dominio, en una aplicación práctica de las enseñanzas de Foucault. Para someter al otro hay primero que «verlo» y verlo es construirlo, codificar su figura a la medida de nuestros intereses y ambiciones. El descubrimiento de Said fue el de que, en las condiciones de una distribución desigual del poder material y militar, conocer al otro es ya ponerlo de rodillas, pero que -aún más- esas mismas condiciones son el resultado de un conocimiento performativo e interesado. El escándalo que su libro provocó tiene que ver con el hecho de que no se limitó a denunciar ciertos aparatos de propaganda -medios de comunicación o discursos políticos- sino que sometió expresamente a la luz de la crítica el campo del saber y sus pretensiones de objetividad. No ya Cromer o Balfour; Volney, Renan, Burton, Lane, Dozy, Humboldt, toda la pléyade de estudiosos (con Lewis o Gellner más recientemente) que configuraron desde el academicismo más diamantino el objeto de una ciencia volcada sobre un fantasma llamado Oriente, en realidad fabricaron con sus trabajos la «representación» -una verdadera escenografía- desde la cual se acometieron las invasiones, los saqueos y las matanzas de la política colonial. Las reservas con las que un ilustrado platónico como yo pudo acoger entonces algunas de sus conclusiones más extremas son insignificantes si se las compara con el efecto revolucionario que sus tesis tuvieron en la confortable fortaleza de los estudios orientales. Después de «Orientalismo», el objeto del saber occidental (que incluía a los propios intelectuales colonizados, condenados a reflejar las representaciones de la metrópolis o a buscar refugio en una tradición inventada) se sublevó de algún modo contra este lazo desigual y reivindicó el derecho a constituirse en sujeto de su propio destino epistemológico. Después de «Orientalismo», las nuevas generaciones de arabistas y estudiosos occidentales abandonan el pontificado arrogante de sus mayores y no tienen más remedio que aceptar -los que no lo hacen de buena gana- la necesidad de incluir la sospecha de sí mismos y la igualdad frente a sus colegas «orientales» como premisas de conocimiento a la hora de emprender sus investigaciones.
Años más tarde («Cultura e imperialismo», 1993) Edward Said extrapoló estas reflexiones al campo de la música y la literatura y, más concretamente, de la novela como género históricamente inseparable de la expansión colonial. Allí eran, no ya Renan o Humboldt, sino Austen, Dickens, Conrad y Kipling (algunos de mis autores favoritos y también -por cierto- de los suyos) los que supuraban bajo el análisis una complicidad inconsciente con el Imperio británico. Recuerdo haber leído la obra con un cierto desasosiego y haber llenado los márgenes de objeciones garrapateadas a toda prisa, algunas de las cuales me siguen pareciendo pertinentes. Tenía la sensación de que, bajo el brillantísimo y muy seductor despliegue de erudición y sutileza, Said se abandonaba a una especie de «exceso hermenéutico» que paradójicamente anulaba la voluntad de intervención -y curación- que lo había puesto en marcha. Pero ahora espigo al azar dos frases y me parecen inapelables. «El poder para narrar», escribe, «o para impedir que otros relatos se formen y emerjan en su lugar, es muy importante para la cultura y para el imperialismo, y constituye uno de los principales vínculos entre ambos». Y también: «Casi sin excepción, los discursos universalizadores de la Europa moderna y de Estados Unidos presuponen el silencio, voluntario o no, del mundo no europeo». El colonialismo, el imperialismo, la desigualdad misma del capitalismo es en efecto una forma de mirar el mundo; la construcción del otro es, sobre todo, la de una mirada que se lo representa no sólo en silencio sino vacío de existencia o provisto tan sólo de una existencia degradada o de inferior calidad. Hoy, después de Afganistán y de Iraq, mientras periódicos, políticos y telespectadores se robustecen en el más sereno y hasta ingenioso desprecio por el otro, mientras novelistas de talento se pasean por Bagdad -como los egiptólogos de Napoleón en Egipto- protegidos por las fuerzas de ocupación con su bloc de clichés en la mano, mientras el viento y la tormenta seleccionan sus blancos y «Occidente» demuestra su potencia cultural instalando Dictaduras y Parques Temáticos por doquier, conviene volver a leer esas páginas rigurosas para comprender hasta qué punto la cultura más pretendidamente universal de la historia de la humanidad sigue encerrada en los estrechos límites mentales de una tribu guerrera del Amazonas.
Pero conviene volver a leer, sobre todo, «Fuera de lugar», su bellísimo, extraordinario libro de memorias (1999). Y esto por dos motivos. El primero es su excepcional valor literario, que lo convierte, a mis ojos, en una de las grandes obras narrativas de las últimas décadas. Es difícil leerlo sin quedar literalmente subyugado, hechizado, maravillado por esa lenta, exquisita floración de la memoria y todas sus complejísimas raíces trepadoras. Said imprime a cada página la delicadeza, precisión y sigilo con las que recubre el mundo, de pronto, una lluvia muy fina. Mientras lo leía hace dos años me acometía un poco el malestar de que Said hubiese perdido el tiempo -sin dejar de hacer nunca sus deberes- dedicándose más a la crítica que a la creación literaria; pero me daba cuenta simultaneamente, por la propia fuerza del relato, de que todo ese tiempo perdido, como ocurre en Proust, se revelaba ganado en las páginas de su autobiografía. Y es que algo muy proustiano, en efecto, baña todo el libro. Sólo recordamos por lo general los grandes acontecimientos (una muerte, un incendio, una conversión) y las fechas particularmente señeras (las que aprendemos en el colegio o nos inflige la tradición); y de esa manera se nos escapa una y otra vez lo más decisivo de una vida: la costumbre. La costumbre, que deja cicatrices en el carácter, no deja huellas en la memoria. Proust fue capaz de inventar un procedimiento literario para registrar y recuperar lo Invisible, ese flujo de repeticiones y conchitas, inasible por definición, que construye en silencio nuestra personalidad y forja los resortes de nuestra percepción. Said lo consigue con tan paradójico distanciamiento -porque el material, como la araña, lo saca de su interior- que el «yo» así desplegado es una sucesión de pequeños espesores, la larga duración de una especie, un deslizamiento geológico que produce diminutos montículos de felicidad o de dolor. Si es difícil no sucumbir al talento de Said, es difícil también no admirar su discreción: ni una concesión a la autocomplacencia ni a la vanidad; se examina a sí mismo como si se hubiese encontrado en el camino, igual que uno encuentra una piedra o un escarabajo y carga con ellos hasta el final del viaje.
Pero no sólo en este sentido «Fuera de lugar» es un libro «proustiano». Lo es también porque, ocupándose tan sólo de sí mismo, de su propia «educación sentimental», del diminuto hormiguero de sus impresiones privadas, Said logra levantar alrededor, como Proust, un mundo común, el relato entero de una época y la experiencia de su derrumbe. Y éste es el segundo motivo que hace inexcusable su lectura. Porque su valor literario le proporciona un valor testimonial añadido, la fuerza de una revelación que sacude el alma con el manotazo negro de una catástrofe. El derrumbe que describe Said casi sin quererlo no es, al contrario que el de Proust, el de una clase social languideciente; es un derrumbe mucho más grande, más salvaje y, sobre todo, mucho menos inocente; es el derrumbe de cientos de Torres Gemelas sin una mala cámara que lo registre, al margen o con la complacencia de la mirada occidental; el derrumbe de una sociedad, de un país, de un mundo, no bajo el empuje silencioso e incruento de sus propias fuerzas internas, sino por efecto de una agresión brutal, premeditada y consentida, en la que la expulsión de la gente, la reocupación o destrucción de las casas, el cambio de nombre de las calles y el cambio de lengua de los rótulos acompañaron y acompañan al proyecto de liquidación física de todo un pueblo: Palestina 1948, la «nakba», el eje simbólico de un crimen que afecta ya a al menos a tres generaciones de palestinos y que nos importa menos que la salida al mercado de un nuevo producto de Microsoft. Eso es lo que Said cuenta también en «Fuera de lugar» y con una eficacia mucho mayor que sus libros sobre los acuerdos de Oslo o sus artículos sobre Israel o el sionismo estadounidense. Las razones de esta mayor eficacia tienen que ver, sin duda, con sus virtudes literarias, pero refleja al mismo tiempo los límites de nuestra mirada, como si Said hubiese querido servirse -conscientemente o no- de la misma síntesis reductora que combatió. Said vivió en una casa parecida a la de mi padre (o a las que yo mismo habité en El Cairo) y no en una tienda; se desplazaba en automóvil y no en camello; fue un extraordinario pianista y escuchaba la misma música que yo; había leído los mismos libros y se había exaltado con los mismos poemas; los palestinos, pues, son como nosotros. ¿Humanos? ¿Occidentales? Sea como fuere, Said utilizó contra ellas esa experiencia de comunidad cultural que las élites sionistas movilizaron para despertar las simpatías de Europa; y este efecto de identificación y reciprocidad produce una sacudida moral y afectiva en el lector europeo, que ya no puede seguir ignorando el dolor de un semejante. Aunque sólo sea por esto, habría que imponer «Fuera de lugar» como lectura obligatoria de la ESO, junto a «Matar un ruiseñor» de Harper Lee y «Si esto es un hombre» de Primo Levi.
Una serie de dis-locaciones o bi-locaciones (árabe, pero cristiano; palestino, pero estadounidense; educado en la lengua del Corán y en la de Shakespeare), ascendió a Said al privilegio de un dolor que él siempre quiso que siguiera siendo el dolor de un privilegio. Los fanáticos que condenan las piedras y aplauden los misiles reprocharon a Said sus críticas a Israel, pero también el lugar confortable desde el que estaban hechas. Más confortable hubiese sido no hacerlas, como ocurrió con tantos otros que, llevados de una comprensible pero abyecta gratitud o de un complejo de inferioridad típicamente colonial, han acabado agradeciendo sus ventajas personales con un «americanismo» fundamentalista e incondicional. «Como americano que lleva una vida de privilegio y estudio en la Universidad de Columbia», declaró Said en su discurso de aceptación del premio Príncipe de Asturias en el 2002, «donde he tenido una suerte enorme en mi vida como profesor, llegué a comprender muy pronto que tenía que elegir entre olvidarme de mi pasado y de los muchos familiares que se convirtieron en refugiados sin hogar en 1948 o dedicarme a paliar los efectos de los traumas producidos por el sufrimiento y el despojo escribiendo, hablando y dando testimonio de la tragedia de Palestina. Me enorgullece decir que escogí este último camino y con él la causa de una política estadounidense no militarista y no imperialista». Habrá quizás diez intelectuales tan honestos como él; cien con una preparación igualmente sólida; mil con su misma inteligencia; y hay, desde luego, miles de hombres comunes igualmente combativos. Pero era el único intelectual al mismo tiempo honesto, preparado, inteligente y combativo cuyas palabras sobre Palestina eran reproducidas por cincuenta periódicos y sus libros difundidos en 30 lenguas. Por eso, la Palestina afónica ha perdido momentaneamente la voz. Said murió enojado, con una pluma temblorosa en la mano y pidiendo a su hija que continuase la lucha. Esa lucha es de todos, sí, pero es en la propia Palestina donde su legado tiene que fructificar. Said, que admiraba la resistencia de sus compatriotas, entendió muy pronto que las armas nunca podrían triunfar sin neutralizar la propaganda sionista con un discurso riguroso que se sirviese de sus propios medios. Si no se podía ser más fuerte que ellos, había que ser más justos, más inteligentes, hacer sonar más alto las verdades que sus mentiras. Había que destinar recursos a la persuasión de la opinión pública. Había que seguir produciendo militantes, pero también buenos políticos, testigos de crédito, intelectuales libres capaces de hacer oír su voz en los foros internacionales. Palestina, que se ha quedado ronca de tanto gritar, tiene que cambiar de garganta. Said les ha mostrado el camino.
Cuando acabo de redactar estas líneas, leo la noticia de que aviones israelíes han bombardeado Siria por primera vez en veinte años y Bush ha declarado que «Israel no debe sentirse constreñida en la defensa de su territorio» (ni siquiera por su propio territorio: lo que es una bonita y hitleriana forma de decir que las agresiones de Israel, como las de EEUU, no pueden ser contestadas y que los agredidos, los ocupados, deben «constreñirse» hasta desaparecer). Imagino el «enojado» artículo que habría escrito hoy Edward Said y lo echo de menos. Apropiémonos su enojo y abonémoslo con su rigor, su honestidad y su inteligencia. El amigo, el maestro, el enojado Said ha muerto; continuemos su lucha y más tarde le daremos las gracias en una plaza palestina de la Jerusalem liberada.