El 1º de febrero de 1979, tras meses de revueltas populares reprimidas brutalmente, regresa a Irán el ayatolá Ruhola Jomeini. Su arribo sellaba el derrocamiento del régimen dictatorial y pro-occidental de la familia Pahlevi, instaurado en el país tras el golpe de estado organizado por la CIA contra el gobierno nacionalista de de Mossadeq. El […]
El 1º de febrero de 1979, tras meses de revueltas populares reprimidas brutalmente, regresa a Irán el ayatolá Ruhola Jomeini. Su arribo sellaba el derrocamiento del régimen dictatorial y pro-occidental de la familia Pahlevi, instaurado en el país tras el golpe de estado organizado por la CIA contra el gobierno nacionalista de de Mossadeq. El 1º de abril, después de un referéndum, Jomeini proclamaba la República Islámica de Irán, bajo signo antiestadounidense. Pocos meses después, el 19 de julio de ese año 1979, otra revolución popular, ésta encabezada por guerrilleros sandinistas, tumbaba a la dictadura más antigua de América, impuesta también por EEUU en 1934.
A contrapelo de los análisis de sus servicios secretos y oficiales políticos, Washington contemplaba impotente el derrumbe de dos de sus regímenes gendarmes, en regiones consideradas de vital importancia: el golfo Pérsico y Centroamérica. La «pérdida» de Irán rompía el cerco estratégico en torno a la región del petróleo, formado por Turquía, al norte, Israel en el centro, Arabia Saudí en el sur e Irán, al oeste.
La reacción no se hizo esperar. El temor de que el ejemplo iraní se extendiera por toda la región fue neutralizado con una guerra de agresión. El régimen de Sadam Husein, armado hasta los dientes por EEUU y Europa Occidental y financiado por las petromonarquías del golfo, invadió Irán en septiembre de 1980. Sadam era, entonces, el adalid de Occidente y de los regímenes reaccionarios árabes. El objetivo era que la agresión bélica terminara destruyendo la república islámica. No ocurrió. Los ocho años de guerra fortalecieron a la República Islámica y sentaron las bases para que Sadam quisiera cobrar el inútil sacrificio de Iraq anexionándose Kuwait. La guerra fracasó, pero el «efecto islámico» fue, efectivamente, neutralizado por décadas. EEUU, por demás, hizo de Egipto el gendarme sustituto de Irán y de Mubarak el nuevo Sha.
En Nicaragua, EEUU organizó un movimiento contrarrevolucionario basado en Costa Rica y Honduras, iniciando una guerra criminal -condenada por la Corte Internacional de Justicia, en 1986- que, a la postre, determinó el fracaso de la revolución sandinista.
No obstante, Washington sacó una lección de aquellas dos revoluciones: entendió que las dictaduras militares ya no le garantizaban el control de países clave. Podían provocar lo opuesto, es decir, servir de elemento aglutinador y movilizador contra esas tiranías.
Inició, pues, una nueva política en Latinoamérica, cuyo núcleo central era que EEUU gestionara la caída de las dictaduras militares, para sustituirlas por democracias controladas. Dictadores y dictaduras fueron cayendo sin prisa, pero sin pausa, de Argentina (1982) a Chile y Paraguay (1989, donde el dictador Stroessner fue derrocado por su yerno), pasando por Brasil (1985). En el repique, se fue también la dictadura de Ferdinand Marcos, en Filipinas, en 1986, sustituido por Cory Aquino, viuda del asesinado dirigente Benigno Aquino (fórmula seguida en Nicaragua en 1990, contra el sandinismo, llevando de candidata a la viuda del asesinado Pedro Joaquín Chamorro).
Viene esto a cuento porque la ola de movimientos populares antidictatoriales, iniciada en Irán hace 32 años, reaparece de forma inesperada -igual que en 1979- en una región que Occidente ha intentado mantener, hasta ahora con éxito, al margen de cualquier contagio democrático. Mientras en Latinoamérica se derrumbaban las dictaduras, dando lugar a poderosos movimientos de cambio y al resurgir de la izquierda, en el Mundo Árabe ocurría lo contrario. En Argelia, la victoria democrática del Frente Islámico de Salvación (FIS), en 1992, fue abortada por un golpe de estado y una sangrienta guerra civil, con 200.000 muertos. El triunfo legal y legítimo de Hamas, en Gaza, en 2006, fue respondido con un bloqueo inmoral, seguido de la criminal agresión israelí de 2008.
Los tiempos han cambiado y, sin Guerra Fría, nada puede justificar golpes de estado o invasiones extranjeras para aplastar con sangre revueltas populares, como la triunfante en Túnez o la que está en marcha en Egipto, y que se está extendiendo por otros países.
Pero Egipto no es Túnez. País gendarme en la región más volátil del planeta y contrapeso musulmán al creciente poder e influencia de Irán, Egipto es la pieza más estratégica de la región, después de Israel. Por esa causa, el levantamiento popular egipcio no seguirá el relativamente fácil derrotero del tunecino. Detrás de las masas alzadas, Washington, Tel Aviv y Riad mueven agitadamente sus peones para evitar que Egipto pueda «extraviarse» o, peor, «perderse», como se perdiera Irán en 1979. No yerra la cadena Al Yazira al calificar lo que está ocurriendo como «la batalla por Egipto».
El retorno de Mohamed Al Baradei ha sido una jugada dirigida a tener disponible a un eventual sustituto moderado (un «Cory Aquino» egipcio), en caso de hacerse urgente, como en Filipinas en 1986 o Paraguay en 1989, el relevo de Mubarak, Al Baradei tiene reúne buenos requisitos para sucederle. Es moderado, respetado, de derechas, próximo a Occidente. Un personaje gatopardiano, que lo cambiaría todo sin que cambiara nada, sobre todo el papel de gendarme que posee Egipto. Porque nada podría ser peor para ciertas potencias extranjeras que un renacimiento del nacionalismo árabe y del espíritu anti-israelita egipcio, en cuyo enterramiento Mubarak jugó un papel esencial.
El establecimiento de sistemas verdaderamente democráticos, por más que se hable de ellos, no deja de el sueño unas cuantas potencias occidentales, porque, parafraseando la ominosa frase de Kissinger sobre Chile, en 1973, los pueblos tienden demasiadas veces a actuar irresponsablemente, eligiendo a personajes dudosos (como Allende). El caso del FIS, en Argelia, y el éxito de Hamas, en Gaza, demuestran que, dejados a su libre albedrío, los pueblos pueden votar peligrosamente. Miren, si no, a Latinoamérica, que, tras la ola sucesiva de revueltas populares en los años 90, se tiñó de un encantador -e incómodo- rojo-rosado democrático, con pueblos que son, al fin, dueños de sus países.
* Autor de Ensayo sobre el subdesarrollo: Latinoamérica, 200 años después.
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