Nada más aterrizar en España en febrero de 2009, Norberto Luis Díaz, cardiólogo formado por la Cuba revolucionaria, el primer nieto de españoles que recibió la nacionalidad española por la Ley de Memoria Histórica, dijo, en una entrevista en la Cadena SER de radio, algo así como: «¿Crisis en España? A mí, que llevo 38 […]
Nada más aterrizar en España en febrero de 2009, Norberto Luis Díaz, cardiólogo formado por la Cuba revolucionaria, el primer nieto de españoles que recibió la nacionalidad española por la Ley de Memoria Histórica, dijo, en una entrevista en la Cadena SER de radio, algo así como: «¿Crisis en España? A mí, que llevo 38 años viviendo en crisis, no me lo parece». Ante sí, este cubano que desertaba de la trinchera de la solidaridad y la penuria compartida tenía las deslumbradoras luces del primer mundo recientemente abrazado por un país que hace nada exportaba, como Cuba, emigrantes, y que últimamente había sido mostrado por la prensa estadounidense o las autoridades económicas del neoliberallismo como una economía dinámica que hacía buenas con creces las titilantes ventajas de la privatización y la desregulación. Dejando atrás la voluntad de resistencia representada por la isla socialista, renunciando a la lucha colectiva de su pueblo, bastión de la retaguardia de la impresionante reacción latinoamericana contra el consenso de Washington, o sea, contra la nueva vuelta de tuerca del saqueo de los pueblos que Naomi Klein bautiza con exactitud como capitalismo del desastre, el médico recién españolizado encajó a la perfección, nada más pisar la piel de toro, en el tejido social anémico y al tiempo tragón que sostuvo el milagro español y que ahora sufre en resignado silencio político las consecuencias de la cicatería bancaria y el reventón inmobiliario. Bastaba ver los coches, los escaparates, los edificios bien cuidados, los paseantes bien ataviados, el bombardeo publicitario (y cerrar un poco los ojos ante los mendigos, los inmigrantes sin trabajo, las periferias abandonadas o directamente chabolistas) para declararse enamorado del capitalismo español, tan rico, tan brillante, tan aparente.
Norberto Luis Díaz se bautizaba así en su españolidad porque se unía sin reparos a la frivolidad acrítica con la que por estos lares se suele asumir el sálvese quien pueda como doctrina social elemental, más allá de cualquier posibilidad de razonar o solidarizarse. El proceso por el cual los trabajadores españoles han ido perdiendo capacidad adquisitiva y dignidad en las condiciones de trabajo, al mismo tiempo que se liquidaba por debajo todo atisbo de resistencia política efectiva ante el poder absoluto del capital, le importaba tan poco al cardiólogo cubano como a la mayor parte de los hijos de vecino que miran hacia la historia a través del Telediario o la cadena SER, como meros intermedios entre programas de telebasura, eventos deportivos o películas de Hollywood.
Desde el punto de vista de la capacidad de movilización y de generación de un discurso social de resistencia, el emigrante cubano neoespañol se asentó en las antípodas de su patria de origen. No tiene delante un pueblo que sepa unirse para combatir y plantar cara, ni siquiera podrá escuchar ni un susurro que le recuerde a la ingeniosa, criticona, a veces cínica radio Bemba que circula de boca en boca en La Habana. Hoy por hoy no tendrá más remedio que oír, eso sí, el griterío de la tele, y a poco que abra los ojos podrá sentir la soledad de muchos, el aislamiento, la ignorancia, la impotencia de los desposeídos.
El gobierno español, siguiendo los dictados de Washington y de los mercados, es decir, los grandes capitales, ha decidido empobrecer de golpe a su pueblo llano reduciendo a lo bestia el gasto público, principalmente en su faceta de redistribución de renta y de garantía de condiciones de vida de los empleados públicos, familias, personas dependientes y pensionistas. Sin tocarle ni un pelo a la oligarquía que manda (valga la redundancia), el ejecutivo de Zapatero primero se endeudó para prestar muy barato dinero a los bancos, que con ese mismo dinero han comprado la deuda pública con la que se financió el préstamo… la cual rinde un interés más alto. El sistema financiero recibe liquidez del Estado para luego cobrarle intereses mayores al rescatador y especular con las deudas que se vio obligado a contraer para el rescate. Comenzaron con un chantaje (si quiebra la banca por sus malas prácticas nos vamos todos a la mierda) y, superado éste, llega el siguiente (especulamos con la deuda y si no nos proporcionan inmediatamente y sin tregua más jugos económicos exprimidos a los trabajadores, haremos quebrar la hacienda pública, el euro y lo que haga falta). Hasta que seamos indonesios en condiciones de explotación, servicios sociales y capacidad adquisitiva quedan muchas vueltas de tuerca que dar. ¿Qué reacción se puede esperar ahora del pueblo trabajador español, vendido por sus dirigentes, entregado por completo a los designios de poderosas instancias económicas que nadie ha elegido y que nunca están satisfechas? En la felicidad de las chucherías de todo a cien, acostumbrada a que la brutal explotación en otras latitudes garantice el nivel de consumo-basura, seducida en buena medida por la xenofobia o el fascismo nacionalista-deportivo, la clase obrera española, que en general gusta de autodenominarse clase media, se acaba de llevar un ajuste que es como un puñetazo en la barbilla del muerto. ¿Resucitará algo? Con los puntapiés recibidos hasta ahora (más de cuatro millones de parados, aumento de la precariedad, problemas serios con los bancos…) el cadáver seguía tan cadáver que el pasado sábado ocho de mayo, en el paso por Mérida de la «Marcha Lisboa-Madrid contra la crisis» éramos apenas una docena de personas los que recorrimos la ciudad escoltadas por un batallón de policías que sumaba bastante más del doble de efectivos. Cuando el minúsculo grupo de manifestantes se integró en el río de gente que recorría, como siempre, los escaparates de la calle Santa Eulalia de la capital de Extremadura, seguimos gritando consignas de lucha cargados de razón, ridiculizados en nuestras pretensiones políticas por el número, ya que parecíamos otra familia que pasea, aunque evidentemente loca de atar o colocada de quién sabe qué droga. «Somos profetas», intenté consolar un poco el desasosiego que nos invadía… «¿Lo éramos?», me pregunto hoy mientras asimilo las consecuencias del anuncio público del mayor recorte social de la historia reciente. Más nos vale.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rJV