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El arte de ser ciudadano en Cuba

Fuentes: Rebelión

(…) gira inexorable el otro engranaje, la noria invisible de las transgresiones. Jorge Drexler Desde la génesis de la nacionalidad cubana el sillar de nuestra cultura política ha sido el Derecho. Su comprensión como instrumento contra la intolerancia, el despotismo y poderosa arma y escudo de la conquista y defensa de la justicia, fue desarrollada […]

(…) gira inexorable el otro engranaje,

la noria invisible de las transgresiones.

Jorge Drexler

Desde la génesis de la nacionalidad cubana el sillar de nuestra cultura política ha sido el Derecho. Su comprensión como instrumento contra la intolerancia, el despotismo y poderosa arma y escudo de la conquista y defensa de la justicia, fue desarrollada y legada por los padres fundadores de la independencia cubana como un contenido ético sumamente poderoso.

Que esa herencia ética fuese trasvasada y apropiada en las luchas de las generaciones siguientes sería decisivo también para que el Derecho dejara de ser visto como un saber de élites y se convirtiera en un saber popular. Precisamente en ese conocimiento y uso popular del Derecho es donde puede encontrarse la matriz de la que nace ese pequeño gigante histórico de las metas y los sueños del hombre y la mujer cubana: el ciudadano.

Ser ciudadano implica poseer una identidad y unas prácticas políticas y sociales cotidianas comprometidas con la búsqueda del bien común a partir del explícito reconocimiento de las diferencias de opiniones que tenemos en relación a casi cualquier asunto. Esa reivindicación de la diferencia y la necesidad de alcanzar entre todos el acuerdo más beneficioso para la colectividad es también expresión del grado de civilización que ha alcanzado una sociedad.

Los atenienses, que durante algo más de un siglo desarrollaron de un modo muy singular y extraordinario la concepción del hombre como animal político y de lo público como esfera de realización espiritual de las personas, llamaron sin embargo idiotas a aquellos desinteresados en lo colectivo, y que, por el contrario, vivían absortos en lo privado, en la consecución individual y egoísta de sus intereses.

La larga tradición republicana derivada de esa experiencia, que llega hasta nuestros días atravesando toda suerte de obstáculos y luchas – y es preciso decir, mucha sangre y escarnio – en su finalidad libertaria, emancipadora y democrática, consagraría desde un inicio el principio del Imperio de la Ley como valladar frente al abuso del poder, y prestaría por ello especial importancia a la educación de la población en valores y prácticas que asegurasen tanto la vocación de servicio de los funcionarios electos como la relación política de igualdad entre estos y los ciudadanos.

Desde esa comprensión política, la capacidad del comportamiento individualista de pervertir progresivamente el funcionamiento de las instituciones y lo que es tan importante, degradar el desarrollo de lo civilizatorio y democrático alcanzado por cualquier sociedad, era y sigue siendo algo que no se puede subestimar.

Cada niño o niña que aprende de los adultos a jerarquizar sus intereses en detrimento de los intereses de otro, será incapaz mañana de reconocer, de compartir, de confiar, de creer, en el otro, y esa es una de las claves fundamentales de la hostilidad, el miedo, la intolerancia y el odio social.

En igual sentido operan las dinámicas de relacionamiento político a partir de las cuales funcionarios públicos -electos o no, y con independencia del nivel organizacional al que pertenezcan- se consideran por encima de los ciudadanos y trastocan la ética de servicio a ellos en una cultura de poder generadora de sumisión y miedo, cuando en realidad, si ocupan funciones, es porque éstas son determinadas por un mandato popular al que tienen que obedecer. De hecho, el término mandatario, y habrá que repetirlo miles de veces, describe por el contrario al que obedece y cumple el mandato dado por el mandante. Una deformación similar ocurre, si se quiere, puede que como una secuela de lo anterior, con la novísima, moderna y aséptica forma de referirse a los funcionarios como decisores, atribuyéndoles a ellos la capacidad que sólo tienen los ciudadanos, que son y deben ser, en primera y última instancia, los decisores.

Por todo ello, importa en Cuba, y a la sobrevida y relanzamiento utópico y democrático del Socialismo, apropósito de una educación para la ciudadanía, entender que sin asumir las diferencias de opiniones, sin tomarlas en cuenta, difícilmente se podrá expandir su propuesta de paradigma del bien común a su máxima expresión. En ese camino habrá que superar también y de una vez, la maniquea concepción que ha pretendido gestionar durante demasiado tiempo entre nosotros una versión reductora y despolitizada de la participación que la minimiza al hecho de estar presente, a concurrir, o ser informado o consultado, cuando en realidad no es eso en puridad, y aunque importante, la participación es tan sólo uno de los comportamientos políticos necesarios para que los ciudadanos logren alcanzar el bien común en una sociedad política.

Una educación en los valores republicanos, una educación para la ciudadanía, a la que Carlos Marx y José Martí confiaban el propio éxito de la Revolución, implicará convertir en una práctica cotidiana la participación de ciudadanos en el espacio público desde claves que promuevan la iniciativa y la acción social plena, autónoma y auto determinada. Pero también revindicando que es necesario a nuestra ecología política cada vez más:

Confrontar, porque sólo confrontando, discutiendo, se pueden saber lo que piensa el otro, cómo pensamos todos, definir y explicar las ideas y argumentos, apreciarlos, estimarlos, ver las cuestiones que nos separan, las que nos unen;

Negociar, legitimar y enaltecer la necesidad de hacerlo desde el reconocimiento y aceptación de las diferencias con los que aún coincidiendo en algunos aspectos no lo hacen en otros muchos, con los que contrapuestos con casi todo coinciden en algunos otros, porque ello permite valorizar e incluir en vez de descalificar y excluir, aprender a conceder en los menos importante y sostener los principios, saber lo innegociable, porque es imposible llegar a un acuerdo sin hacerlo, porque es imposible alcanzar la unanimidad absoluta de criterios;

Buscar consensos, enseñar, como una metodología de la política lo imprescindible de elaborar los consensos partiendo de todos los disensos existentes, porque ello significa anudarse alrededor de todo lo que podemos compartir aún desde posiciones distintas, coincidir en lo esencial y hacerlo colectivo más allá de los desacuerdos, porque es la manera más eficiente, decente y armoniosa de hacer viable un proyecto, porque no se trata de una mayoría sobre la minoría sino de una mayoría con la minoría, de una minoría acompañando a la mayoría;

valorizar el procedimiento para la toma de acuerdos, e inculcar el compromiso con lo acordado, porque acaso es la única forma en que una sociedad avance sólidamente hacia sus metas, fomentando, perfeccionando y creyendo desde lo individual hasta lo colectivo, en los procedimientos para lograr acuerdos y comprometiéndose con los resultados del proceso aunque se no se alcancen desde un primer momento los objetivos perseguidos luego de confrontar, negociar, de alcanzar consensos, porque la ausencia de compromiso con el resultado acordado es la señal más evidente de la fractura del procedimiento democrático y de una sociedad, porque el ciclo político del que depende la democracia no se repetirá si las mayorías o las minorías desertan del cumplimiento de lo acordado, porque luego ellas mismas no podrán invocar y elaborar un nuevo consenso político, porque a la mayoría – siempre circunstancial – le hace falta la minoría.

Todo ello es parte del pensamiento republicano, y de su hasta ahora inextinguible raíz revolucionaria y democrática. No hay ingenuidad alguna en esas ideas. Debo insistir, están pagadas centímetro a centímetro con la sangre, el dolor y la frustración de generaciones enteras que, incluso derrotadas, siguieron creyendo en ellas.

Dentro de muy poco tiempo los comunistas en Cuba tendrán una reunión a todas luces trascendental. De muchas formas, lo que en ese proceso ocurra – ha sido siempre algo más que un cónclave – será una holografía de lo que somos y podemos ser, de lo que queremos ser, pero no hay que olvidar que las finalidades de esa organización y su enorme influencia en la sociedad cubana, ha dependido sobre todo de su capacidad de interpretar el bien común y saber cómo alcanzarlo entre todos y con todos.  

Hace unos días una muchacha preguntó a varios compañeros si ella era una ciudadana y casi a coro le respondimos que bastaba con que lo sintiera para serlo. Hacer esto, sentirse ciudadano o ciudadana, no depende de nadie, mucho menos de las circunstancias, tampoco requiere de tener el valor y la imaginación de Alejandro Magno cuando cortó el nudo gordiano en su juventud, ni siquiera eso. Quizás baste con interpretar íntima y certeramente el legado dejado por un poeta del oriente cubano, Regino E. Boti, en su poema Luz:

¨Yo tallo mi diamante,

yo soy mi diamante.

Mientras otros gritan

yo enmudezco, yo corto, yo tallo,

hago arte en silencio¨

Hay que entender la complejidad de toda rebelión interior, porque como ya sabemos la ciudadanía en Cuba, tampoco se hace en silencio.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.