Martín Alonso Zarza es doctor en Ciencias Políticas y licenciado en Sociología, Filosofía y Psicología. Formó parte del grupo de expertos de la Escuela de Paz de Bakeaz (Bilbao). Los dos libros en los que centramos nuestra conversación -acaso un único libro dividido, por ahora, en dos volúmenes- han sido publicados por El Viejo Topo […]
Martín Alonso Zarza es doctor en Ciencias Políticas y licenciado en Sociología, Filosofía y Psicología. Formó parte del grupo de expertos de la Escuela de Paz de Bakeaz (Bilbao). Los dos libros en los que centramos nuestra conversación -acaso un único libro dividido, por ahora, en dos volúmenes- han sido publicados por El Viejo Topo en 2015 y 2016 respectivamente. El primero con el subtítulo: «La génesis del problema social; el segundo con el de «La intelectualidad del ‘proceso».
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Acabas de publicar dos libros en El Viejo Topo con el título: El catalanismo, del éxito al éxtasis. Mi felicitación más sincera. Déjame preguntarte por el concepto: ¿cómo debemos entender el catalanismo en tu opinión? ¿Qué definición propones?
Consideré la posibilidad de dedicar un capítulo al análisis conceptual con los instrumentos de la teoría política; hay trabajos que se han ocupado de ello. Desestimé el empeño por cuanto el objeto de mi interés eran los cambios que se han producido en el paisaje político catalán y para eso me resultaba más útil la perspectiva sociológica; aunque, como es obvio, los temas referidos a la identidad nacional y la movilización nacionalista interesan a un buen puñado de disciplinas. De modo que atribuyo al término un significado genérico, equivalente a nacionalismo catalán. Insisto, no es porque crea que no sea útil un análisis conceptual sino porque el foco de mi interés no es ese, sino explicar el cambio y los motivos del cambio. Por otra parte, el propio enunciado del título denota que hay una transformación en las notas distintivas del programa nacionalista en los últimos años que tiene que ver con una redistribución de la influencia de los partidos y, en particular, con el ascenso de las posiciones independentistas que fueron minoritarias hasta hace muy poco.
Pero, salvo error por mi parte, hace años, se solía afirmar, cuanto menos en grupos de izquierda, que el catalanismo no era identificable con ningún nacionalismo. Ser catalanista, desde ese punto de vista, era más bien un asunto cultural con poca densidad política. Vindicar, por ejemplo, la lengua catalana, la defensa de la cultura catalana, de algunas de sus tradiciones. Y, además, no de forma excluyente. Uno podía ser catalanista y no ser partidario de ubicar al castellano en la casilla «lengua impropia» de Cataluña o, por poner otro ejemplo, considerar que Jaime Gil de Biedma, Juan Marsé o Manuel Sacristán eran, por descontado, parte de integrante de la cultura catalana, sin trazar además permanentes puntos de demarcación, generalmente construidos, en torno a la escuela de Barcelona versus Madrid en cine, en pintura o en cualquier otra manifestación cultural. No había, en ese catalanismo, ninguna deseo de romper el demos común, de secesión, de considerar que Andalucía, Extremadura o Aragón tenían la misma relación con Cataluña como la que podía Baviera, Bretaña o la Lombardía.
Bien pertinente tu observación. Me obliga a afinar mi respuesta; no se puede obviar que en una arena disputada la preferencia por unos términos no es irrelevante. Tenemos de partida esa acepción abarcadora, culturalista y no sectaria que mencionas. Es la que refleja un Agustí Pons a mediados de los noventa («La prensa en Cataluña, ¿norma o excepción», en X. Bru de Sala y otros. El modelo catalán, Barcelona, Flor de viento 1997: 171-172): «deberíamos dar la razón a Maria Aurèlia Capmany, que consideraba que el catalanismo es un colchón doctrinal que estiliza las posiciones políticas e ideológicas más ariscas y las envuelve en un marco no escrito de complicidades […] Hoy por hoy, fuera de este espacio común -mínimamente común: hay que insistir en ello- no hay espacio posible en la política catalana». El asunto es que el éxito de este catalanismo cultural, que fue la fachada noble del pujolismo, ha servido de trampolín a las reivindicaciones políticas, éstas sí claramente connotadas ideológicamente pero cuya connotación (partidismo) el alambique nacionalista quiere neutralizar o hacer invisibles. En este sentido la aclimatación del término catalanismo indica un triunfo de un sector dominante que oculta sus motivaciones políticas. En consecuencia, ya no cabe distinguir entre nacionalistas y laicos en materia de nación, sino entre catalanistas y malcatalanistas (-valga el invento que traslado del homólogo unamerican: unionistas, centralistas, neofranquistas, o catalanes autofóbicos (self-hating); con un uso intercambiable a efectos de desautorización). Las divisorias sociales asociadas con la posición de clase quedan diluidas en esta remodelación semántica del oasis. Se ha pasado así, en efecto, de un término usado como gentilicio y sin función marcadora a otro que asigna valor y legitima la reivindicación de derechos diferenciales; de la filología a la política. Recuerda un poco -un poco- a la polémica sobre si la ‘nación’ del preámbulo del Estatut tenía valor ‘descriptivo’ o también ‘definitorio’. Una pieza fundamental en el cambio semántico del catalanismo de que hablamos es la propuesta de Mas de la «casa grande», elaborada desde la Fundación Trias Fargas / CatDem por A. Colomines.
Vuelvo al título de tu libro. «Del éxito al éxtasis» escribes. ¿Cuándo fue el momento del éxito?, ¿cuándo ha sido el momento del éxtasis?
El éxito corresponde a la culminación de los objetivos que el nacionalismo catalán había formulado en la transición (y en su fase inicial un siglo atrás), vale decir al mandato de Pujol. Hay numerosos testimonios del nacionalismo hegemónico que reconocen el cumplimiento de dicho programa. Y declaraciones de Pujol en las que se admite que se ha conseguido más de lo que estaba en el Estatut, por ejemplo en relación a los medios, la lengua o la policía autonómica (Conferencia en el CCCB, 2006). Pero es verdad que la lógica discursiva del nacionalismo es la de las metas volantes: la tensión entre los actores, entre el colectivo propio y el contrario -la metáfora del foso identitario- debe ser alimentada so pena de extinción. El momento del éxtasis tiene varias capas superpuestas. La más visible y cercana es la que se corresponde con la efervescencia del ‘procés’ desde la Diada de 2012; pero es obvio que hasta en este relato hay buena parte de ingeniería y de relaciones públicas -y dar cuenta de ella es uno de los propósitos de mi trabajo-. (Entre paréntesis, fenómenos con la confesión semivoluntaria de Pujol, la forzada de Millet y la revelación de Santi Vila, avalan, me parece, esta estrategia de análisis).
¿La rebelión de Santi Vila? ¿Te refieres a sus comentarios sobre la necesidad de ese discurso identitario para hacer digerible una política económica y social de carácter neoliberal especialmente agresiva con las capas sociales más desfavorecidas?
Sí, sí, a eso me refiero.
Prosigue, prosigue, te he interrumpido,
Retomo el hilo. Las otras capas son menos visibles y que no lo sean es una pieza fundamental para presentar el ‘proceso’ como una reacción impulsada por la sociedad civil en respuesta al trato indebido recibido del Estado. Hay una puja entre partidos a la salida de Pujol (y dentro de cada uno de ellos antes, es bien sabido pero muy desatendido), que alienta que ERC se coloque en el centro del tablero, que el PSC abrace las tesis identitarias (propuesta de reforma del Estatut) para asegurar el pacto y desalojar a CiU de la Generalitat. Hay a la vez una necesidad de pactar con CiU para echar la manta sobre el 3%; y hay luego las extrañas negociaciones de Mas con Zapatero… Al final del tripartito, las tensiones internas, la corrupción y la crisis afectan profundamente a la legitimidad del sistema político (como en otros lugares), pero aquí está el nacionalismo como programa por defecto, que tiene que radicalizarse en la misma proporción en que las instituciones políticas han perdido legitimidad. En todo caso la cuestión del cuándo tiene difícil respuesta si no añadimos la precisión sobre el qué del cuándo. Es muy sugerente al respecto el repertorio de respuestas a la pregunta del A. San Agustín, Cuándo se jodió lo nuestro. No hay nada parecido a una posición mayoritaria, menos a un consenso entre el amplio panel de los entrevistados.
¿ Y cómo ves tú, pasado el tiempo, esas extrañas negociaciones de Mas con Zapatero a las que haces referencia?
Aquellas seis horas de una reunión secreta en enero de 2006, sobre la cual Zapatero moduló la información al Comité Federal, a su gobierno o al propio PSC, que sufría una dura oposición de CiU (si bien atemperada por el interés común de no remover el 3%) no son efectivamente un ejemplo de buenas prácticas. La misma denominación de ‘acuerdo global’ para el resultado parece responder en parte a consideraciones de relaciones públicas. En todo caso, es una parte más de la extraña genealogía del Estatut.
Interpreto, por lo que señalabas anteriormente, que, desde tu punto de vista, el asunto del tripartito no fue ningún paso adelante desde una perspectiva de izquierda no nacionalista. ¿Me equivoco? ¿Por qué crees que Maragall se lanzó a la aventura de la reforma del Estatut excluyendo, además, al PP? ¿Empujado por ERC? ¿Por convencimiento propio?
El tiempo transcurrido y las confesiones retrospectivas no dejan muchas dudas al respecto, no sólo por el contenido ideológico de la resultante. Si no recuerdo mal Miquel Iceta ha admitido que lo del tripartito no fue una buena idea y hasta el propio Pujol reconoció antes de que entreviera ese final temido à la Kohl que el Estatut no valía el precio (Y el Estatut fue la cola que aglutinó al tripartito). Hubo avances respecto a los mandatos de Pujol, pienso en algunas medidas sociales y una mayor transparencia en las subvenciones a los medios. Pero la política cultural estaba en manos de ERC. En cuanto a los motivos de Maragall, aquí hay más margen para las opiniones.
El malestar por la paradójica derrota en las autonómicas de 1999 (el PSC ganó en votos pero CiU obtuvo dos escaños más) pudo alentarle por esa vía que le aseguraba el apoyo de ERC. Alguien tan cercano y tan poderoso como Joaquim Nadal dejaba claro este punto al señalar (El Punt, 11/10/2002), que los trabajos preparatorios de la comisión del Estatut «se han topado sistemáticamente con el obstáculo y la oposición de CiU y el PP en 2002». Acusaba claramente a CiU de dependencia respecto al PP, utilizando una variante del anatema fetiche de Pujol: el sucursalismo (como una de las cristalizaciones de la teoría de la interferencia, formulada en Construïr Catalunya). Tampoco se pueden obviar influencias de su círculo más próximo, pienso en algunas ideas de Rubert de Ventós, por ejemplo en ese sintagma inédito en el diccionario de la izquierda, «el país políticamente pobre». Rubert utiliza esa expresión en el prólogo a Les contradiccions del catalanisme (2006) de Joan Ridao, quien tiene en Rubert uno de sus argumentos de autoridad; con un pequeño detalle para el repertorio de los resbalones semánticos con miga: Ridao no dice «país políticamente pobre» sino «pueblo políticamente pobre» (p. 210). Naturalmente la pieza carencial no es otra que la del Estado, el Estado propio. En la reflexión de Ridao, Rubert aparece mezclado con Ferran Requejo o Salvador Cardús: una prueba del poder disolvente ideológico del catalanismo, para volver a la pregunta inicial.
Te recuerdo el título de un congreso celebrado recientemente en Barcelona con apoyo institucional y con la presencia destacada de miembros importantes de la intelectualidad catalana, Josep Fontana entre otros. El nombre del congreso: «España explota a Catalunya (1714-2014)». ¿Qué piensas, qué pensaste cuando supiste de la celebración de ese «congreso»?
Entiendo que te refieres al Simposio «España contra Cataluña», programado como apertura oficial de los fastos del Tricentenario, y cocinado por Jaume Sobrequés, un ex PSC. La opinión sobre un acto de estas características recuerda otros episodios ominosos de cooptación de la inteligentsia, como los del realismo socialista o las reuniones que empezaban con la adhesión incondicional en el franquismo. Salvo sus propios promotores, las posiciones de los historiadores (y científicos sociales) al respecto no ofrecen ninguna duda sobre el carácter ideológico, partidista e irrespetuoso con los protocolos básicos de la investigación científica del Congreso. (Dedico a ello un capítulo del volumen II).
Sí, sí, ya he reparado en ello.
Más allá de esa apreciación, su celebración tiene un valor adicional en cuanto indicador de la transformación general del paisaje cultural y académico de la Cataluña oficial. Que participaran en él figuras como J Fontana o J. Nadal muestra algo muy serio que un analista nunca debería pasar por alto. En primer lugar una incomodidad personal: de ningún modo alguien como yo puede intentar poner en cuestión la producción intelectual de un Fontana, de quien, por otra parte, tanto ha aprendido. Muestra, en segundo lugar, que hay facetas de la inteligencia que no funcionan de manera uniforme: es decir que uno puede ser un experto es su materia pero bastante primitivo a la hora de dejarse seducir por ciertas mercancías de pacotilla. Esto es sumamente interesante para el estudioso de lo social: ¿cómo mentes privilegiadas, recordemos la Alemania nazi, la Serbia de Milosevic, la España de la Guerra Civil, pueden ser atraídas por credos sectarios tan primitivos? De otro modo, ¿cómo cualquiera de nosotros tiende a sucumbir a una lógica situacional poderosa? El pujolismo había creado esta lógica situacional a partir de los medios de comunicación, la socialización con el pretexto de la lengua y un poderoso sistema de incentivos (sin excluir los de los negocios).
Y muestran, en tercer lugar, que es sumamente difícil desautorizar intelectualmente estas lógicas cuando están activadas. Me gusta citar la respuesta del historiador Theodor Mommsen cuando a finales del XIX Hermann Bahr le pide su opinión sobre el antisemitismo: «Se equivocan ustedes, suponen que por medio de la razón es posible conseguir algo… Pero es inútil, completamente inútil… son en definitiva argumentos, argumentos lógicos y éticos, que ningún antisemita querrá escuchar». La única razón entonces para insistir en el frustrante empeño es combatir la sensación de soledad de los disidentes. Pero volviendo al caso; hay que introducir las cautelas obligadas en las comparaciones; por motivos epistemológicos internos primero, pero también por motivos cívicos. El estudioso, cuando sus reflexiones inciden en la vida social, tiene que combinar dos exigencias, a la verdad y a la razón, por un lado, a la sostenibilidad cívica, por otro. Aunque sea de forma pasiva: evitando crear o ampliar tensión en el problema del que trata. Por eso hasta para desautorizar un tan connotado acto como el simposio uno debe buscar palabras templadas.
¿ Y por qué «mercancías de pacotilla» se han dejado deducir algunos intelectuales catalanes de los que, en principio, se esperaba una actitud más crítica, menos próxima a los intereses del poder hegemónico en Cataluña? ¿Te estás refiriendo a la identidad nacional, al poner el acento ante y sobre todo en ese eje?
El catecismo nacionalista, fuera de los contextos de descolonización, se reduce siempre, de El destino manifiesto a la Defensa de la Hispanidad, pasando por Arana, Prat de la Riba, y tantos otros, a tres premisas: somos diferentes, somos superiores, tenemos derecho a más (o más derechos); se trata de traducir un hecho diferencial inicialmente inocuo -volvemos a la idea del catalanismo como etiqueta difusa- en una diferencia de estatus vinculada a la pertenencia (en una diferencia de derechos: en desigualdad). Eso conlleva luego la reconstrucción del pasado (toda la parafernalia parahistoriográfica del Tricentenario y la coreografía de El Born con la necrofilia de El Fossar) para sacar de la propiedad de un pasado propio (Manuel Cruz), el derecho a un espacio propio, a ser titulares del aquí. Naturalmente eso puede revestirse de sofisticados aparatos de erudición. Como decía Kolakowski, a nadie, sobre todo si tiene un acreditado currículo, le van a faltar argumentos para aquello que tenga mucho empeño en demostrar; sean cuales sean sus razones. Y los años de gobierno convergente han creado un paisaje con un poderoso sistema de incentivos para orientar a los que no tuvieran claras las razones. Esto no quiere decir que todos los que defienden una opción nacionalista lo sea por obedecer a estas malas razones.
Vuelvo al catalanismo si te parece.
De acuerdo cuando quieras.
Fuente: El Viejo Topo, mayo de 2016.