La crisis político-institucional que se está produciendo en este momento en el Estado español merece ese nombre por dos motivos. El enfrentamiento del Tribunal Constitucional con las Cámaras legislativas, en ese caso con el Congreso de los Diputados y el Senado, es un hecho que, aunque algunas personas habían barruntado, produce incredulidad.
Es muy difícil entender que un poder, el Tribunal Constitucional, que debía ser el lugar de cordura y apaciguamiento de los conflictos políticos mediante el derecho se haya convertido en su principal actor y además por iniciativa propia. Es inaceptable constitucional (porque ningún artículo lo permite) y democráticamente (gobierno de los jueces) que el Tribunal Constitucional pretenda dirigir un mandato al Congreso de los Diputados ordenando la paralización de un procedimiento legislativo. Hay que señalar desde ahora que el Congreso de los Diputados no estaría obligado a cumplir ese mandato porque el Congreso es inviolable. Igual que lo es el Senado y las Cámaras legislativas autonómicas.
Si el Congreso es inviolable ¿por qué el Tribunal Constitucional se atreve a dirigirse contra él y ordenarle la paralización del procedimiento? La razón habría que encontrarla, entre otras, en una historia reciente en la que se ha permitido que el Tribunal Constitucional, y otros tribunales, se dirijan contra las Cámaras legislativas autonómicas. Hace tiempo que el Tribunal Superior de Justicia de Asturias remitió un oficio a la Mesa del parlamento asturiano ordenando el tratamiento de una cuestión en el plenario. Ante este hecho, un letrado de la Cámara asturiana publicó un trabajo que titulaba “crónica de una perplejidad”. Hoy en día esta perplejidad habría desaparecido porque el Tribunal Constitucional y otros tribunales han dirigido mandatos, y muy diversos, al Parlamento vasco y al catalán. Mandatos cuyo incumplimiento tiene la consecuencia de que esas personas sean procesadas por desobediencia. Es verdad que en estos casos el Tribunal Constitucional y los tribunales ordinarios han intervenido así a sabiendas de que los parlamentarios y parlamentarias no tienen inmunidad, es decir que pueden ser procesados sin necesidad de autorización de las Cámaras, lo que no sucede ni en el Congreso ni el Senado.
Estos hechos son de una gran gravedad, constituyendo una crisis institucional y política, como antes se ha dicho. Es una crisis jurídico institucional porque no hay ningún precepto constitucional que permita al Tribunal Constitucional y a los tribunales ordinarios hacer algo así, lo que es consecuencia del principio de legalidad. El Tribunal Constitucional y los tribunales ordinarios están sometidos al principio de legalidad y necesitan una ley que les reconozca sus competencias. En ausencia de norma, no están habilitados para intervenir. Pero, es más, aún en el supuesto teórico de que una ley les permitiese intervenir, esa ley sería inconstitucional por ser contraria al principio de inviolabilidad de las Cámaras.
Jurídicamente no puede estar más clara la conclusión, y es inevitable. A pesar de ello, de esta posible intervención inconstitucional del Tribunal Constitucional, se derivaría una crisis política de un alcance inimaginable en este momento. El Congreso y el Senado no están obligados a cumplir el mandato del Tribunal Constitucional porque son inviolables y los defensores de su inviolabilidad son ellos mismos. Esto quiere decir que no deben cumplir el mandato judicial. El Tribunal Constitucional debería pasar el tanto de culpa a los tribunales ordinarios (concretamente, al Tribunal Supremo), al objeto de que, en su caso, procese a los desobedientes. Si el Tribunal Supremo lo considerara oportuno, podría decir que no, deberá dirigir un escrito al Congreso y/o al Senado solicitando que se levante la inmunidad de los parlamentarios y parlamentarias para poder ser procesados. Si las Cámaras no levantan la inmunidad, no podrá haber procesamiento; se acabó. Podría haber algunas variables, pero creo que esta sería, entre la estrambóticas, la más factible.
En el Derecho comparado no hay ningún supuesto en el que se plantee algo igual. Es más, teóricamente cabría un conflicto entre Tribunal Constitucional y Mesa del Parlamento, que no tendría posibilidad de resolución legal, excepto que el parlamento afectado tenga competencias legislativas y modifique la regulación que en su caso pudiera permitir el ejercicio de tales potestades al Tribunal Constitucional en cuestión. Avanzando un poco más, interesa hacer una consideración sobre el procedimiento legislativo.
El procedimiento legislativo
El Tribunal Constitucional no puede paralizar el procedimiento legislativo. Si remite un mandato de ese tipo al Congreso de los Diputados estaría prevaricando e incurriendo en el delito contra la división de poderes. Las Cortes estarían obligadas a continuar el procedimiento legislativo. Contra la decisión de las Cortes Generales no habría respuesta jurídica alguna. A no ser que se entendiese que habría que procesar a los miembros de las Cortes que hayan participado en la votación. Y la pregunta es obligada ¿en qué democracia se procesa a los miembros del parlamento por votar una ley? Sobre esta cuestión ya se ha hablado. Ahora interesa considerar la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional en esta materia.
Al actuar de esta manera el Tribunal Constitucional iría en contra de su jurisprudencia, en la que afirmaba el carácter de las Asambleas legislativas como “escenarios privilegiados del debate público”, añadiendo que “el eventual resultado del debate parlamentario es cuestión que no debe condicionar la viabilidad misma del debate”. También dice que “la necesaria defensa jurisdiccional del ordenamiento no puede verificarse sino cuando cabe hablar propiamente de infracciones normativas, sólo susceptibles de ser causadas, obviamente, por normas, y nunca por proyectos o intenciones normativas, que, en cuanto tales, pueden tener cualquier contenido. La jurisdicción puede reaccionar contra la forma jurídica que resulte de esas intenciones, pero la intención misma y su debate o discusión son inmunes en una sociedad democrática a todo control jurisdiccional, singularmente si el debate se sustancia en un Parlamento, sede privilegiada del debate público”.
Si esto ha sido así para el Tribunal Constitucional ¿a qué argumentos podría acudir para paralizar un procedimiento legislativo en este momento?
La inviolabilidad del parlamento
La inviolabilidad del parlamento se recoge en diferentes preceptos estatutarios y en la Constitución. La unanimidad en su recepción en el derecho positivo no se corresponde con la correspondiente atención de la doctrina y la jurisprudencia. Sin embargo, constituye un componente central, nuclear, del principio de división de poderes.
El significado de la categoría inviolabilidad del parlamento se puede encontrar en el Tribunal Constitucional cuando recuerda que la inviolabilidad de parlamentarios y parlamentarias encuentra su fundamento en el objetivo de “garantizar la libertad e independencia de la institución parlamentaria”, protegiendo los “actos parlamentarios y en el seno de cualesquiera de las articulaciones orgánicas” de las Cámaras parlamentarias. Añade también que la inviolabilidad parlamentaria y la inmunidad no constituyen privilegios, ya que su atribución se realiza no por un interés privado de los miembros de las Cámaras, sino por “un interés general, (…), el de asegurar su libertad e independencia en tanto que reflejo de la que se garantiza al órgano al que pertenecen”. La inviolabilidad parlamentaria significa que ningún órgano tiene jurisdicción sobre el funcionamiento de la Cámara. Si hubiera un hecho jurídicamente reprobable siempre se deberá controlar el resultado final, especialmente si es una norma, pero sin poder en ningún caso intervenir en el procedimiento legislativo.
Sobre el lugar del Tribunal Constitucional en el sistema constitucional español: del monopolio de rechazo de las leyes por inconstitucionalidad a actor político supraparlamentario
El principio de separación de poderes con la previsión de un poder legislativo, ejecutivo y judicial no fue suficiente para garantizar la libertad, como lo demuestra la historia europea. De aquí que surgiera la necesidad de garantizar la defensa de los derechos fundamentales también frente al legislador, función para la cual surgieron los Tribunales Constitucionales, que han recibido en cada lugar una serie de competencias de significado y transcendencia muy diversa. El sistema de la Constitución Española es deudor de la concepción kelseniana, donde el Tribunal Constitucional se constituye como legislador negativo, que es competente para rechazar las leyes por inconstitucionalidad. Junto a esta competencia está la defensa de los derechos fundamentales mediante los recursos de amparo y los procedimientos de resolución de conflictos de competencia y en defensa de la autonomía local.
La función de legislador negativo, aunque habría que matizar en algunos aspectos esta función, que ahora es más amplia, significa que es competente para declarar las leyes inconstitucionales, lo que es eficaz desde el momento en que se publica la sentencia en el BOE. Esta declaración de nulidad elimina del ordenamiento jurídico la ley o los artículos declarados inconstitucionales, con los efectos ex nunc o ex tunc que sean procedentes. Al ser una sentencia declarativa no procede su ejecución, ya que sus efectos se agotan con la misma publicación. El Tribunal Constitucional olvida esta su función en el entramado institucional previsto por la Constitución de 1978, asumiendo un papel activo en la dirección política de las Cámaras parlamentarias. Es un vuelco total a las previsiones constitucionales y un planteamiento ajeno a la cultura jurídica europea.
La jurisdicción del Tribunal Constitucional es rogada, debiendo existir una norma jurídica que habilite su competencia. Pues bien, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional no prevé en ninguno de sus preceptos la posibilidad de remitir mandatos a los parlamentos, estatales o autonómicos. Por tanto, el Tribunal Constitucional carece de norma que habilite su potestad, estando como está vinculado por el principio de legalidad. La potestad de ejecución de sus sentencias no tiene valor sin ley que la concrete, tal como la ejecución de las sentencias en los diferentes órdenes jurisdiccionales pone claramente de manifiesto.
El Tribunal Constitucional no puede remitir mandatos a las Mesas de los Parlamentos, ya que una tal actuación olvidaría que dos años antes había afirmado el carácter de los parlamentos como lugares privilegiados para el debate público, que no puede ser interferido en esa función, y únicamente afectado por las impugnaciones que puedan producirse una vez publicado en el BOE. El Tribunal Constitucional olvidaría que las Cámaras son inviolables, lo que significa que los tribunales no pueden interferir en el ejercicio de su función. Solamente una vez desarrollada la función parlamentaria se podrá impugnar la misma por no respetar los derechos fundamentales. Esa es la única interferencia permitida. La inviolabilidad del parlamento significa la ausencia de potestad jurisdiccional que pueda afectar a su funcionamiento.
Junto al olvido de la inviolabilidad del parlamento está la reducción de la prerrogativa de la inviolabilidad de los miembros de las Cámaras, trasunto del derecho a la libertad de expresión, especialmente en sede parlamentaria. Hay cosas que se pueden decir como mimbro de las Cámaras, que sería perseguibles de decirlas como ciudadano o ciudadana. En este punto es necesario recordar la jurisprudencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (TEDH), que reconoce un amplio margen de apreciación a los Estados miembros al apreciar esta prerrogativa, especialmente atenta al respeto de la libertad de expresión de parlamentarios y parlamentarias. El TEDH realiza un estricto escrutinio y control de las interferencias que en el ámbito parlamentario se puedan producir en esa libertad de expresión, cuya garantía acentúa destacadamente y sitúa fuera del margen de apreciación de los diferentes regímenes parlamentarios. Para el TEDH el límite a la libertad de expresión de los miembros del parlamento está en los llamamientos a la violencia. Quizá el Tribunal Constitucional debería estar más atento a esto último. Ahora queda esperar a ver qué sucede el lunes 19 de diciembre.
El Congreso y el Senado no deben cumplir el mandato del Tribunal Constitucional de paralizar el procedimiento parlamentario de elaboración de una ley, porque un requerimiento así es inconstitucional. El Tribunal Constitucional es el máximo intérprete de la Constitución, mediante los procedimientos legalmente establecidos y no por otros, porque así lo ha dicho su Ley reguladora aprobada por el Congreso y el Senado. La defensa de la Constitución le corresponde en primer lugar a la ciudadanía y a sus representantes legítimamente elegidos. Esto es lo que en una democracia no se debe olvidar.
Iñaki Lasagabaster es catedrático de Derecho Administrativo de la UPV-EHU.