El 18 de diciembre de 2010, el presidente cubano Raúl Castro advirtió a los cubanos de que la nación se enfrentaba a una crisis. Las desastrosas condiciones de la economía de Cuba ya no permitían al Estado espacio de maniobra para bordear el peligroso «precipicio» de ineficiencia, baja productividad y corrupción. Sin reformas, Cuba se […]
El 18 de diciembre de 2010, el presidente cubano Raúl Castro advirtió a los cubanos de que la nación se enfrentaba a una crisis. Las desastrosas condiciones de la economía de Cuba ya no permitían al Estado espacio de maniobra para bordear el peligroso «precipicio» de ineficiencia, baja productividad y corrupción. Sin reformas, Cuba se hundiría, y con ella el esfuerzo de todas las generaciones que buscaron una Cuba libre, desde la primera revuelta aborigen contra el dominio colonial español.
Los cubanos comprenden que desde la Revolución de 1959, con todos sus errores, se protegió la independencia de la nación -la soberanía nacional-. Desde 1492 (desembarco de Colón) hasta diciembre de 1958, las potencias extranjeras decidieron el destino de los cubanos.
Para principios del siglo XIX había emergido un «cubano», no un español en una isla lejana o un esclavo africano, sino un híbrido producto de tres siglos de colonialismo, que buscó la autodeterminación, al igual que la población colonial estadounidense en 1776.
Cuando Batista y sus generales huyeron, fracasó la materialización de un golpe de Estado apoyado por EE.UU., a pesar de todos las conspiraciones entre bambalinas encabezadas por el gobierno estadounidense. Los rebeldes entonces establecieron la moderna nación cubana, la cual rápidamente se convirtió en un reto real y hasta entonces casi inimaginable a la dominación de EE.UU.
Esta verdad no expresada, y comprendida en La Habana y Washington, enfrentó a los dos países. Washington se negó a ceder el control; la Revolución rechazó la autoridad de EE.UU. Desde 1898, EE.UU. había tratado a Cuba como un apéndice de la economía estadounidense. Los consorcios de Estados Unidos poseían los mayores centrales azucareras de Cuba, las mejores tierras, las compañías de teléfonos y de electricidad, las minas y mucho más. El gobierno cubano, igual que el de sus vecinos en el «patio trasero de EE.UU.», había obedecido automáticamente los dictados de la política de Washington.
La rebeldía de la Revolución, la reducción del 50% en los alquileres y la aprobación de una ley de reforma agraria sin pedir permiso obtuvieron la atención de Washington. Palabras como «dictadura» y «comunista» comenzaron a aparecer rutinariamente en los reportes de prensa instigados por el gobierno.
La isla de 6 millones de habitantes, con el azúcar como producto principal, carecía tanto de los recursos materiales como humanos para garantizar una verdadera independencia, Washington lo sabía. Algunos funcionarios estadounidenses, escribió E. W. Kenworthy, «creen que el gobierno de Castro debe pasar ‘las de Caín’ antes de que comprenda la necesidad de la ayuda de Washington y acuerde las medidas estabilizadoras que harán posible recibir esa ayuda». («Los problemas de Cuba ponen a prueba la política de EE.UU.», NY Times, 26 de abril de 1959.)
Cuando los líderes cubanos ignoraron o ridiculizaron las advertencias provenientes de Washington, en marzo de 1960 el Presidente Eisenhower autorizó una operación encubierta para derrocar al gobierno cubano -que terminó en el fracaso de Bahía de Cochinos en abril de 1961-. Sin embargo, en octubre de 1960, en respuesta a la nacionalización por Cuba de propiedades estadounidenses -una confrontación en escalada de acciones de Cuba y castigos de Washington- Eisenhower impuso un embargo a Cuba.
Pero ya en abril de 1960 el Departamento de Estado había emitido sus orientaciones de castigo: «Deben tomarse rápidamente todas las medidas posibles para debilitar la vida económica de Cuba… una línea de acción que, aunque tan hábil e inadvertida como sea posible, tenga éxito en negar dinero y suministros a Cuba, a fin de reducir el dinero y los salarios reales para provocar el hambre, la desesperación y el derrocamiento del gobierno». (Oficina del Historiador, Buró de Asuntos Públicos, Departamento de Estado; John P. Glennon et al, editores, Relaciones Exteriores de Estados Unidos, 1958-1960, Volumen VI, Cuba (en inglés), Washington D.C.: GPO, 1991, 885.)
La Habana respondió haciendo lo impensable. En 1961, Cuba se alió con la Unión Soviética. Para garantizar la independencia, los líderes cubanos se hicieron dependientes de la ayuda soviética.
En 1991, la debacle soviética dejó a los cubanos -al fin- en una total «independencia» política y sin apoyo material externo para mantener a la nación. El embargo adoptó una dimensión mayor.
En 1959, los revolucionarios de 20 a 30 años no previeron la ferocidad del castigo de EE.UU. ni captaron que el pecado de desobediencia iba más allá de los dictados del poder de EE.UU. y llegaba al núcleo de un sistema global. Washington era la capital informal del mundo.
En ese papel, Washington atacó sin descanso a Cuba -incluso después de que EE.UU. cesara de ejercer la hegemonía hemisférica-. La mantra del control aún se filtra por las paredes de las oficinas de seguridad nacional y por ósmosis penetra en el cerebro de los burócratas: «No permitimos una insubordinación». Los cubanos han tenido que pagar por la resistencia que han presentado sus líderes. La lección de Washington: Es inútil resistir.
El mes pasado Raúl Castro informó a los cubanos de la necesidad de reformas drásticas. La Revolución entrenó, educó y sanó a la población cubana. Pero, admitió Raúl, el Estado ya no puede satisfacer algunas necesidades básicas que los cubanos han asumido como derechos humanos (o derechos, a secas). Un millón de personas, anunció, perderán su trabajo; se reducirían o eliminarían programas sociales.
La falta de productividad de los cubanos -una relajada ética del trabajo, ineficiencia burocrática y ausencia de iniciativa- se ha multiplicado con la corrupción. El embargo estadounidense provoca escaseces y alienta los delitos burocráticos. Un burócrata aumenta sus ingresos «resolviendo» los mismos obstáculos que los burócratas ayudaron a crear.
Después de más de 51 años, el castigo de Washington pareció forzar a Cuba a aceptar una doctrina de choque, pero sin los costos sociales regresivos que la mayoría de los países del Tercer Mundo han pagado. En 1980, un jamaicano comentó, después de que el Primer Ministro Manley se sometiera a las duras medidas de austeridad del Fondo Monetario Internacional: «Nos han FMeado».
La Revolución cubana una vez más se adentra en territorio que habrá que hacer sobre la marcha. Sin embargo, los reformistas cuentan con grandes recursos, un público con conciencia social, absorbida durante décadas de educación y experiencia.
Sin embargo, los cambios geopolíticos del mundo ofrecen algunas ventajas a los líderes cubanos: China, Brasil y algunos estados de la Unión Europea se han convertido en contrapesos de los estadounidenses de línea dura. Con un espacio de maniobra, los cubanos aún podrían evitar las peores consecuencias de la obsoleta doctrina de choque que Washington ha mantenido durante 50 años.
* Saul Landau es miembro del Instituto para Estudios de Política. Su filme Por favor, que se ponga de pie el verdadero terrorista, se estrenó en diciembre en el Festival de Cine de La Habana. Nelson Valdés es Profesor Emérito de la Universidad de Nuevo México.
rCR