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El cuerpo como arma

Fuentes: Rebelión

Desde el día de los atentados en Barcelona y Cambrils, asistimos a una sobredosis de relatos que intentan influir y cohesionar en torno a causas preexistentes. El estado español pretende fortalecer la idea de que «sólo unidos podremos enfrentarlo con éxito», en obvio tiro por elevación al referéndum del 1-O. Por contrapartida, la Generalitat, deja […]

Desde el día de los atentados en Barcelona y Cambrils, asistimos a una sobredosis de relatos que intentan influir y cohesionar en torno a causas preexistentes. El estado español pretende fortalecer la idea de que «sólo unidos podremos enfrentarlo con éxito», en obvio tiro por elevación al referéndum del 1-O. Por contrapartida, la Generalitat, deja en evidencia al gobierno español por la no inclusión de los Mossos d´Esquadra en la comunidad de información e inteligencia. Igualmente denuncia restricciones presupuestarias en la lucha antiterrorista, a pesar de las advertencias de amenaza yihadista sobre Catalunya por parte de diversos organismos de inteligencia. En otro orden, también se consolidan relatos y actitudes xenófobas y fascistas por una parte, y respuestas antirracistas y antifascistas por otra. En este marco, sentimos falta de espacios de reflexión que nos amplíen el campo de análisis más allá de la exhortación a tomar partido, por legítima que sea.

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Desde el hallazgo de aquella poderosa arma (el simple hueso de un esqueleto reseco) del homínido en la escena de «2001 Odisea del Espacio» a las sofisticadas armas contemporáneas, una formidable evolución técnica se ha producido. Se inicia con el garrote primordial, continúa con el cuchillo, la lanza, la espada, para evolucionar luego a armamento que prolonga la acción más allá del alcance del brazo: la catapulta, el arco y la flecha, la ballesta. Las armas de fuego y los explosivos marcaron un antes y un después. Fabricamos truenos que, con impronta casi mágica acababan con vidas, transportes, fortificaciones, a distancias que mal podía alcanzar el ojo humano. Y las desarrollamos y potenciamos por aire, mar y tierra, complementadas por otras formas adicionales de destrucción masiva, como la guerra química y bacteriológica. Y no nos detuvimos allí; la guerra electrónica amplificó la distancia física y sentimental entre el agresor y los efectos de su agresión, a punto tal de que una masacre puede asumir ante el militar que la provoca la misma apariencia e impacto emocional que un videojuego. Creciente asepsia y mediatización para promover una indiferencia que impida tomar contacto con el dolor del destruido, dispositivo que garantiza la eficacia mortífera.

Al mismo tiempo podría arriesgarse que, en paralelo a la distancia entre el ejecutor del crimen y el dolor de las víctimas, un creciente vacío de sentido se ha ido instalando en nuestras tropas. Funcionalmente, se las ha adscrito a instancias supranacionales -OTAN y alianzas militares para operaciones específicas- desvinculándolas de la defensa de los territorios de origen y convirtiéndolas en garantes de un orden en el que los ciudadanos cada vez tenemos menos voz. Sumado a ello, la mediatización promovida por un accionar cada vez más impersonal –profesional en la jerga militar- en el que matar se ha convertido en un trabajo más, carente de cualquier fundamento heroico o trascendental. Como contrapartida, sólo la remuneración por instituciones estatales, supra estatales o incluso privadas -recordemos a Blackwater y sus mercenarios- cuyas acciones cada vez más dudas despiertan en lo relativo a su legitimidad ética.

Como elemento novedoso y disonante en este cuadro surge en las últimas décadas la figura del llamado terrorista -quizá fuese más preciso llamarle guerrero- suicida. Parece haber venido a interrumpir aquella lógica marcada por la constante distancia y mediatización entre el ejecutor y los masacrados. Se regresa así al punto de origen: el cuerpo del combatiente vuelve a involucrarse en la acción. Emerge este personaje que -para enfrentar a su enemigo- es capaz de sacrificar su propia vida.

No se trata de una creación contemporánea. Aunque de corta y limitada duración, ya lo experimentó y desarrolló el imperio japonés en la Segunda Guerra Mundial (los aviadores kamikazes), en un gesto de desesperada impotencia ante la superioridad bélica de los EEUU. También sería ignorancia supina adscribir a la línea oficial de `nuestros medios´, atribuyendo el sacrificio del suicida en exclusividad al yihadismo islamista, como tributo a la supuesta promesa de algún paraíso ofrecido por el Corán. Otras religiones, incluso la cristiana -sobre todo en el Antiguo Testamento- predican la extinción del enemigo aun al precio consciente de la propia vida.

¿Puede pensarse que tiene algo en común este guerrero suicida con otros surgidos en experiencias anteriores? Pensando en trazos gruesos arriesgaríamos dos:

a) uno de orden material: la certeza de una inferioridad numérica, técnica o tecnológica -aunque fuera transitoria- ante un contrincante más poderoso al cual no se puede destruir enfrentándolo de igual a igual. Así, no habría otra alternativa que empeñar la propia vida en el gesto final de causar el mayor daño posible al enemigo;

b) otro de orden moral: para asumir tamaña decisión se precisa de enorme convicción, que opere como fundamento -inmanente o trascendental- del acto a cometer.

A los anteriores podría agregarse: promover el terror y el desánimo en las filas del enemigo, para su desarticulación. Si bien -sólo en aparente paradoja- esta es una idea-fuerza que también utilizan los gobiernos occidentales para llevarnos a aceptar la restricción de nuestras libertades, en nombre de `nuestra seguridad´.

Lejos de nuestro ánimo otorgar cualquier legitimidad al sanguinario e irracional accionar político-militar de estos comandos suicidas. Tan lejos como aprobar las acciones de la OTAN y las tropas europeas en un Oriente Medio hoy infinitamente más inseguro y caótico que antes de sus intervenciones. Ahí están Irak, Afganistán, Libia y ahora Siria como prueba. Los pretextos argüidos por políticos y mandos occidentales han sido desmentidos por las revelaciones que hemos ido conociendo con el paso del tiempo: supuestas armas de destrucción masiva en manos del dictador iraquí, prácticas de crueldad del déspota libio y un largo etcétera. Hoy cualquier persona con el mínimo sentido crítico e interés por informarse sabe que otras -bien diferentes- han sido las motivaciones que originaron aquellas invasiones.

Una elemental línea de inteligibilidad lleva a la deducción «de aquellos polvos, estos lodos». Esas sociedades sienten que nuestros gobernantes son los responsables del saqueo y masacre que padecen. Sean ejercidos de forma directa, sea por mano de «nuestros aliados»: Arabia Saudí y las petromonarquías del Golfo. Dicho lo cual, nos preguntamos ¿qué percepción podrían tener de nosotros esas sociedades? ¿Algo nos autoriza a creer que nos eximan de responsabilidad en el infierno en que se han convertido sus vidas? Se supone que -a diferencia de ellas- nosotros vivimos en democracia, podemos elegir a nuestros gobernantes. Ergo, alguien -sin mucha información política- nacido en esas latitudes podría legítimamente pensar: «ellos eligen a los gobernantes que promueven nuestro saqueo y destrucción». A partir de aquí, cuesta poco imaginar, cuán preocupado podría estar por los dolores que nos cause el llamado terrorismo yihadista con sus prácticas brutales.

Por último, cabría deducir también, que los llamados terroristas fundamentalistas, operan ante un enemigo que perciben manifiestamente superior. Si tuvieran un poder tecnológico y militar equiparable al de nuestros ejércitos no tendría sentido inmolarse en acciones que implican la pérdida segura de elementos de primera línea, al menos desde el punto de vista operativo militar. Nos viene a la memoria aquella escena de «La Batalla de Argelia» en que Ben Bella -dirigente del FLN argelino, prisionero de las tropas francesas- es increpado por los periodistas internacionales. Le reprochan que el FLN use canastas que simulan moisés -portando explosivos que después detonarán- depositadas en lugares frecuentados por jóvenes civiles franceses. El líder argelino responde que gustosamente el FLN le cedería a Francia esas cestas a cambio de los aviones con que ese país bombardea a sus poblaciones.

Es difícil romper este marco. Pero está en nuestras manos conseguirlo. ¿Seremos capaces las sociedades occidentales de torcer el brazo a nuestros gobiernos e imponerles la prohibición inmediata de venta de armas a regímenes despóticos y -sabidamente- promotores del yihadismo fundamentalista: Arabia Saudí y las petromonarquías del Golfo? ¿Y volveremos a salir a las calles a exigirles la retirada de las tropas y asistencia militar en los países invadidos: Iraq, Libia, Afganistán, Siria? La respuesta está en nosotros.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.