Es tarde en la noche en Sodra, un suburbio de moda al sur de Estocolmo, y todo es bebida alrededor. Hay queso de Italia y pescado escandinavo en la mesa; y una muchedumbre diversa, extremadamente alerta, está reunida en torno a la mesa. Hay un académico sueco muy conocido cuyo campo de especialización es la […]
Es tarde en la noche en Sodra, un suburbio de moda al sur de Estocolmo, y todo es bebida alrededor. Hay queso de Italia y pescado escandinavo en la mesa; y una muchedumbre diversa, extremadamente alerta, está reunida en torno a la mesa. Hay un académico sueco muy conocido cuyo campo de especialización es la Historia de la Religión; un conferenciante en Historia Económica, y también está un joven iraquí que estuvo preso en la era de Sadam Hussein en la prisión de Abu Ghraib y que ahora trabaja en la Corte Suprema sueca.
La casa pertenece a un exisraelí, Dror Freiler, y este encuentro lo celebra el comité sueco de conducción para la próxima Flotilla de Gaza. Es una morada histórica: en el siglo XVIII, la casa fue un salón de cerveza, y con posterioridad funcionó como una institución para personas con enfermedades mentales. Hermann Goering convaleció aquí, por insistencia de su esposa sueca, tras haberse vuelto adicto a la medicación para el dolor cuando resultó herido durante la Primera Guerra Mundial; Vladimir Ilich Lenin también estuvo aquí, en su ruta hacia la revolución rusa (se dice que compró su famosa gorra en una esquina próxima).
Ahora, el músico y artista Freiler vive aquí tras haber sido deportado de Israel en junio pasado como resultado de la controversia sobre la primera Flotilla de Gaza. Ya no se le permite visitar a su anciana madre en el kibutz (comunidad rural) Yad Hanna.
A Freiler le gusta recordar sus días de servicio en el Batallón 50 de Infantería, a finales de los años sesenta. Comparte su memoria con miembros de la Flotilla de Gaza. El profesor Mattias Gardell, que también tomó parte en la primera flotilla, sostiene que las dos primeras víctimas resultaron muertas antes de que los soldados israelíes abordaran el Mavi Marmara el pasado mayo. Ellos se preguntan ahora, en un clima de miedo ingenuo, cómo los tratará Israel esta vez. Junto a una médica sueca-judía, hija de un sobreviviente húngaro del Holocausto que está casada con el editor Dan Israel, el grupo está reunido tarde en la noche para planificar la próxima aventura de la flotilla. Mientras los israelíes están inclinados a describir las flotillas como una iniciativa turca y una amenaza, los miembros de este grupo la describen como un proyecto internacional orientado a la paz.
Resulta imposible no impresionarse con la determinación de este grupo. Ellos transportarán 500 toneladas de cemento, un hospital móvil y una ambulancia en su barco, uno de los 10 que conformarán la flotilla. Saben que existen otros caminos para llevar estos materiales a Gaza, pero quieren recordarle al mundo la suerte de este territorio. Es su derecho y, tal vez, incluso, su deber.
Si Israel no se hubiera comportado con tal estupidez gratuita y hubiese permitido a la anterior flotilla alcanzar la costa de Gaza, en vez de haberla atacado, es posible que esta nueva flotilla no se hubiese movilizado. En todo caso, los ojos del mundo no estarían abiertos como lo están hoy, observando de cerca a la flotilla.
Yo les dije a los miembros del grupo que Israel está decidido a atacar. Uno de ellos ha comprado ya un chaleco antibalas. Israel sabe muy bien que esta gente no supone una amenaza, y que en los barcos no van camufladas armas. Sin embargo, Israel lanza amenazas, y los comandos navales de las Fuerzas de Defensa se entrenan para la llegada de la flotilla. El resultado: las peticiones para embarcar en la flotilla se multiplican y los barcos se llenarán de gente.
Cuando tú te reúnes con gente así, comprendes el terrible daño que Israel se inflige a sí mismo en el ámbito internacional como resultado de su conducta violenta. Qué simple (y qué justo) sería que se permitiese a esa gente bienintencionada alcanzar su objetivo; por el contrario, qué idiota, violento e innecesario sería soltar a los comandos, una vez más, para que vayan a por ellos.
«Un brindis a la oscuridad que cayó en picado sobre los barcos… Albricias para los pequeños botes de madera», escribió el poeta Nathan Alterman en su En alabanza a un capitán italiano, un elogio a los barcos que rompieron el bloqueo británico y llevaron a inmigrantes judíos a Nahariya en 1945. Y debemos brindar por el capitán sueco (o turco), y por los botes con rumbo a Gaza, en una misión no menos justa: esperemos que Israel cambie su curso y, en ese cambio, sorprenda al mundo dando el paso sabio y permitiendo que los pasajeros de los barcos lleguen a su destino.
Israel no puede resultar lesionado por ningún peligro imaginario que plantean los barcos. Aquí, desde Suecia, en un momento en que el sol no se pone por la noche, va una apelación final a aquellos que querrían bloquear la flotilla: por favor, sólo por una vez, actúen con prudencia y acaten la ley internacional y la simple justicia. Esta gente tiene derecho de llegar a Gaza; Israel carece del derecho de frenarlos.
Gideon Levy es periodista israelí
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/3588/el-derecho-a-fondear-en-gaza/