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El derecho de Israel a ser racista

Fuentes: Al-Ahram Weekly

Los esfuerzos de Israel por la paz son sinceros. De hecho, Israel desea vivir en paz no sólo con sus vecinos, sino también y especialmente con su propia población palestina, y con los palestinos cuyas tierras ocupa por la fuerza. El deseo de paz de Israel no es sólo retórico sino concreto, y profundamente psicológico. […]

Los esfuerzos de Israel por la paz son sinceros. De hecho, Israel desea vivir en paz no sólo con sus vecinos, sino también y especialmente con su propia población palestina, y con los palestinos cuyas tierras ocupa por la fuerza. El deseo de paz de Israel no es sólo retórico sino concreto, y profundamente psicológico. Con pocas excepciones, los líderes sionistas más prominentes, desde los orígenes mismos del sionismo colonial, han deseado establecer la paz con los palestinos y los demás árabes cuyos países decidieron tomar para su ocupación y asentamiento. La única cosa que Israel ha reclamado, y sigue reclamando para terminar con el estado de guerra contra los palestinos y sus vecinos árabes, es que todos ellos reconozcan su derecho a ser un estado racista, que discrimina por ley a los palestinos y otros árabes y que garantiza derechos legales diferenciados y privilegios a sus propios ciudadanos judíos. La resistencia que el pueblo palestino y otros árabes han organizado contra el derecho de Israel a ser un estado racista es lo que continúa interponiéndose entre Israel y esa paz por la que ha luchado durante décadas. De hecho, esta resistencia es nada menos que el «nuevo antisemitismo».

Israel está dispuesto a hacer lo que sea para convencer a los palestinos y a los demás árabes de que necesita gozar del derecho a ser racista. Incluso a nivel teórico, y antes de que empezara a construirse realmente, el proyecto colonial sionista buscó diferentes formas para convencer a los pueblos cuyas tierras quería robar y aquellos a quienes quería discriminar de que admitieran como aceptable su necesidad de ser racista. Todo lo que pedían es que los palestinos «reconocieran su derecho a existir» como un estado racista. Los métodos militares no fueron los únicos instrumentos persuasivos disponibles; también hubo otros, incluyendo los incentivos económicos y culturales. El sionismo desde el comienzo ofreció a algunos palestinos beneficios económicos si aceptaban su propuesta de que tenía derecho a ser racista. De hecho, el Estado de Israel todavía lo hace. A muchos funcionarios de la Autoridad Palestina y de la Organización para la Liberación de Palestina se les han ofrecido y han aceptado numerosos incentivos económicos para reconocer esta crucial necesidad israelí. Aquellos entre los palestinos que deplorablemente continúan resistiendo son penalizados por su intransigencia con la asfixia económica y el hambre, complementados con bombardeos regulares y raids, así como con el aislamiento internacional.

Estos persuasivos métodos, así lo espera Israel, convencerán finalmente a esa recalcitrante población para que acepte la necesidad de Israel de ser un estado racista. Después de todo, el racismo israelí sólo se manifiesta en su bandera, en su himno nacional y en un puñado de leyes que son necesarias para salvaguardar los privilegios de los judíos, incluidas la Ley del Retorno (1950), la Ley de la Propiedad Ausentada (1950), la Ley de la Propiedad del Estado (1951), la Ley de Ciudadanía (1952), la Ley del Estatus (1952), la Ley de Administración de las Tierras de Israel (1960), la Ley de Construcción y Edificación (1965) y la ley de 2002 prohibiendo los matrimonios entre israelíes y palestinos de los territorios ocupados.

Comencemos hablando de por qué Israel y el sionismo necesitan asegurar que Israel continúe siendo un estado racista por ley, y por qué se cree merecedor de tal derecho. La argumentación es triple y está basada en las siguientes aseveraciones:

Los judíos estarían siempre en peligro en el mundo abierto; sólo en un estado que los privilegie religiosa y racialmente podrían estar a salvo de la opresión de los «gentiles» y podrían prosperar. Si Israel quitara sus leyes y símbolos racistas y se convirtiera en un estado democrático no-racista, los judíos podrían dejar de ser una mayoría y se convertirían en lo mismo que los judíos de la Diáspora: una minoría en un estado no-judío. Estas preocupaciones han sido expuestas claramente por los dirigentes israelíes tanto individual como colectivamente. Shimon Peres, por ejemplo, la paloma del Israel oficial, se ha quejado durante tiempo del «peligro» demográfico palestino, en cuanto la Línea Verde que separa Israel de Cisjordania está «comenzando a desaparecer, lo que puede llevar a unir los futuros de los palestinos de Cisjordania y de los árabes israelíes». Peres espera que la llegada de 100.000 judíos a Israel pueda aplazar este «peligro» demográfico por más de una década, aunque finalmente, como él subraya, «la demografía venza a la geografía».

En diciembre de 2000, el Instituto de Política y Estrategia del Herzliya Interdisciplinary Centre en Israel comenzó sus series de conferencias anuales sobre la fuerza y la seguridad de Israel, especialmente centradas en la cuestión de mantener la mayoría demográfica judía. El presidente de Israel y los actuales y anteriores primeros ministros y ministros acudieron al completo. Uno de los «puntos principales» señalados en el informe de 52 páginas sobre las conferencias es la preocupación sobre el número que se necesita para que los judíos mantengan la supremacía demográfica y política de Israel: «El alto índice de natalidad de los «árabes israelíes» plantea la cuestión del futuro de Israel como un estado judío… Las actuales tendencias demográficas, de continuar, pondrán en riesgo el futuro de Israel como estado judío. Israel tiene dos opciones estratégicas: adaptación o contención. La última requiere una enérgica política demográfica sionista de largo alcance, cuyos efectos políticos, económicos y educativos garanticen el carácter judío de Israel.»

El informe añade afirmativamente que «los que apoyan la preservación del carácter de Israel como un estado judío para la nación judía constituyen mayoría entre la población judía de Israel». Lógicamente esto supone el mantenimiento de todas las leyes racistas que garantizan el carácter judío del estado. Los siguientes encuentros anuales que se han producido han confirmado este compromiso.

Los judíos serían los portadores de la civilización occidental y constituirían un baluarte en Asia para defender tanto la civilización occidental como sus intereses económicos y políticos frente al terrorismo y a la barbarie de Oriente. Si Israel se transformara a sí mismo en un estado no-racista, su población árabe podría arruinar su compromiso con la civilización occidental y su defensa de los intereses económicos y políticos occidentales, pudiendo incluso llegar a transformar a los propios judíos en una población bárbara oriental. Así es como lo expresó en una ocasión Ben Gurion: «No queremos que los judíos se conviertan en árabes. Tenemos el deber de luchar contra el espíritu de Oriente, que corrompe a los individuos y a las sociedades, y de preservar los auténticos valores judíos tal y como cristalizaron en la Diáspora [europea]». Sin duda Ben Gurion fue claro sobre el papel sionista en la defensa de tales principios: «Nosotros no somos árabes, y se nos mide con un rasero diferente… Nuestros instrumentos de guerra son diferentes de los árabes, y sólo nuestros instrumentos pueden garantizar nuestra victoria». Más recientemente, Naftali Tamir, embajador de Israel en Australia, ha señalado que: «Estamos en Asia sin tener las características de los asiáticos. No tenemos la piel amarilla ni los ojos rasgados. Asia es fundamentalmente la raza amarilla. Australia e Israel no lo son – nosotros somos básicamente la raza blanca.»

Dios habría dado esta tierra a los judíos y les habría dicho que se guardaran de los «gentiles» que los odian. Hacer de Israel un estado no-judío sería correr el riesgo de desafiar al propio Dios. Esta posición no sólo es mantenida por los fundamentalistas cristianos y judíos, sino incluso por sionistas laicos (tanto judíos como cristianos). Lo entendió así el mismo Ben Gurion («Dios nos prometió esto a nosotros»), y también Bill Clinton y George W. Bush.

Es importante señalar que estos argumentos sionistas sólo son válidos si uno acepta previamente la proposición del excepcionalismo judío. Recuérdese que el sionismo e Israel son muy cuidadosos en no generalizar los principios que justifican la necesidad de Israel de ser racista, más bien son vehementes en mantenerlos como un principio excepcional. No es que otros pueblos no hayan sido oprimidos históricamente, es que los judíos han sido oprimidos más. No es que la existencia cultural y física de otros pueblos no haya sido amenazada, es que la existencia cultural y física de los judíos ha sido amenazada más. Estas ecuaciones cuantitativas son la clave de por qué el mundo, y especialmente los palestinos, deben reconocer que Israel necesita y se merece el derecho a ser un estado racista. Si los palestinos o algún otro rechazan esto, es que están decididos a la aniquilación física y cultural del pueblo judío, sin mencionar que estarían enfrentándose al Dios judeocristiano.

Es un hecho que los dirigentes palestinos y árabes no son fáciles de persuadir acerca de estas necesidades especiales que tiene Israel; son décadas ya de asiduos esfuerzos por parte de Israel para convencerlos, especialmente mediante instrumentos «militares». En las últimas tres décadas ha habido signos de venirse a razones. Aunque Anwar El-Sadat inauguró este cambio en 1977, le costó mucho a Yasser Arafat reconocer las necesidades de Israel. Pero Israel continuó pacientemente y se volvió más innovador en sus instrumentos persuasivos, especialmente en los militares. Cuando Arafat recobró la cordura y firmó los acuerdos de Oslo de 1993, reconoció por fin el derecho de Israel a ser racista y a discriminar legalmente a sus propios ciudadanos palestinos. Debido a este tardío reconocimiento, un magnánimo Israel, siempre deseoso de paz, decidió negociar con él. Sin embargo él continuó resistiéndose en algunos asuntos. Porque Arafat esperó que su reconocimiento de la necesidad de Israel a ser racista dentro de Israel sería a cambio del final del sistema racista israelí de apartheid en los territorios ocupados. Y eso fue sin duda un malentendido por su parte. Los líderes israelíes se lo explicaron a él y a su principal negociador de paz, Mahmud Abbas, en discusiones maratonianas que duraron siete años: que las necesidades de Israel no se limitan a imponer sus leyes racistas dentro de Israel, sino que éstas deben extenderse también a los territorios ocupados. Arafat sorprendió a todos no contentándose con los bantustanes que Israel ofreció al pueblo palestino en Cisjordania y Gaza, alrededor de los asentamientos coloniales judíos que Dios había garantizado a los judíos. Se llamó a los Estados Unidos de América para que persuadieran al maleable dirigente de que la solución del bantustán no era tan mala. De hecho otros colaboradores tan honorables como Arafat habían disfrutado de sus beneficios, como Mangosutho Gatcha Buthelezi en la Sudáfrica del Apartheid. No había de qué avergonzarse por aceptarla. El presidente Clinton insistió a Arafat en Camp David en el verano de 2000. Mientras Abbas resultó convencido, Arafat permaneció indeciso.

Es verdad que en 2002 Arafat se vino a razones un poco más y reafirmó su reconocimiento de la necesidad de Israel de tener leyes racistas dentro del país, al desistir del derecho de retorno de los seis millones de exiliados palestinos, a los cuales, en virtud de la racista ley de retorno israelí, se les impide volver a los hogares de los que Israel los expulsó, mientras que los judíos ciudadanos de otros países obtienen automáticamente la ciudadanía en un Israel que la mayoría de ellos nunca ha visto previamente.

En The New York Times Arafat declaró: «Comprendemos las preocupaciones demográficas de Israel, y comprendemos que el derecho de retorno de los refugiados palestinos, un derecho garantizado por la ley internacional y la resolución 194 de las Naciones Unidas, debe tratarse de forma que tenga en cuenta tales preocupaciones». Arafat afirmó que estaba intentando negociar con Israel «soluciones creativas sobre la grave situación de los refugiados respetando al mismo tiempo las preocupaciones demográficas de Israel». Esto sin embargo no era suficiente, dado que Arafat continuaba sin ser persuadido de la necesidad de Israel de imponer su apartheid racista en los territorios ocupados. Israel no tuvo más remedio que aislarlo, mantenerlo bajo arresto domiciliario, y posiblemente envenenarlo al final.

El presidente Abbas, sin embargo, aprendió bien de los errores de su predecesor y ha mostrado más apertura a los argumentos israelíes acerca de la necesidad de imponer su sistema de apartheid racista en Cisjordania y Gaza, y de que la legitimidad de este apartheid debe ser reconocida por los propios palestinos como una condición necesaria para la paz. Abbas no ha sido el único dirigente palestino en ser convencido. Otros dirigentes palestinos quedaron tan convencidos que ofrecieron ayuda para construir la infraestructura del apartheid israelí, suministrando a Israel la mayor parte del cemento que necesitaba para construir sus colonias sólo-para-judíos y el Muro del Apartheid.

El problema ahora era Hamas, que, aun queriendo reconocer a Israel, permanecía negándose a reconocer su especial necesidad de ser racista dentro de la Línea Verde y de imponer un sistema de apartheid en el interior de los territorios ocupados. Aquí es cuando se trajo a Arabia Saudí el mes pasado, con la reunión en la ciudad de la Meca. ¿Quién podría, decían de manera admirativa los saudíes, romper un acuerdo en el que los líderes de las víctimas del racismo y la opresión israelíes prometieran solemnemente reconocer la necesidad especial de su opresor a oprimirles? Bueno, Hamas ha estado resistiéndose a esta fórmula, que Al-Fatah ha apoyado durante cinco años, en concreto a «incurrir» en este reconocimiento crucial. Hamas decía que todo lo que podía hacer era «respetar» pasados acuerdos que la Autoridad Palestina había firmado en su día con Israel y que reconocían su derecho a ser racista. Esto, insisten Israel y los Estados Unidos de América, es insuficiente y los palestinos van a continuar siendo aislados a pesar del «respeto» de Hamas por el derecho de Israel a ser racista. La condición para la paz, tal y como la entienden Israel y los Estados Unidos de América, es que tanto Hamas como Al-Fatah reconozcan y asuman el derecho de Israel a ser un estado de apartheid tanto dentro de la Línea Verde como en Cisjordania y Gaza. Y no hay nada que negociar aquí. La siguiente cumbre entre Condie Rice, Ehud Olmert y el excitado presidente de la Autoridad Palestina Abbas se empleó en que Olmert interrogara a Abbas acerca de cuánto seguía apoyando la necesidad israelí de apartheid en los territorios ocupados. Una cumbre menor ha sido celebrada sobre las mismas bases hace algunos días. Abbas ha esperado que las dos cumbres pudieran convencer a Israel para terminar los preparativos de los bantustanes sobre los que él piensa mandar, pero Israel, comprensiblemente, se ha sentido inseguro y ha querido asegurarse de que el propio Abbas estaba todavía apoyando su derecho a imponer el apartheid primero. Mientras, conversaciones «secretas» israelo-saudíes han dado a Israel la esperanza de que la próxima cumbre de la Liga Árabe en Riad puede muy bien cancelar el derecho palestino al retorno, que está hasta ahora garantizado por la ley internacional, y afirmar la inviolabilidad del derecho de Israel a ser un estado racista garantizado por la diplomacia internacional. Todos los esfuerzos de Israel por conseguir la paz finalmente darían sus frutos, si los árabes conceden lo que ya la mediación internacional ha concedido a Israel antes que ellos.

Debería quedar claro que en este contexto internacional, todas las soluciones existentes a lo que se da en llamar el «conflicto» palestino-israelí garantizarían la necesidad israelí de mantener sus leyes racistas y su carácter racista, y su derecho a imponer el apartheid en Cisjordania y Gaza. Lo que a Abbas y a los palestinos se les permite negociar, y al pueblo palestino y a los demás árabes se les invita a participar, son las características políticas y económicas (pero no geográficas) de los bantustanes que Israel está preparando para ellos en Cisjordania, y las condiciones del asedio en torno a la Gran Prisión llamada Gaza, y en torno a las otras menores de Cisjordania. No nos equivoquemos sobre esto, Israel no negociará sobre ninguna otra cosa, porque hacerlo podría ser equivalente a renunciar a su dominio racista.

Y para aquellos de entre nosotros que insisten en que ninguna resolución será factible hasta que Israel revoque todas sus leyes racistas, abriendo entonces el camino a un futuro no racista para palestinos y judíos, en un descolonizado estado bi-nacional, Israel y sus apologistas tienen una respuesta ya preparada. Una respuesta que redefine el significado de «antisemitismo». Antisemitismo ya no es el odio y la discriminación contra los judíos como grupo religioso o étnico; en la era del sionismo, «antisemitismo» se ha metamorfoseado en algo más insidioso. Hoy, tal como Israel y sus partidarios en Occidente defienden, el antisemitismo genocida consiste mayormente en cualquier intento de rechazar el absoluto derecho de Israel a ser un estado judío racista.

Traducción Observatorio de la Islamofobia http://islamofobia.blogspot.com/

Fuente: Al-Ahram Weekly, 15-21 de marzo de 2007 http://weekly.ahram.org.eg/2007/836/op1.htm